Hace muchos años dejé por un día el trabajo y fui con mi hermano a León Safari Park. Como anunciaba su nombre, era un parque temático con leones sueltos, como principal atracción, y otros animales también, que estaba donde actualmente está Port Aventura.
En Inglaterra había visto un parque parecido. Entrabas en el recinto de los leones, en tu coche, y hacías todo el recorrido sin bajar, ni abrir las puertas o ventanillas. Los leones estaban tumbados por allí y, de vez en cuando, uno de ellos se levantaba y se acercaba a alguno de los coches para saludarles y darles un pequeño susto.
La diferencia entre los dos parques era que, en el inglés todo era césped y vegetación típicamente británica, y el de aquí era más árido, con la típica vegetación mediterránea. Por lo demás, los leones parecían igual de aburridos.
Al terminar el recorrido fuimos a ver el resto de animales. Lo más sorprendente fue una llama de los Andes, que son mucho más grandes de lo que parecen en fotografía, que se empeñó en montarse sobre mi hermano y tuvimos que salir corriendo.
Dejamos para el final un paseo a caballo: una especie de circunvalación por el parque montando unos jamelgos que ya debían estar hartos de dar las mismas vueltas por el mismo sitio, y que sin duda habían ido a la Universidad y sabían latín.
Yo había dibujado ya historias del Oeste como Rin-tin-tin, Bronco o Bonanza, pero nunca había montado un caballo de carne y hueso, (lo primero que hice fue buscar el cambio de marchas y el embrague sin éxito, claro).
Los caballos que nos dieron a mi hermano y a mi parecían estar cerca de la jubilación, en contraste del que montaba un chiquillo de doce o trece años que hacía de guía. Este montaba uno más parecido a los que yo acostumbraba a dibujar. En cuanto el muchacho lo montó empezó a caracolear como si estuviera esperando lanzarse a una espectacular cabalgada. Los nuestros, en cambio, comenzaron a caminar, cansinamente, como si estuvieran unidos el uno al otro por una cuerda invisible: el de mi hermano delante y el mío detrás, con su cabeza pegada a la cola y el trasero del otro.
Mientras nuestras monturas seguían una ruta establecida desde años atrás, a una velocidad de crucero similar a dos tortugas, aquel chiquillo iba arriba y abajo con su nervioso corcel. Así transcurrieron unos quince minutos en los que nosotros no avanzamos más de doscientos metros, y el crio hizo varios kilómetros yendo y viniendo.
De pronto sucedió lo imprevisto. Algo que jamás había imaginado, y mucho menos dibujado. No sé si “aquello” fue normal, pues nunca había montado en un caballo, como he dicho; pero la montura de mi hermano se paró (y naturalmente la mía también, pues iba con su cabeza pegada a la cola del otro), levantó la cola, ¡y empezó a soltar pedos como si fuese una ametralladora o la traca final de las fallas de Valencia!
Mi caballo permaneció impávido frente al ataque sufrido con algo parecido al gas mostaza. El olor era inaguantable, mi caballo no se movía ni un centímetro y entonces sucedió algo inconcebible: la silla que yo montaba dio la vuelta sobre sí misma, yo me di la santa ostia y de pronto, ¡me encontré en el suelo entre las patas del cuadrúpedo y su barriga sobre mi cabeza!
Me levanté tan aprisa que mi hermano no se dio cuenta de mi caída, tan solo me vio de pié, junto al caballo, sin saber cómo había bajado de él.
Como he dicho antes aquel animal sabía latín. Parece ser que hay caballos que, cuando les ponen la silla y sujetan la cincha, toman aire, hinchan la barriga y es más voluminosa. Cuando quieren, o debido a los pedos que soltó su compañero, soltó el aire, la barriga empequeñeció, la cincha se aflojó y la silla dio la vuelta y yo con ella.
Ya veis, yo que he dibujado cientos de caballos como el que ilustra esta narración, galopando, saltando precipicios y vallas, ¡me caí de un caballo parado!
Comprenderéis que esté aún avergonzado, a pesar de los años transcurridos, y piense que aquel animal tenía algo personal conmigo. Creo que, cuando volvimos al punto de partida, hacía esfuerzos para no echarse a reír a carcajadas. Como el crio que hacía de guía.
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