No soy católico. Soy agnóstico, pero a los
diecisiete años estuve cinco días en Montserrat para saber si podía tener fe en
una religión en la que tanta gente cree.
Os aseguro que, después de pasar aquellos días
en el monasterio, hablando con los monjes y viviendo con ellos, si no salí de
allí con la fe que fui a buscar es que soy un agnóstico sin remedio. Solo os
diré que, uno de los días, el padre Jorge me hizo llorar hablándome de la
Virgen, pero ni así…
Lo que si cambió fue mi aprecio y respeto por
aquellos monjes. Hasta que fui allí, los curas eran para mí una especie de
diablos disfrazados de negro, que aterrorizaban a la gente con sus amenazas del
infierno eterno. Era la época de la posguerra y la dictadura. Cuando veía un
cura por la acera, cruzaba la calle para no toparme con él. Muchos de ellos
eran franquistas y se notaba en su apoyo a la dictadura y sus predicas en
contra de los rojos, masones y separatistas.
La primera vez que encontré un sacerdote
progresista fue en la escuela. Yo, cuando había clase de religión, decía que
estaba enfermo y no iba a clase. Era un acuerdo al que habían llegado el
director de la escuela y mi madre, que eran amigos pues habían estudiado
juntos.
El sacerdote que venía a dar estas clases se
dio cuenta de lo que sucedía y vino a hablar conmigo. Era un cura progre, como
he dicho, que no abundaban en aquella época. No me dijo nada por mis faltas de
asistencia, sino que me dijo las preguntas que haría en los exámenes finales
para que pudiera aprobar el curso. Era un bendito y, años después, mientras
hacía el servicio militar y teníamos un capellán castrense que era uno de
aquellos fascistas que abundaban entonces, supe que tuvieron un enfrentamiento
verbal y casi llegaron a las manos. El padre Miguel, que así se llamaba, era progresista
y catalanista también, otro pecado de aquella época.
¿Y cómo llegué con mis antecedentes a pasar
cinco días en Montserrat? Pues porqué un intimo amigo mío, Carlos, iba con
frecuencia al monasterio con frecuencia y conoció allí al Padre Jorge, un amigo
de mi madre de su juventud, que se había hecho benedictino después de la guerra
civil. Una de las veces que Carlos fue al monasterio de Montserrat subí con él
y conocí al padre Jorge. Hablamos de su juventud, de su amistad con mi madre y
vi un mundo religioso distinto al que estábamos acostumbrados en aquel tiempo:
los monjes de Montserrat eran progresistas, catalanistas y era un placer hablar
con ellos.
Por esto acepté su invitación de pasar cinco
días allí, hablando de religión con mi alma abierta a todo lo que pudiera
venir. Y como es natural, lo que vino fue una de estas anécdotas que recuerdas
toda tu vida, y que podrían ser una escena de una película cómica o de una
historieta.
Carlos y yo éramos invitados del padre Jorge y,
como tales, comíamos con los monjes y dormíamos en una celda junto al
monasterio. Y en la primera comida sucedió el desastre.
Los invitados comíamos en la mesa principal,
junto al Abad, los principales monjes y otros invitados, como un obispo de un
país del Este que vivía exiliado allí con ellos.
Cuando sirvieron el primer plato yo, que no
había pisado una iglesia en mi vida, estaba tan nervioso que no podía dar
bocado. Tomaba, como podía, una cucharada y se quedaba en la boca sin tragar.
Empezaron a pasar los minutos, los otros comensales terminaron el primer plato
uno tras otro y yo seguía encallado. Para ponerme más nervioso aún, cuando
llegaba un monje con retraso a la comida, se tumbaba en el suelo, justo a mi lado,
y no se levantaba hasta que el abad, con un gesto, le permitía levantarse e ir
a su puesto en una de las mesas donde estaban los otros monjes, todos en
silencio pues ni tan solo masticaba: todos habían terminado menos yo.
El abad Escarré, (que después estuvo exiliado
en Roma, junto al padre Jorge, perseguidos por la dictadura) me miraba
fijamente. A veces se quitaba las gafas y seguía mirándome con insistencia, y
yo me ponía cada vez más nervioso y era incapaz de tragar ni una cucharada. Y
así pasaron más de quince minutos eternos.
Cuando el Abad volvía a mirarme, yo pensaba:
“Claro, sabe que no soy católico y por esto me mira de esta manera”. Y
mientras, un nuevo monje se tumbaba junto a mí, largo cual era, hasta que
recibía permiso del Abad para levantarse.
Fue entonces cuando oí la voz en susurro de
Carlos que me decía: ¡Acaba de una vez! ¡Están esperando que tu termines para
servir el segundo plato! En aquel momento supe porqué el Abad me miraba de
aquel modo. En cuanto aparté el plato, hizo una señal y entraron varios monjes,
con bandejas, y sirvieron el segundo plato. Fue otro de aquellos momentos en
que deseé que la tierra me tragara.
Tan solo quiero añadir que, en aquella época,
el padre Jorge era el director de la revista “Serra d’or”, que editaban los
monjes. Escribió un artículo en el que decía que un filosofo comunista (no
recuerdo ahora el nombre) pensaba las mismas cosas que diría un cristiano
católico. En aquellos tiempos una cosa así no podía decirse y cuando la policía
fue a Montserrat a detenerle, él estaba en el aeropuerto, donde yo le había acompañado,
camino de Roma, donde vivió exiliado durante muchos años junto al Abad Escarré,
que tuvo que exiliarse también por hacer unas declaraciones al diario “Le Monde
en que criticaba la política del estado.
Desde entonces, hasta que el padre Jorge murió,
cada vez que venía de Roma, o volvía allí, yo iba a buscarle al aeropuerto y le
llevaba a Montserrat, o viceversa. Fue un miembro más de mi familia. Yo
continué siendo agnóstico, pero que amistad más “celestial” tuve con aquel
monje Benedictino.
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