Esto sucedió antes de que trabajara para
Bruguera, cuando hice el servicio militar. Tenía entonces dieciocho años y,
para mí, aquello era una tortura peor que la famosa “gota malaya”. Cuando me
ponía el uniforme me cogía una especie de alergia moral y todo mi ser creaba
anticuerpos.
Pero también allí me sucedieron anécdotas
curiosas. Una de ellas fue con el capellán castrense del regimiento. Una especie de fascista que predicaba
constantemente diatribas contra los rojos, masones, separatistas y
protestantes. Cuando conté que estuve cinco días en Montserrat hablé de él y su
pelea con el padre Miquel, el sacerdote que nos daba clase de religión en la
escuela.
Todo sucedió un domingo, en el cuartel de
artillería donde “sufrí” mis veinte meses de tortura militar. Había dos
regimientos y estábamos todos formados, frente al capellán, que iba a oficiar
la misa. En total éramos mil chicos (en el argot militar habría dicho “mil
hombres”, pero la realidad es que éramos unos adolescentes recién salidos del
huevo)
Después de hacernos un terrible sermón, como
siempre, en el que el fuego divino caería sobre los protestantes, rojos
separatistas y masones, como he comentado antes, el señor de la sotana dijo
algo que ni él creía: “si alguien no quiere quedarse a la Santa Misa puede irse
ahora”.
Naturalmente nunca se marchaba nadie, por miedo
a las consecuencias en forma de un arresto seguro, pero aquel día sucedió lo
impensable. A mi lado estaba Mario Lapuente, un compañero con el que había
hecho amistad desde los primeros días del campamento. Susurrando me dijo: “Si tú
te marchas, yo también…” - ¿Seguro?- le contesté, y así estuvimos dudando unos segundos
que parecieron larguísimos y, al fin, me
marché de allí y Mario me siguió.
Sentí mil pares de ojos en el cogote, mientras
pensaba en el “paquete” que nos iba a caer cuando terminara la misa. Fue
entonces cuando oí un murmullo que cada vez se hacía mayor hasta llegar a ser
ensordecedor. Volví la cabeza y vi como casi mil chavales me seguían. ¡Tan solo
quedaron siete u ocho formados para la misa! El resto nos siguió y, entre
aquella multitud, el capellán no pudo arrestar a nadie.
Imagino que nadie supo tampoco quién fue el
primero en marcharse de la formación, entre aquella marabunta de color caqui,
que salió del cuartel sin volverse a mirar el rostro de aquel hombre que nos
debía mirar, con los ojos desorbitados, por la incredulidad de algo que jamás
hubiese imaginado.
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