30 mar 2013

Pinceladas - La vida de mi madre Capitulo 2º

Pinceladas es el libro que escribió mi madre hace algunos años y que estoy publicando pues muchas personas me han pedido que continue haciendolo. Como su titulo, voy a poner algunas "pinceladas" de el. No lo pondré todo completo pues hay algunas partes muy intimas y tristes que prefiero no hacer publicas.
Este es el segundo capitulo y se titula




C A M I N A R



Creo que fue a partir de este momento que mi vida adquirió un sentido más humano. Empecé a conocer de nuevo a mi familia compartiendo con ellos hogar, costumbres, comidas. En la mesa nos reuníamos  doce o trece según fuéramos los padres y los hijos o gozásemos de la compañía de nuestra abuela materna. El mayor de los hermanos trabajaba en Mahón, por cuyo motivo no estaba presente durante el día, y a los abuelos paternos ya no les conocí pues habían muerto antes de yo nacer. El abuelo materno murió cuando yo tenía tres años. Era un viejo marino amante del mar, de la vida, de la familia; honrado y valiente. Me agradaba acariciar su barba partida en dos y sus ojos, no muy grandes eran como dos discos arrancados del cielo azul. Se llamaba Juan Manent y la abuela María Pablo. Era cariñosa, dulce e inteligente. Yo iba a verla a menudo y me sentaba a sus pies, apoyaba mi cabeza en su larga falda y escuchaba sus relatos, anécdotas de su vida o pensamientos y consejos sobre todo a mis hermanas. De los once hermanos el mayor, hijo de mi madre en su primer matrimonio, se llamaba Juan coincidiendo con el mayor de los hijos de mi padre y su primer matrimonio. Del mismo origen seguían tres hermanas, María, Anita y Adela. María , ¡cómo la recuerdo!. Era quien más me atendía. Mientras estuve en el cochecito ella me acompañaba, me venía a buscar y pasaba muchos momentos conmigo. Me lavaba, peinaba, ponía un gran lazo en mis cabellos. Su rostro era el de una muñeca. Su tez blanca y rosada; sus labios siempre sonrientes, eran como las fresas maduras y todo en ella brillaba de tanta pulcritud.
Mis padres tenían una Cooperativa que atendían entre los dos. Una criada, Andrea, cuidaba del hogar y otra de más edad, Francisca, cuidaba especialmente de mí. Como que yo apenas comía durante el día, me hacía una tortilla y me llevaba por la noche junto al mar. Y allí, mientras yo jugaba con el agua o gozaba contando las estrellas y me entusiasmaba con su reflejo en el mar, ella me daba poco a poco la comida. Volvíamos luego al hogar y después de asearme me acostaba en la cama.
Francisca, le decía yo. Ya puedes marcharte pues me voy con mis amigos. Y unida a los coros, no tardaba en dormir.

Mis hermanas además de ayudar en los quehaceres de la casa, iban a casa de los abuelos y confeccionaban bolsos con anillas de plata. Adela , que era hermosa y buena como un ángel murió a los dieciseis años de una tuberculosis galopante. Me acuerdo de que yo me arrodillaba en la calle y le pedía a Dios que me la devolviera, viva o muerta, pero que me la diera otra vez.
La muerte. La primera vez que supe de su existencia fue admitida por mi sin la más mínima comprensión y como una manifiesta injusticia. Había muerto el doctor Martorell, el médico del pueblo. ¿Cómo podía morir el que cuidaba de sanar a los enfermos y quitar el dolor a los que sufrían?. Le dije a Dios: ¿Quién eres tu que matas y te llevas a los buenos? Devuélveme a mi hermana, por favor...
Y busqué en todo a la eternidad. Me refugié en las flores por su pureza; pero se marchitaban y morían. ¿Dónde no estaba la muerte? El más absoluto silencio coreaba mi pregunta. La única respuesta: todos hemos de morir, me decían. Pero yo seguía preguntando ¿por qué?.
Una tía mía, hermana de mi madre, evangélica, nos contaba cuentos a mi hermano Leandro y a mí algunas noches. Nos cantaba una canción que hablaba de la muerte y decía: “Vendrá de noche...” no recuerdo más ahora. La consecuencia, sí. Una noche en la que mis padres habían ido a Mahón y no habían vuelto, yo, sigilosamente a fin de no hacer ruido alguno prepare un paquete con ropa mía y me fui. La carretera estaba vacía; de vez en cuando aparecía una débil luz que iluminaba las acequias laterales infundiéndoles un muy lúgubre aspecto. Los latidos de mi corazón se apresuraban, algo quedaba suspendido, ahogado en mi garganta y mis piernas empezaban a temblar. Unas sombras se acercaban y una voz de hombre oí que decía :
Parece la hija de Ripoll- y añadió luego:
Onésima, ¿eres tu? ¿dónde vas a estas horas?
Y me cogió mientras yo contestaba:
Me voy, huyo de la muerte...
El era el Sr. Florian, el farmacéutico del pueblo que iba acompañado de su esposa
Los dos me cogieron y me acompañaron a mi casa. No recuerdo si esperaron a mis padres, no se nada más; tal vez me dormí. Cuando desperté, algo había pasado aquella noche. El problema de la muerte había perdido importancia. Suavemente se había desvanecido, transformado. Su densa, opaca , su tenebrosa oscuridad había dado paso a una nube etérea, luminosa y transparente que me anunciaba sin palabras ni sonido desde el más íntimo y seguro silencio, que no estabamos solos. Y el pueblo, la tierra que pisaba, el mundo en que vivía eran para mi una nueva revelación.
Los recuerdos se amontonan y seguramente que el orden en que sucedieron en la realidad queda confuso y no me es fácil una explicación que se ajuste dignamente y con entera fidelidad a la auténtica cronología de los hechos. Pero lo importante es reflejarlos con sencillez y veracidad.
Supongo que en aquel entonces tendría yo unos cinco años, poco más o menos. En la calle paralela a la nuestra y más lejana a mi mar, vivía una mujer culta e inteligente, no muy favorecida por la belleza. Era actriz y de notable calidad. Se llamaba Aurora y tenía un piano, un piano en el que yo de oidas, como se suele decir, interpretaba canciones o melodías conocidas o que yo improvisaba. Amaba a la música y el sonido del piano cuando alguien lo interpretaba producía en mi sentimientos y emociones que detenían el tiempo e imprimían en él profundas huellas de ternura o de dolor. Era como vivir mi vida en un silencio misterioso del que se me hacía difícil despertar: Cuando cesaba la música se oscurecía el cielo y me envolvía una  nube de añoranzas. Donde fuera que fuésemos, de visita o estancia dentro o fuera de la isla, yo buscaba un piano con verdadero afán. Si no lo había un gran vacío se apoderaba de mi. Si por el contrario me aguardaba una feliz sorpresa, yo no lo tocaba como es natural, pero el vacío desaparecía como por encanto y me invadía una gozosa paz como cuando regresaban mis padres si habían salido y tardado en volver.
Mis padres. Toda una vida de recuerdos y de amor de tierna y profunda entrega y veneración no alcanza a compensar lo mucho que ellos merecieron. Su vida fue una entrega fiel a la familia, al pueblo, a la humanidad y también junto a su gran capacidad de amar, su elevado concepto de la justicia que a menudo les condujo a dolorosos sacrificios.
Tendría yo unos seis años, cuando el segundo en edad de mis hermanos y que como el mayor también se llamaba Juan, había publicado unas hojas en las que denunciaba actitudes incorrectas en algunos altos jefes militares y otros religiosos. Por profundas amistades y por la estimación a que mi padre se había hecho acreedor, hubiera podido éste liberar a mi hermano de las consecuencias de su acto: pero ni mi padre ni mi propio hermano admitieron favor alguno, y Juan fue condenado a seis meses y un día a la cárcel de Palma de Mallorca. Le acompañamos mi madre y yo y  durante el tiempo de la condena vivimos en casa de unos amigos de mis padres, la familia Rosello dueños de una importante fábrica de turrones, chocolate, galletas y dulces de todas clases.
Ibamos a ver a mi hermano todos los días. Le veíamos entre rejas junto a muchos detenidos por diversos motivos. Allí se oía hablar de crímenes, amenazas, algunas como: cuando salga de aquí te mataré”. Todo ello encarnaba resentimientos políticos o particulares; robos o fechorías de todas clases: veía cómo les repartían el rancho y en la mayoría de los días era, en grandísimas ollas, garbanzos en un caldo rojizo y un trozo de pan. Nosotros le traíamos fruta, galletas, leche, alguna que otra golosina y la ropa. Además del ambiente de rencor y de violencia que allí se respiraba, se desprendía un olor especialmente desagradable. Dejarle en aquel estado nos sumía en la más profunda tristeza y también temor. Juan nos animaba; su carácter entero, bondadoso y libre, le hacía superar las inconveniencias que le asediaban. Y un dia, inesperadamente, nos dijo que el Sr. Director le había llamado para decirle que a partir de aquel momento podría recibirnos en su despacho y estar un rato con nosotras. Tal noticia transformó en satisfacción la crudeza de los largos días anteriores. Algunos días después el director le hizo una propuesta. Su comportamiento le había hecho acreedor a la confianza y le ofrecían el cargo de carcelero a cambio de una notable mejoría de sus actuales condiciones; celda particular, libertad de entrar y salir, alimentación normal, visitas particulares, etc. Y mi hermano contesto:
“Agradezco Sr. Director, su ofrecimiento y celebro que se haga en presencia de mi madre y mi hermana pequeña. Ellas lo recordarán durante su vida. Y añadió: “Pero no puedo aceptar su valiosa proposición pues no soy digno de la confianza que deposita en mi. Si usted me confía las llaves de la libertad de mis compañeros, mañana, a buen seguro, no quedará en la cárcel ni un solo preso”.
Mi ser entero vibraba de emoción por tan variados matices que me abalancé al cuello de mi hermano y exhalé un grito, un grito limpio, fuerte, sincero de: “¡Viva Juanito!”.
El tiempo tiene a veces jugadas imprevisibles, pues yo de los seis años pasé repentinamente a los sesenta y me sentí padre de mi hermano. Vi la mirada verde azul de mi padre húmeda y brillante como un lucero en la noche oscura. Mi madre le abrazó y dirigiéndose al Director le dijo con dulce humildad: “Nosotros somos así”.
En el rostro de mi hermano se dibujó una sonrisa. Nada alteró la paz de aquel momento en el que el propio Director, visiblemente emocionado, posó sus manos sobre los hombros de Juan y acompañándonos a la salida de su despacho dijo con voz apagada:
“Bien Ripoll. Todo seguirá como hasta ahora. Cuento , empero, con tu leal colaboración.
Esta reunión tuvo lugar al atardecer, de modo que al regresar a la ciudad, pude disfrutar  de un espectáculo lleno de diáfanas sorpresas. En Menorca, al anochecer, las luces de la costa lindando al mar, pueden contarse casi con los dedos de las manos. En esta isla mallorquina brotaban chispas luminosas por doquier, como una lluvia de margaritas o como una explosión de gotas de chispeante luz que surgían como por arte de magia, dando la impresión de haber penetrado en un mundo desconocido. Todas las cosas agradables despiertan el deseo de repetición. Así quedó en mi la ansiedad de volver a aquel lugar a la misma hora y contemplar de nuevo aquel derroche de luces sembradas en la oscuridad, pero espectacularmente minúsculas; pero brillantes y juguetonas, casi como las estrellas.
Mi madre explicó a la familia Roselló lo acaecido con la aprobación de casi todos sus miembros; pero alguien opinó que valía la pena de haberlo aprovechado beneficiándose de unos valores de los que nadie tenia por qué enterarse.
¿Nadie? Incurrió mi madre. Nadie si, la conciencia”.
Ellos enmudecieron y yo quedé pensando... la conciencia. Algo a lo que buscar. Lo esconderé bajo la almohada cuando me acueste y mañana sabré algo más. Era ésa una solución que nadie me había enseñado; pero que me ofrecía sorprendentes resultados, como un medio mediante el cual calmaba o desaparecía el dolor. Cuando me apresaba un dolor de vientre, pies, piernas, cabeza, etc. Yo no me quejaba. ¿Para qué? Pensaba yo. Y lo que hacía era indagar, investigar respuestas, preguntar. Bueno , me decía: ¿Qué es el dolor?.
¿Puedo verlo?
-No.
¿Puedo tocarlo?
-No.
¿Puedo oirlo?
-No.
¿Puedo gustarlo?
-No.
Pues entonces si con todo cuanto tengo a mano para hallar respuesta no la hallo, ¿qué es el dolor?. ¿O acaso no existe?.
Y hallé que metida de lleno en estos pensamientos con real interés, el dolor se desvanecía poco a poco hasta desaparecer. Y entonces me dije: Pues el dolor no tiene existencia real. Es algo que está presente mientras yo le presto atención; pero que desaparece en cuanto le pido respuestas y la atención se desvía de él para entregarse a la búsqueda de soluciones seguras y severas. Entonces no vale. No es. Y se acabó.
Así que al despertarme por la mañana pensé: No será la conciencia esa voz sin sonido ni presencia, sin color, que desde nuestro interior nos dice: eso no lo hagas, eso no lo digas o, “cuidado que te puedes caer”, o, “así puedes hacerte daño” y tantos etc. Como sean. Lo cierto es que Algo nos avisa antes o después del bien y del mal. Y este Algo que está por encima de nosotros nos induce a un determinado fin. Nuestro propio hallazgo explorando en nuestro interior.
Mi fe, mi absoluta confianza en una fuerza incalificable, indefinible para mi, iba adquiriendo una extraordinaria firmeza, una potente seguridad. Los coros angélicos habíanse esfumado; ya no me esperaban para envolver mi sueño, o yo no los veía. Pero su presencia acompañaba a algo superior a mi sueño; a mi propia vida formando un todo compacto e indisoluble.


2 comentarios:

  1. Sigo maravillada por las palabras de tu madre, ¡que bien escribía! Me encanta como describe las personas y momentos que la rodeaban. Al leer este capítulo me ha parecido estar viéndola, en aquella difícil época, cavilando acerca de la vida y la muerte, solo una niña pero ya tan perspicaz. Un honor leerla, Edmond, gracias por compartirlo.

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  2. Vuelvo a decirte que gracias a ti por leerla. Siento su ausencia y que personas como tu lean lo que escribió hace algunos años es una alegría. Se que para ella también lo sería. Era una persona a la que era fácil querer. En realidad todos mis amigos eran también amigos de ella y les quería como si fueran suyos. No voy a poner todos los capitulos, pues hay algunos de muy intimos y tristes. Un abrazo.

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