De regreso a Menorca, ya en mi
añorada isla, creo que llegó el momento de levantar velos al desenvolvimiento
familiar. Fruto de la unión de mis amados padres, brotamos seis hijos. Como que
en los hijos anteriores ya se había satisfecho el hábito de poner el nombre de
los abuelos o padres, a nosotros determinaron ponernos el nombre
correspondiente al día de nacimiento. Así que por orden de mayor a menor , ahí
va la nomenclatura: Eulogia, Sinesia, Ceferina, Leovigildo, Leandro y yo, la
menor, Onésima. Y quedaron satisfechos, nosotros no. Pero mi padre nos decía:
el nombre no hace a la persona. La persona hace al nombre. Hacedlos bellos. Fue
un legado de valor, en verdad que lo fue. Y creo que todos, cada uno en su
esfera de posibilidades, legitimó su actitud activamente colaboradora.
En el hogar había un notable
calor de actividades, unas comunes, otras particulares. Pero no se conocía el
ocio y compartíamos las cosas con alegría. Todos teníamos nuestra libreta de
ahorros, y los mayores que tenían trabajo remunerado, daban a los menores una
parte de sus beneficios.
Las escuelas estaban situadas en
una plaza próxima a la Explanada en la que estaban los cuarteles de infantería,
artillería e intendencia y el ayuntamiento. En la plaza de las escuelas habían
además un mercado y la cárcel.
Niños y niñas por separado y el
parvulario en el que iba yo. La maestra era catalana; pero en todas ellas la
enseñanza era en español. Uno de los libros de lectura se llamaba “Mi Patria”.
¿Por qué esa palabra tenía en mi una resonancia tan desagradable? Tal vez por
la proximidad de los cuarteles donde esta palabra figuraba como representación
de poder y de castigo. Sufría cuando los soldados hacían la instrucción pues el
trato que recibían distaba mucho de la cordialidad y del respeto.
En oposición a esto, en nuestro
hogar había una frase escrita y bellamente enmarcada en un cuadro que decía: TU
PATRIA ES EL MUNDO: TU FAMILIA LA HUMANIDAD.
Y esta era nuestra patria sin
fronteras, en un mundo multicolor; pero todo hermano, como las gotas en el
océano y los átomos en el aire. Un mundo de libertad guiada, protegida,
encauzada por la positiva fuerza de la responsabilidad. Ella era el puntal
apoyo, el sostén amoroso y firme del hogar representado por nuestros padres,
raíces profundas del árbol familiar.
Se aproximaba el día de San
Jaime. Todo cobraba vivacidad, entusiasmo. Las casas más blancas y las aceras
más rojas, más limpias y relucientes cobraban belleza y esplendor. Empezaban a
llegar los veraneantes, la mayor parte de ellos catalanes y había un nuevo
impulso. En la Explanada se darían conciertos y gran cantidad de fuegos
artificiales que llenarían el ambiente de luz y color. En el Ayuntamiento
habría una cena de gala con baile al final. Mi hermana Eulogia acompañaría a
mis padres y su belleza y simpatía empañaría quien sabe a cuantas más. A mi
hermana Sinesia estas coas no eran de su agrado, en ellas se sentía incómoda;
su timidez no se lo permitía y se sentía mucho más cómoda en casa; Ceferina era
demasiado joven y yo era una niña.
Se celebraban también regatas a
remo y a vela, como también corrida y carreras de caballos que iban ricamente
engalanados con cintas de colores, un espejo en la frente y opulentos lazos en
sus largas colas. Las ventanas estarían abiertas de par en par y las mujeres,
apoyados los codos en ellas, ofrecerían a los jinetes y los caballos agua de
arroz con anís. Los caballos, de alegría en alegría se alborotaban, sus patas
delanteras se levantarían como queriendo alcanzar algo muy lejano y los dientes
blancos en sus bocas abiertas por la sed y jadeantes por el exceso de calor,
chirriarían de tanta excitación. Delante de la comitiva iría el cura montado en
un asno y algo más atrás “ es flavioler” tocando el flautillo, y una canción
muy tipica que todos coreaban. Este sí iba montado a caballo y a ratos a pie si
en alguna ventana le requerían. El flautillo es un instrumento parecido a la
flauta, menor de tamaño y de más fina estética; su sonido es también más agudo
pero aterciopelado.
Y llegó el día de San Jaime. Mi
madre me había confeccionado un hermoso vestido azul pálido de amplia falda. El
lazo en mis cabellos fue del mismo color; pero colocado con tal gracia, que
parecía una mariposa posada en mi cabeza. Me lo había puesto mi hermana María y
yo me sentía feliz.
Los caballos llevaban ya mucho
recorrido, por tanto su paso no era tan brioso ni tan elegante como al
principio. Uno de ellos salió desbocado, avanzando sin dirección fija y con
inusitada rapidez. En el centro de la calle había un niño de dos años sentadito
en el suelo. Asustada, empecé a gritar pidiendo ayuda. Nadie me oía, mi voz
quedaba ahogada por tanto ruido y no había tiempo de esperar, y, sin dudarlo,
me abalancé sobre él cubriéndole con mi cuerpo. El caballo pisó mi rodilla y mi
brazo izquierdos; pero al niño no le tocó. Yo tengo las cicatrices y una
medalla de gratitud. Pero lo que conservo como sagrada memoria es el dulce
calor del niño bajo mi cuerpo como un haz de luz y felicidad.
En la misma calle vivían dos
hermanas que hacían medias de seda a máquina. Yo pasaba muchos ratos en su casa
pues me agradaba ver cómo punto por punto y de derecha a izquierda
acompañándola con la mano, la máquina iba tejiendo, tejiendo... Sobre una mesa
tenían una jaula muy bonita con un canario amarillo que era una preciosidad: no
cantaba porque era artificial; pero su atractivo era tal para mi que me
absorbía contemplándole y hablándole con todo cariño. Cuando al anochecer me
iba a mi casa lo hacía con la tristeza de dejarlo sin mi compañía y un día me
decidí, lo cogí y me lo llevé a mi casa.
-
¿Te
lo han dado las hermanas?. Me preguntó mi madre.
-
No.
Lo he cogido yo, contesté.
-
Bueno;
pues vas a devolverlo. Si no lo hicieras, eso sería robar.
-
¿Robar?
Yo no quería hacer eso. Sólo quería no dejarle solo una noche más.
-
Pues
vas a devolverlo y a no repetirlo más.
A
la mañana siguiente lo devolví. Las hermanas me lo querían regalar; pero yo no
lo acepté. Qué fácil era robar y qué acongojada me sentía yo de haberlo hecho.
Me costó mucho volver a visitar a
las hermanas y sentirme feliz con ellas como antes. Hasta que yo misma me
perdoné como nadie más podíame perdonar. Y volví a sentirme en paz y a sonreir
como siempre.
Las hermanas no le habían dado
importancia alguna. Cosas de niños... habían dicho. Pero otras palabras
recogidas por mi en el hogar contenían un significado más profundo, más
completo. “La educación de los niños empieza antes de nacer”. Y yo recibía esta
lección a los seis años. Me sentía dichosa pues no lo volvería a hacer.
Con mis amigas jugábamos a
familias. Mi tía era modista de alta costura. Tenía taller y aprendizas y, como
es natural gran cantidad de revistas de moda de todas clases y estilos, desde
ropa para todas las ocasiones a los más útiles y variados objetos para
organizar un hogar y amueblarlo digna y oportunamente. Recortábamos de las
revistas cuánto nos interesaba. Figuras femeninas y masculinas, de niños y de
mayores y de diferentes edades a fin de organizar una familia con padres, hijos
y parientes. Los amigos surgían de la mezcla de las familias de las que
participaban en el juego.
Cosíamos o pegábamos hojas de
papel y en sus espacios íbamos colocando los muebles que serían el objeto de
las diferentes habitaciones que formaban el hogar. Recibidor, cocina, baño,
comedor, salón, dormitorios, despachos, si eran necesarios, (en mi casa sí)
jardín, etc.
A la vez escogíamos vestidos para
cada ocasión y con ellos adornábamos a las figuras recortadas con anterioridad.
Nos sentábamos en las aceras o
portales de las casas y organizábamos visitas, conversaciones, todo cuanto
puede surgir de una naciente amistad. Y ello era una excelente práctica de
convivencia y educación donde las lecciones de urbanidad eran recordadas y
escenificadas. Era uno de los juegos diarios y, con seguridad, el que más nos
complacía.
Mi madre, mis hermanas o
Francisca nos preparaban la merienda y era en mi casa donde generalmente se
invitaba a los demás como algo natural en la expansión de la familia. No éramos
demasiados, cinco o seis en realidad. Cuando este número aumentaba
generosamente era en las ocasiones en
que hacíamos sesiones de cine o de teatro cuyas obras nos inventábamos
nosotros. Creo que no hubo nunca un autor principal ya que todas las ideas eran
bien acogidas, y, si alguna nos parecía equivocada, era motivo de diversión. De
modo que todo nos unía más y más.
Que ¿dónde se celebraban las
sesiones de cine y de teatro?. Teníamos dos casas una lindando a la otra. La
primera que era donde vivíamos; era grandiosa, pues además de la cooperativa,
el gran despacho de mi padre. Y al otro lado del ángulo formado ya que la casa
hacía esquina y en mi pueblo las esquinas forman ángulo recto al carecer de
chaflanes, había un comedor digámosle de lujo, y que empleábamos en ciertas
ocasiones, y otro contiguo de mayores dimensiones y que disponía de una gran
mesa en la que nos sentábamos los doce o quince miembros de la familia.
Lindando a este comedor habían dos; despensa y una cómoda cocina. Un corto y
ancho pasillo la unían al despacho de mi padre del que partía una hermosa y
amplia escalera que conducía al salón y a las habitaciones. Otra escalera
llevaba a la buhardilla.
La despensa comunicaba primero
con un jardín; éste, a su vez, lo hacía con un gran patio en el que a la
izquierda habían aves; gallinas, pollos, conejos y a la derecha gran cantidad
de árboles, frutales entre los que destacaba un corpulento granero.
A continuación seguía “la
casita”, otra casa en la que habían dos habitaciones para nuestros juegos, una
de ellas muy espaciosa qué es la que nos servía para el cine o teatro. Y a la
izquierda habían dos habitaciones más en las que se guardaban los aceites, los
vinos, los licores y el material de limpieza. Los depósitos del aceite
disponían de unas grandes vasijas depositadas en el suelo y que recogían las
gotas de aceite que caían al cerrar los grifos. Cuando estas vasijas ya con
cierta cantidad de aceite se vaciaban y el aceite se empleaba en otros
menesteres.
Una
tarde en la que había sesión de cine y los niños venían con sus trajes de
fiesta, uno de ellos, por cierto ahijado de mi madre y que vestía
implacablemente bien y que era además muy cuidadoso, quiso subirse a la
escalera portátil para ver qué había a lo alto de los depósitos.
Mi hermano Leandro, el más
travieso, le puso la escalera y muy amablemente le ayudó a subir. Luego quitó
la escalera y en su lugar puso la vasija. El inocente chico cayó de lleno en
ella. Bueno; desde los zapatos al último cabello quedó chorreando del brillante
aceite. Como era de esperar, mi madre hubo de comprarle un nuevo traje ya que
el que llevaba era de terciopelo y quedó inaprovechable. La fiesta acabó con
esta lamentable ocurrencia que a todos nos valió; pero que aún su recuerdo nos
mueve a incontenible risa.
Muchos días, al atardecer, nos
uníamos para cantar. A mi me era muy fácil, pues, además de mi entusiasmo por
la música, disponía de buena voz, lo que me valió para que los vecinos me
solicitasen para ir a cantar junto a ellos cuando salían a tomar el fresco en
las noches calurosas: Yo no me hacía rogar y acudía con franca alegría.
Cántanos “Flor roja”, otros decían: el “Ave María” de Schubert y yo accedía a
sus peticiones con toda mi alma. Creo que mi voz era la expresión de mi cariño.
A veces organizábamos serenatas y
se las dedicábamos a unos u otros según eran sus días señalados.
Vienen a mi tan profusos
recuerdos... Veo ante mi el paseo de Santa Agueda, con su gran alfombra verde
salpicada por miles y miles de florecillas blancas y amarillas que avanzaban
hasta el mar como la suntuosa cola de un traje de novia en la dulce entrega del
primer amor. Y aquel mar inmenso me arrulla en suave abrazo con ternura tanta
que yo quisiera seguir en su regazo avanzando hasta el infinito. ¡Cuántas veces
me iba yo nadando a recibir el barco que llegaba de Barcelona! Era mi saludo de
bienvenida al viejo amigo que un día me llevó en brazos de una esperanza que se
hizo realidad. Andar.
Desde entonces habían
transcurrido casi cinco años, llenos de intenso contenido. Visitas,
conversaciones, escuela, juegos, participación en veladas del Ateneo que era el
centro republicano y de izquierdas y el que más se preocupaba del desarrollo
cultural del conjunto del pueblo. En todas estas actividades la conciencia
acumulaba numerosas experiencias que contribuían a una rica y heterogénea
construcción del carácter y al enriquecimiento y solidez mental. El pueblo
crecía en ansias de progreso. Mahón, San Luis y Villacarlos, eran los pueblos
más vanguardistas de la isla de Menorca, los más luchadores los de más avanzado
ideal. Otros habían centrado sus aspiraciones en el desarrollo económico y lo
habían conseguido si bien no tan victoriosamente como Mallorca y más tarde
Ibiza.
La vida de nuestro pueblo era más
sencilla y natural. Pesca, calzado y algo de bisutería eran los campos de lucha
para subsistir. Sus aspiraciones reales eran más idealistas y su vida, por
tanto, más centrada hacia el interior.
Además del Ateneo había otro
centro que era el Casino; así como el Ateneo era el centro lúdico-cultural, el
Casino era el centro lúdico-religioso. Las actividades políticas en el primero
eran de izquierdas y en el segundo de derechas. Y con sólo estas dos
tendencias, republicanos y conservadores, habían menos conflictos.
Cuando se organizaban excursiones
o salidas en ocasiones de fiestas o días señalados lo de menos importancia era
la elección de las comidas sino la de los lugares interesantes por su belleza y
su interés histórico o artistico-cultural en lo que Menorca es excepcionalmente
rica. Sus “talayots”, “dólmenes”, “menhires”, “mesas”, etc. son mundialmente
conocidos y valorados.
Amantes de la música sus salidas
iban siempre acompañados de cantos a varias voces y de instrumentos musicales,
laúd, bandurria, guitarra, violín. Mi hermana Ceferina tocaba el laúd y
Leovigildo la guitarra.
En aquel entonces la palabra
amigo tenía un valor sagrado. Cuando se sellaba un pacto y se estrechaban las
manos firme y responsablemente, nunca se oía decir: palabra de honor si no
simple y llanamente, “palabra de amigo”. Y se podía confiar. Y yo bebí en esta
leche y comí de este pan. Y aunque la guerra, la era feanquista y cuanto hemos
sufrido desde entonces han borrado gran parte de ese encanto nupcial, yo tengo
fé en mi isla y sé que un día renacerá. Sí. Estamos dormidos; pero no muertos.
Bien. Las cosas, las
circunstancias empeoraron. La situación económica y las posibles soluciones
para suavizar los numerosos problemas civiles, sociales, laborales etc.
palidecieron. Mis padres habían ayudado al pueblo en todo momento
proporcionándoles generosamente gran parte de cuanto necesitaban, la mayoría de
las veces con absoluto desinterés y silenciando sus obras pues decían que no
debía saber la izquierda lo que hace la derecha y viceversa. Es decir: hacer el
bien por el bien mismo. Y otras con un magnánimo “ya lo pagaréis cuando
podáis”...
Mi padre había hallado un
ayuntamiento pobre, desvitalizádo, y él, dignificando la institución y con ello
las condiciones de vida de los habitantes, con clara visión de sus problemas,
dirigió sus esfuerzos en procurarles un mayor bienestar. Aceras en las calles,
agua corriente en los hogares, cosas que exigían un propósito firme y una
inteligencia bien orientada. Todo ello le valió ser reelegido durante trece
años. Pero en aquellos momentos también su mundo particular vivía precarias
condiciones y se hacía difícil e insostenible la situación.
Y entonces, casi tímidamente, se
dirigió al pueblo solicitando alguna devolución de las deudas adquiridas.
Algunas respuestas, tan inesperadas como injustas, le provocaron una crisis
cardíaca. “Ripoll, contestaron algunos; no haber sido tan confiado. Ahora no
podemos.
Y la decisión fue rápida y absoluta. Irnos,
marchar. Se escribió a los primos de mi madre en Barcelona y ellos se cuidaron
de hallarnos vivienda y así fue. Una casa recién construída en el ensanche, en
la calle Viladomat nº 173.
A partir de aquel momento todos
los sentidos se agudizaron. El mar olía con distintos matices en las diferentes
horas. Las rocas, las hierbas, las flores, las mismas paredes, los árboles
desnudos y plañideros, con sus ramas secas y vacías ofrecían cantos y colores,
vivas expresiones de melancolía. La noche era silenciosa y la mañana solemne.
Eran páginas de nuestra vida que dolorosamente se arrancaban una tras otra para
no volver.
Y llegó el día. El 23 de
diciembre de 1923. Como de costumbre en los pueblos, a muchos de sus habitantes
se les conocía más por su apodo que por su nombre en propiedad. Uno de estos
vecinos, de los que me solicitaban cantar, se apodaba “en Sobressada”. Este me
había llamado para hacerme un encargo. “Cuando llegues a Barcelona, me dijo,
verás una gran plaza en cuyo centro hay un tubo muy largo, rodeado de leones y
en cuya cúspide hay un hombre con un brazo extendido y que con un dedo señala
el mundo que él descubrió: América. Es Colón, muy amigo mío. Vas hacia él y
desde abajo le dices: Colón, recuerdos de Sobresada. Y ya está. Gracias. Este
encargo me enorgulleció, y agradecí la confianza que mi amigo me demostraba.
Llegaron las despedidas emotivas
y sinceras en sus manifestaciones de buenos deseos y signos de añoranza.
Subimos al coche que nos conducía
a Mahón para coger el barco que salía de su puerto. El barco no tardó en salir.
La primera pitada advertía la subida al vapor. A la tercera retiraban la
pasarela de acceso y empezaba ya la salida para Barcelona. En aquel momento
empezaron a encenderse luces que seguían el borde de la costa y cuya extensión
alcanzó a todo el puerto. Eran los farolitos que construíamos vaciando las
sandías, cortando ventanas a su alrededor y que poniendo velas en sus bases y
prendiendo fuego en ellas, se iluminaban muy decorativamente.
El barco avanzaba con lentitud,
majestuosamente. Poco a poco llegamos a “Es Castell” y de éste mi pueblo,
empezaron a salir barcas y más barcas todas ellas tambien iluminadas, y con los
amigos que seguían al barco con sus laúdes, bandurrias, guitarras y violines y
sus cantos y sus voces gritando:
¡Adiós! ¡Volved! ¡Os queremos!
¡Onésima! ¡Vuelve! ¡Onésima,
vuelve! ¡Vuelve! ¡Vuelve!. Y el eco unificaba las voces como un coro de
ensueño. Ya pasando por el Castillo de L a Mola empezaron a desvanecerse los
gritos, los cantos y la música se fundió en el silencio austero y sobrecogedor.
En el cielo aparecían las estrellas y la luna. Y yo me decía: ¡Sí, volveré!
Entré en el camarote: lloré y me
dormí mezclando un adiós, con otro adiós.
Serían las seis o siete de la
mañana cuando entrábamos en el puerto de Barcelona.
La primera impresión fue
profundamente deprimente. La oscura y espesa calidad del mar; sus densas capas
de mugre maloliente, con un gris opaco como las casa que se veían a lo lejos,
el verde de los árboles ausentes de lozanía, un ruido sordo que denunciaba el
desorden de un ambiente aparentemente tranquilo, pero que obstruía la paz; un
conjunto de cosas que debilitaban mi anterior esperanza, me hicieron exclamar:
“¿Esto es Barcelona?
“¿Dónde está Colón?
Me lo indicaron y allí me dirigí
mientras mis familiares esperaban un coche que nos trasladase al nuevo hogar.
Vi la estatua de Colón con su brazo extendido y me apresuré a cumplir mi
promesa exclamando:
“¡Colón, recuerdos de Sobresada!
Por un corto momento me pareció
ver el rostro de mi amigo; me sentí en mi calle, sentí mi cielo y recordé el
mar, mi mar azul, del color del cielo limpio y transparente, con la luz del sol
sembrándolo de estrellas y repetí: ¡Volveré! Y esta idea me tranquilizó.
El coche avanzaba ligero. Yo
apenas tuve tiempo de contemplar el nuevo ambiente. Las casas se parecían
aunque dispares de color, sin afinidad. Algunas, muy bonitas, inspiraban
señorío y antigüedad. Las calles llenas de gente de gente que andaba con paso
decidido; niños que se debían dirigir a
la escuela pues llevaban libros o carteras y algunos vestían uniforme. Mi padre
miró su reloj; faltaba un poco para las nueve. El coche. El coche paró frente a
una casa verdaderamente bella. Grandes puertas de hierro y cristal daban paso a
una entrada larga y amplia con suelo de mármol blanco jaspeado en gris. En el
fondo había un ascensor. Una portera nos abrió la puerta y nos ayudó a entrar
los numerosos paquetes y maletas. Los rellanos eran espaciosos con cuatro
puertas con las letras A. B. C. D. La nuestra era la B. y el recibidor tenía un
largo pasillo que recorrimos hasta el final donde había un hermoso comedor con
balcón a la calle con atractiva y extensa visibilidad. En él y en todas las
habitaciones daba el sol; por lo tanto eran verdaderamente luminosas.
Sentí que podría ser muy agradable vivir
allí pues, a partir de aquel hogar se veían muy pocas casas y, en cambio, mucha
extensión por edificar era ya pura naturaleza con mucho sembrado y alguna
pequeña casa para guardar útiles de trabajo, daba una viva impresión de
intimidad. Además, terrenos en construcción, estaban llenos de montículos de
tierra que yo ya me sentía como si, al poder subir y bajar por ellos adquiriese
una especie de alas para volar.
Y la enojosa impresión que me invadió
al llegar comenzaba a traducirse en una inusitada fuerza impulsora que me
decía: podré hacerlo. Y aquel ánimo era superior a la alegría, superior a la
felicidad. Era como si algo desconocido, pero maravilloso, prendiera fuego en
mi interior con carácter inextinguible.
Emocionante a más no poder, me encantan las historias del pasado y esta me tiene enganchada. Hacía días que no veía tu blog y me he encontrado de sopetón con dos nuevos relatos, así que me voy enseguida a leer el otro. Gracias por ponerlos. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias Merchi, ya ves que sigo poniendo capitulos. Lo hago normalmente cada viernes o sabado. Me alegra que te guste. Muchas personas me han escrito también para decirmelo. Mi madre estaría muy contenta pues le gustaba mucho tener contacto con las otras personas y siempre estaba dispuesta a ayudar a todo el mundo, si podía. Un abrazo.
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