Cuanto más retenía en el
silencio, más una extraña vivacidad se apoderaba de mí. Lo que no podía ser una
espontánea y vigorosa explosión de mi naturaleza interior, se traducía en una
intensa necesidad de movimiento. Acostumbrada a subirme a los árboles de mi
huerto, no me fue demasiado difícil subirme a los faroles, a los postes de
teléfono, a las ventanas muy altas y protegidas por fuertes hierros que
guardaban la fachada de la fábrica de tejidos. Una vez alcanzada la mayor
altura, entonces disfrutaba en soltarme de una mano y de un pie quedando el
cuerpo solamente protegido por un lado, generalmente el izquierdo. El lado
derecho quedaba ligero, libre, parecía sin peso y como dispuesto a volar.
Esta sensación era parecida a la
ternura, al cariño, a la voluntad. Era la misma voz que, en el esfuerzo, me
decía: “Lo conseguirás”.
Y lo conseguía. En los ejercicios
de danza, por ejemplo, conseguí hacer puntas, para lo que hube de luchar
intensa, desmesurada y dolorosamente. Pero con sus resultados conseguí una
elasticidad y una fuerza que otorgaban la sensación, no de correr sino de
volar. Mis saltos eran más que suficientes en altura y extensos en longitud, y
el choque con el suelo, al descender, era suave, acariciador, como si me
moviese entre nubes que, a su vez, me sostenían. Esta mi seguridad, estaba en
pleno contraste con la opinión ajena. Siempre temían que iba a caer. Cuando se
acostumbraron, la duda se transformó en algo más desagradable y que me
entristecía. Fue la frecuente burla de algunos que no consiguieron doblegar ni transformar
el amor y la gratitud que yo he conservado siempre a mis pies deformes sí; pero
que me han ayudado siempre y sostenido durante mi vida con fidelidad.
La auténtica felicidad llega a
veces a través de la transformación del dolor, difícil de conseguir; pero que
está en nuestras manos el poderla conquistar.
Generalmente y durante más
durante los primeros años de vivir en Barcelona, pasaba los veranos en “Es
Castell”, en casa de mis tíos Rafael y Anita la hermana de mi madre que era
modista: con ella se había quedado mi hermana Eulogia, pues mis tíos no habían
podido tener hijos y ella llenaba su soledad. Uno de los viajes lo hice en un
velero, el “Pons Martí”, cuyo primer maquinista era Miguel Coll, novio de mi
hermana Eulogia. Fue un viaje de enorme experiencia para todos.
Yo tenía entonces doce años. Me
habían cortado el cabello. Mis trenzas o rizos y largos tirabuzones fueron
cambiados por un peinado corto, “a lo chico”, y que daba a mi semblante una
expresión mezcla de simpatía y de travesura. Habían advertido de posible
temporal y eso hacía el viaje, aunque atractivo, peligroso y atrevido. El
barco, mucho más pequeño que el vapor y por tanto más débil e indefenso,
¿tendría fuerza, capacidad para luchar contra las dificultades?. Y la incógnita
me seducia con un encanto especial, en mayor grado cuando no me era posible
ayudarme con la imaginación. En cierto modo, era como lanzarme al vacío,
parecido a la primera vez que, desde una importante altura en una de las calas
de la isla, me lancé al agua ignorando el grado de profundidad que debería de
ascender ni cómo. Nadaba horizontalmente y no conseguía nada. ¿Y si me pongo de
pie?. Por lo menos lo que tengo de altura habrá menos de agua. Y así, haciendo
fuerza de arriba abajo, subí al exterior. Muy poco recordé de aquella primera
inmersión de lo que contenía el fondo del mar. Además no podía aguantar mucho
rato la respiración y fue dificultoso subir, pero, subí. Pasase , pues, lo que
pasase, se resolvería también. Además, éramos muchos.
Miraba a Montjich cada vez más
pequeño, perdiendo color, fundiéndose como una mancha lavada por el cielo y por
la luz del sol que se sumergía en el horizonte del lado opuesto con su siempre
bella y renovada imagen.
Poco después el cielo se
oscurecía. Densas nubes amenazaban lluvia, y el mar, embravecido, empezaba a
chocar contra el barco presagiando inminente tempestad. Las olas venían de
lejos y crecían como montañas que rugían como fieras salvajes impacientes por
devorar. A mi me instalaron encima de los sanitarios cubierta con pesadas lonas
y atada con gruesas cuerdas. El mástil mayor se rompió casi en su base cayendo
sobre uno de los marineros causándole la muerte. Otro, de mi pueblo y muy
querido de todos, se llamaba Quicus Penchu. Este cayó al agua arrastrado por
una cuerda enrollada que estaba en el suelo y en cuyo hueco tenía apoyados sus
pies. En vano se debatía contra las olas, sus gritos desesperados de ¡socorro!
¡socorro!, quedaban ahogados por el hondo y macabro susurro de aquel mar
azotado por un viento airado, felino, atronador. Yo no podía moverme atada
fuertemente como estaba y, a pesar de gritar con todo el ímpetu de mi ser
dolorido y ansioso, la voz salía apagada. Tampoco me era posible ver a mi amigo: sentía su
lucha fiera, su desesperado esfuerzo tan intenso como su imposibilidad; al fin
me oyó mi cuñado.
“Quicus, le dije. Se ahoga,
Miguel”.
Y él prontamente saltó al agua.
Momentos después aparecía una mano sangrienta en la barandilla del barco
inseguro.
Fueron acudiendo el capitán y
algún otro marinero. La situación era trágica, enormemente difícil pues, aparte
de la enorme cantidad de agua que entraba en el barco, el incesante movimiento
hundiéndose ahora la proa, ora la popa, obstaculizaba la posibilidad de agarrar
fuertemente la mano que había conseguido aferrarse al borde.
Por fin fue Quicus quien primero
apareció. Luego Miguel, ensangrentado, con las ropas hechas trizas y un rostro
jadeante y apenas podía respirar.
“Y Onésima, preguntó”
“Estoy aquí. Estoy bien, Miguel.”
Sentí un rostro mojado junto al
mío. Unos labios se apoyaban con fuerza sobre mi frente. Y lloramos los dos.
Cuando escribí a mis maestras sé
que les dije: “Nunca me había sentido tan cerca de Dios”. El Dios de las nubes
estaba en las montañas de agua, en el oscuro gris del cielo, en el grito
ensordecedor del trueno, en el ardiente fuego del relámpago y, sobre todo en el
profundo y tempestuoso lecho que albergaba al amigo marinero.
Y yo me repetía: nunca me había
sentido más cerca de Dios y sigo sin conocerle”.
Fueron tres días de lucha encarnizada.
Hubo un forzoso cambio de rumbo; viramos hacia el norte y nos refugiamos en el
Golfo de León. Una vez restablecida la calma nos dirigimos de nuevo hacia
Menorca.
Mi propósito había sido llegar el
23 o el 24. Arribamos el día 26 luego ya de San Jaime.
Desde La Mola veíamos gran
muchedumbre en Calafons y orilla bordeante del pueblo. Luego de desembarcar en
Mahón y coger el coche hasta Villacarlos supimos el por qué de tanta gente en
las calas y diferentes lugares de la costa. Habían corrido la voz de que
habíamos naufragado y, sobre todo los familiares, se habían reunido y pasado
juntos aquellas interminables horas de espera sin posibles noticias.
Es indescriptible la emoción al
vernos y abrazarnos. Mi hermana no me había reconocido, no únicamente por el
corte de mi cabello, si no además, el rostro quemado por el sol, los azotes del
viento y luego, como que había quedado sin ropa , llevaba puestos unos
pantalones de no se qué marinero, una chaqueta impermeable y unos zapatos en
los que cabían dos pies. Pero estábamos allí y todo empezaba a parecer una
horrible pesadilla.
El domingo que seguía a la fiesta
de San Jaime, se celebraban unas regatas a remo entre los dos partidos Ateneo y
Casino. Los del Ateneo me solicitaron colaboración pues uno de los remeros se
había puesto enfermo. ¿Cómo no? contesté. Pero he de practicar antes, pues en
Barcelona no puedo hacerlo. Y me pasé el sábado remando y el domingo las palmas
de mis manos estaban llenas de ampollas.
Nuestra barca se llamaba Electra
y la del Casino se denominaba Rayo. Y ganó Electra. Fue una deliciosa
compensación, un bello remate para el duro pero enriquecedor viaje.
Toda circunstancia, si la vivimos
con intensidad y serena introspección, aporta un sensible enriquecimiento a
nuestra conciencia y ésta, renovó en mi el intrincable problema dual:
muerte-Dios, Dios-muerte. Vida y muerte; dos aspectos igualmente seguros,
igualmente aceptados y los dos también
atributos de Dios. El mástil que mató al marinero, ¿por qué no me mató a
mí, por qué a mí me había respetado cuando estaba tan cerca? Y si en realidad
no hubiese muerto y se debatía en vano casi en el fondo del mar, clamando por
vivir, luchando contra fuerzas que, desde su superioridad vencían en su empeño.
¿Era ésa, me pregunto, la imperante voluntad de Dios?
Y la respuesta no era la copa de
agua que apagaba la sed. Tan sólo el amor envolvía las preguntas en una especie
de vaho tan inmensamente ténue que desaparecía dejando en su lugar la paz, esa
paz excelsa que no pregunta ni responde. Es.
El verano transcurría y en la
vivencia con mi familia se presentaban otras oportunidades de lucha y de
expansión. Mi hermana Eulogia y yo nos queríamos mucho. Por la diferencia de
edad su experiencia podía haber adquirido matices desconocidos para mí y serme de
gran ayuda. Pero estaba invadida por una serie de problemas que perturbaban su
alegría de vivir y la convertían en una amarga pesadilla. Era hermosa,
elegante, gracia y simpatía se desprendían de ella con una adorable
espontaneidad. Y, sin embargo, la limitación a que estaba sujeta por unas ideas
que yo no podía compartir, la tenían agobiada por continuos estados de
sufrimiento inferidos por sistemas ideológicos de tipo espiritual nacidos en un
esperitismo vano, inculto, mezcla de magia y brujería.
Cuando venían determinadas
personas, su estado de ánimo cambiaba bruscamente. Luchaba con violencia contra
dolores de cabeza, malestar; se erigían en su mente pensamientos tales como:
“Me están haciendo mal”, o bien, “claro, como que tienen mi fotografía, o tienen
mis tijeras...”, cosas así.
Yo le decía: “No sufras. Nada de
esto es cierto. ¿Por qué no te vas al patio y te mojas bien la cabeza con agua
fría. Mira el sol y el cielo y contempla en el jardín cómo se abre un girasol.
¿Cómo puedes estar triste cuando se abre un girasol y florecen los jazmines?
Contémplalo y verás cómo todo eso desaparece y te sientes bien y feliz. Es muy
fácil, le decía yo. ¿Por qué no lo pruebas?
Pero el resultado de mi
intervención era fatal. Dormíamos juntas. Pues bien. Cuando daban las dos o las
tres de la madrugada, bruscamente me echaba de la cama. Yo recogía mis cosas y
me iba a la habitación de mis tíos. Y allí dormía sobre la tabla de planchar
apoyada en dos sillas y protegida por un grueso cubrecama. Y yo sé que me
quería mucho; pero a veces me odiaba.
Mi tío Rafael a veces le decía:
“Si fueras cariñosa como Onésima...” Seguramente no eran estas las palabras que
más le convenían. Tampoco las contrarias la habrían satisfecho; no las hubiera
tolerado, me habría defendido, pues me amaba.
En mi casa, con mis padres, todos
colaborábamos en los quehaceres del hogar. Pero a mi hermana los tíos la
trataban como a una princesa y le consentían todos sus errores y satisfacían
sus caprichos. Indudablemente la vida de nuestro hogar era más rica y
auténtica. Eramos libres; pero ayudábamos y eso era a la vez un esfuerzo y una
felicidad, la cual mi hermana no conocía. Seguramente que dejó muchas cosas en
el olvido, pero las que acuden a mi recuerdo fieles y los pequeños detalles me
invaden aún sin querer, como si formasen parte de un ovillo del que estoy
tirando.
Las vacaciones llegaban a su fin
y empecé los preparativos para mi regreso a Barcelona. La noche anterior a mi
partida fui a despedirme del mar. Añoré a Francisca, mi fiel ayuda de cuando estábamos
allí. Ya no vivía. Me senté en las mismas rocas donde ella me acompañaba. Me
sumergí en el agua que en la oscuridad podía confundirse con un manto de seda,
tal era su suavidad. Busqué mi antiguo hogar. Sus ventanas no estaban
iluminadas y como que era una noche de luna nueva, casi no pude vislumbrarlo.
En parte me alegré, pues me liberé así del deseo de entrar, sentarme en un
rincón y no marcharme más.
“¿Cuándo volverás? Me
preguntaban”.
“No lo sé. Si no puedo antes, en
el verano próximo, y no en un velero sino en el Jaime I o en el Jaime II. En el
mejor de los dos.
Y a la mañana siguiente partí
para Barcelona. Me quedé en cubierta hasta muy tarde. Luego, entré en el
camarote y me dormí. Me levanté pronto; no quería perderme el nacimiento del
sol en el horizonte. La maravilla de color, que presagia su salida, los ricos
matices que tan generosamente ofrece y que se esparcen suaves como una
bendición hasta emerger su disco naranja de oro, con disparos verdes y azules a
veces de rojo intenso y cuyo reflejo en el mar avanzaba desde el infinito azul.
Eso lo quería saborear en la intimidad de aquella hora sagrada y en el silencio
profundo de una interna oración.
Pronto empezó a divisarse la
densa neblina que denunciaba la costa. La atmósfera era nítida, transparente, y
lejos, muy lejos se percibía la isla de Mallorca como una leve pincelada gris.
El barco avanzaba con rapidez en aquel mar en calma. Algunos delfines nos
acompañaban y yo seguía sus saltos con alegría. Sus vientres blancos como el
marfil decoraban aquel conjunto de variados azules y los destellos rojos
desprendidos del sol salpicando el mar extenso. A pesar de tan mágica entrega
inoportunas ráfagas del recuerdo de la tempestad anterior enturbiaban la
majestuosa belleza de aquella hora solemne.
Por fin se divisó la costa
catalana y rápidamente nos albergó el puerto de Barcelona. El día era luminoso
y claro; era fácil localizar la estatua de Colón y no extrañé que “Sobresada”
le llamase amigo suyo pues yo empezaba a sentir un cierto cariño hacia él,
sentía y correspondía a su saludo de bienvenida. Y es que Barcelona se había
convertido ya en mi hogar.
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