En los meses transcurridos desde
la muerte de mi padre había empeorado mi salud. Una amiga de la escuela Normal
me habló de un hombre sueco que curaba por magnetismo y que había rehabilitado
a su madre sólo con pases y agua magnetizada. Al consultárselo a mi madre,
contestó: lo probaremos.
Y se probó. Era un hombre mayor,
no de muy agradable aspecto; pero nada costaba probar.
Sentada yo y él de pie frente a
mi, iba pasando sus manos desde por encima de mi cabeza hasta las rodillas. Yo
tenía los ojos cerrados y él me preguntó:
“¿Ves algo?
“Sí,
le contesté. Cuando pasa su mano yo veo una luz
azul muy bonita y noto un olor muy especial; no es un perfume.
“Bien,
dijo. Eso es cierto. Seguiremos.” Y magnetizó agua para que la bebiera.
Y
seguimos unos días más. Una de las veces me oyó tocar el piano y quiso volver
el domingo por la tarde para repetir la audición. En un momento del descanso se
levantó y pidió permiso para volver acompañado de un amigo que le estaba
esperando.
Poco
después volvió con él. La impresión fue intensa sobre todo en mi. Era él, el
del tapiz, el que durante tanto tiempo acompañaba los latidos de mi corazón. Un
extraño nerviosismo se apoderó de mí y empecé a dar vueltas a un anillo que
llevaba (en cierto modo estaba comprometida). El anillo se me cayó al suelo.
Sólo él lo vio. Se levantó a cogerlo, yo alargué mi mano y me puso el anillo. Y
me sentí enlazada, completa. No nos volvimos a ver hasta unos meses después,
pues los dos amigos se iban a Ginebra a un congreso de Filosofía. La impresión
había sido mútua.
Durante
aquellos meses llegó alguna carta de aquel Sr. Se había erigido a sí mismo en
maestro. Por su forma de escribir me infundía miedo. Me había regalado un
libro, “Zanoni” y creo que él quiso vivir aquella novela cuya protagonista
también tocaba el piano. Nada más lejos de mi imaginación ni más desagradable para
mis sentimientos.
Mis
estudios habían ya finalizado pues los últimos cursos los había realizado dos
en uno. Pero una nueva ley anulaba las ventajas del anterior Plan Profesional
obligando a la celebración de oposiciones. Esto era sumamente injusto y nos
rebelamos contra ello. Los representantes de cada curso nos reunimos en Madrid
y acordamos no celebrar oposiciones en ningún centro español. La oposición en
un solo centro anulaba todas las demás. Nos sentíamos fuertes, pues la razón
nos amparaba, nos sostenía y aumentaba nuestro vigor y entusiasmo. Para vencer
hay que tener razones para ello y nosotros las teníamos.
Era
a principios de 1936. Desde el balcón, a las cinco de la mañana, vigilaba a ver
si alguno de los maestros subía por la calle de Urgel en dirección a la Escuela
Industrial donde había uno de los centros de exámen. Vi a algunos que se
dirigían allí y salí de casa con la idea de evitar la entrada en clase como
habíamos acordado en la reunión: me encontré con López, otro compañero
representante de curso, como yo.
“En
Bellas Artes hay otro centro. ¿Vamos allá?
Una
vez allí, vimos a unos compañeros entrar acompañados de una de las profesoras.
Si se interceptaba uno ya no podían celebrarse las oposiciones, pues quedaban
anuladas. Las preguntas llegaban desde Madrid a todos los centros en sobres
lacrados.
López
entretendría a los Mozos de Escuadra y yo entraría en la clase y haría lo que
pudiese.
Había
unos pocos sentados en los pupitres. El tribunal ya estaba formado. La
profesora sentada en el centro estaba apunto de abrir el bolso. En un decidido
arranque, como un relámpago, me hallé frente a la mesa, cogí el bolso y salí.
“¡Cogedla!,
¡Cogedla!”.
Salí
y, sí. Me cogieron. Un guardia de Asalto en cuya gorra lucía un 354 sobre la
frente, empezó a pegarme con la porra mientras yo me defendía dándole pinchazos
con las pinzas de depilar. Los fuertes golpes recibidos obligaron a llevarme al
dispensario y de allí fui conducida a jefatura. Allí dejé el bolso
comprometedor en cuyo interior se hallaron dos cartas acusando el envío de un
donativo agradeciendo los posibles favores. El sobre lacrado ya estaba roto,
fue lo segundo que había hecho.
Por
la tarde una muy buena amiga mía me acompañó al Dr. Félix Martí Ibáñez. Hizo
radiografías, el fémur derecho estaba afectado; pero no roto. Tenía un extenso
y abultado hematoma y un susto enorme pues ignoraba cuál sería la actitud del
fiscal. El Dr. Martí Ibáñez me contestó:
“Quien
puede temer es la profesora. Su actitud es notoriamente ilegal en todos los
sentidos. En cuanto al fiscal, no te preocupes. Es mi padre”.
De
nuevo se me abría el cielo de par en par. Días después estallaba la guerra
civil. El conocimiento accidental con el
Dr. Martí Ibáñez selló una amistad firme y en muchos momentos, una labor de
conjunto.
El
entró a formar parte de la Asociación de Idealistas Prácticos, institución
vanguardista formada por una sincera y auténtica colaboración de todas las
ideas políticas y religiosas. Si algo distinguía a esta organización era su
elevado humanismo, su abnegación y el espíritu de confraternidad que despertaba
la admiración de cuantos la frecuentaban. Había además un esmerado celo por la
extensión cultural. Conferencias, conciertos, concursos, exposiciones, etc. Y
un extremado esfuerzo en ayudar a los que luchaban en los frentes de batalla.
En nuestras escasas horas libres trabajábamos cosiendo o tejiendo ropas de
punto que tendrían además el calor amoroso con el que habían sido
confeccionados. Y lo realizábamos todo con verdadero entusiasmo.
Una
de las más firmes y profundas amistades que surgieron, fue la del fiel amigo
Juan Pinell, quien luego fue monje de Montserrat con el nombre de Jordi Pinell.
Su obra ha sido fiel a su gran espíritu y ha dejado muy profundas huellas tanto
en el mundo religioso como en el mundo intelectual, como poeta y como escritor.
Luchó contra todos los obstáculos con inalterable dignidad, comprensión,
sencillez y fidelidad al ideal que representaba. Siempre será un valioso y
alentador recuerdo.
En
aquel entonces yo tenía la dirección de un grupo escolar, Nova Vida, en San
Andres. El local había sido un seminario y, si bien habían bancos y sillas y
alguna mesa tuvimos que procurarnos material escolar de diversos locales,
incluso de iglesias a fin de satisfacer las más urgentes necesidades.
La
tarea fue ardua. Los primeros días yo había estado ayudando a Puig Elías en la
organización de escuelas, distribución de niños y de maestros, búsqueda y
recogida de muebles y preparación de una tesis sobre sistema pedagógico y la
que presenté valió la dirección del grupo escolar.
Enrique
había ya regresado de Ginebra. Había estudiado en la Escuela de Guerra para
obtener el titulo de alférez y fue destinado al cuartel de artillería, también
en San Andrés, cerca de Barcelona.
Una
tarde, yo había asistido a una conferencia a cargo del Dr. Martí Ibañez. Al
regresar a mi casa me dijo mi madre:
“Tienes
una visita”
No
sé por qué temí que fuera Augusto Engelke, el sueco, y no me equivoqué.
Insistía en que quería hablarme a solas, a lo que contesté:
“Mi
padre me decía que no debía de hablar ni de escuchar nunca, lo que no pudieran
oír o hablar los padres o los ángeles”. De modo que si mi madre no podía oírlo,
yo tampoco.
“Me
da miedo tu voluntad”, contestó y se fue.
Volvió
a la mañana siguiente con la intención de practicarme los pases. Yo pensaba
mientras; “conmigo no puedes” y él, como si percibiese mi estado dijo
enfurecido:
“No
queda nada en ti. Ahora, mírame a los ojos y dime que no me quieres”.
Mi
mirada expresaba mi firme intención cundo contesté:
“No.
No le quiero”.
Llamó
entonces a mi madre, y haciendo la cruz como un gitano, juró que, o sería suya
o de ningún otro hombre.
Mi
madre le hechó de casa con valerosa energía. Y ya no me dejaron salir sola. En
el C.E.N.U., como en el sindicato, tenían orden de no dar mi dirección a nadie.
En
el cuartel llegó una orden para partir al frente, no inmediatamente, pero
debían de estar preparados. Enrique no quería ir y pensé en el modo en que yo
podría tal vez ayudarle. De momento le nombré maestro de mi grupo para hacerse
cargo de los subnormales que ya eran suficientes en número y precisaban de una
educación especial. Con mi nombramiento, fui al C.E.N.U. y el documento fue
sellado y avalado. Siguieron a continuación la Generalidad, Ayuntamiento,
Diputación y con estos requisitos me fui a Valencia donde estaba el Gobierno.
Me entrevisté con el ministro de Cultura y obtuve su apoyo. Luego fui al
Ministerio de Defensa, cuyo Ministro, luego de ver los documentos presentados
bien avalados, me preguntó:
“¿Y
yo qué puedo hacer?”.
“Extender
una orden de retención del Alférez, etc. para que pueda atender las clases de
subnormales en mi Grupo Escolar. Que la guerra no se gana sólo en la
vanguardia. Otro alférez es fácil de encontrar. El puesto de esta especialidad
es difícil de conseguir. Es necesario, señor Ministro; tengo muchos
refugiados y necesitados de esta ayuda.
En su colaboración hallará la recompensa.
Y
firmó el papel.
Regresé
a Barcelona. Fui al cuartel. El largo pasillo que conducía al despacho del
General, fue recorrido por mí como si yo fuera uno de los Mosqueteros. Tal
sensación de victoria me invadía. Y Enrique quedó en Barcelona.
El
estado civil en guerra se hallaba en uno de los momentos más críticos y crudos.
La ofensiva de Aragón alcanzaba niveles de lucha de los más encarnizados desde
que empezó y todos los esfuerzos de cooperación eran necesarios y precisos. No
así la afluencia de mujeres en la línea de combate. Esta determinación fue una
de las más erróneas e imprudentes que se podían realizar, y los resultados
fueron fatalmente los naturales. Bifurcaron un objetivo que debería de haber
sido el único. En fin, huelgan los comentarios.
Muchas
vidas se hallaban en peligro. Organizamos una salida hacia Pina y Osera que
eran los pueblos más amenazados. En camiones cubiertos totalmente por gruesas
lonas, salimos con el ánimo enaltecido por poderosos sentimientos de
incondicional entrega a recoger el mayor número posible de niños para
apartarlos del peligro que los amenazaba. A menudo, tuvimos que bajar de los coches
pues los “cazas” y la “pava” vigilaban las carreteras y disparaban contra
cualquier movimiento sospechoso o no. Nos esperaba Durruti intranquilo y, al
vernos, acudió a abrazarnos sensiblemente emocionado. Los niños le aclamaban,
creían en él, y él, entre risas y lágrimas les decía: “¿Veis como no os hemos
engañado?. Bien. Ahora subid. No lloréis, no cantéis ni gritéis. Sentáos
juntos, apretaditos y no temáis. Vosotros vais a Barcelona. Los otros irán a
Lérida. ¡Hasta luego!. Todo irá bien. ¡Salud!”
Nos
despedimos con un “¡Hasta siempre!” y emprendimos el camino de regreso. El
retorno no fue tan alterado. Pero la impresión de haber estado tan cerca de la
línea de fuego, de haber visto la luz, terroríficamente roja, el humo y las
llamaradas, los disparos continuados y los dolorosos gritos que resonaban en
nuestros oídos, nos preguntábamos:
“¿Nos
volveremos a ver?”. Y no. No nos vimos ya más. Le mataron.
Una
vez en Barcelona los albergamos en el Hotel Ritz, y allí empezaron los lloros y
los gritos. “¡Papá, mamá! ¿dónde está mi hermano? etc. No hubo tiempo de
clasificar y dividimos familias, sin querer. Poco a poco comprendieron,
aceptaron; y un vaso de leche caliente, el calorcito del lecho y la misma
colaboración por parte de los mayorcitos, todo condujo a un sueño del que
despertaron con la misma sorpresa y pregunta: ¿dónde estamos?
Baño,
desayuno, visita al hotel con sus jardines, sus salones, su enorme cocina; y
les entusiasmaban los grifos brillantes y las empuñaduras de las puertas. Luego
dimos un paseo por la ciudad y cuando se cruzaban con algún uniforme lanzaban
un “¡Viva Durruti! ¡Abajo el fascismo!”, verdaderamente estremecedor.
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