Cuando llevábamos un tiempo trabajando para la
revista Tina, los editores vinieron a Barcelona para conocer a todos los
dibujantes que trabajábamos para ellos a través de Creaciones Editoriales. La
primera editora que vino, anteriormente, solo nos conoció a Paco, Purita y a mí.
Un año después dejó aquel puesto y entonces empezó un nuevo editor, Ernst
Winkler, una extraordinaria persona también, con quién sigo manteniendo una
buena amistad. Con el vino su esposa, su ayudante con su marido, y a este le
pusimos el “mote” de “el Gamba”, pues siempre comía este plato y se ponía
colorado como si fuese de la misma familia.
Vinieron, también, los dibujantes que no eran
de Barcelona, como Jesús Redondo y su mujer, a los que conocí en aquella
ocasión.
El primer día fuimos a comer a “Can Cortés”, un
restaurante en pleno bosque en la ladera del Tibidabo, y fue allí donde conocí
a Jesús y Ana, su mujer con quién simpatizamos enseguida.
Hacía poco tiempo que, la que había sido mi
novia durante años, me había dejado para casarse con otro: era de Burgos y, en
aquellos momentos, las gentes de aquella provincia me parecían unos malvados
(he de aclarar que he tenido muchos amigos de Burgos a quién quiero y aprecio.
Aquello fue algo momentáneo y ya veréis porqué lo explico ahora)
Aparte de los nacidos en Burgos, teníamos aún
muy presente el recuerdo de la dictadura, y yo no podía ver ni en pintura a la
gente de derechas de entonces, ni a los militares que habían ganado la Guerra
Incivil. Naturalmente toda mi familia y yo pertenecíamos al bando de los
perdedores.
Nos sentamos en unas mesas frente a unas
impresionantes vistas del bosque y el “Vallés”, con la montaña de Montserrat al
fondo: un lugar precioso y espectacular.
Sentados a mi lado estaban Jesús Redondo y Ana,
con quien, como he dicho, simpatizamos desde el primer momento.
Cuando ya íbamos por postre, y habíamos hablado
sin parar de nuestro trabajo, sus hijas y toda la vida en general, a mí se me
fue la lengua y dejé ir la perorata de todas mis fobias y antipatías.
A los militares,
les dije, solo lea haría andar unos metros Mediterráneo adentro, el tiempo
suficiente para que se ahogaran y no quedara ni uno. En cuanto a la gente de
Burgos les condenaría a cocer en las calderas del Infierno…, y en este preciso
instante de mi tremebunda explicación, una lucecita se encendió en mi cerebro,
como una alarma, y me dije: “Ondia, les acabas de conocer, déjame que aclare
algo…”y les pregunté inocentemente: “vosotros no tendréis alguna relación con
Burgos, ni algún conocido militar, ¿verdad?”
Y entonces Ana, la mujer de Redondo, me
contesto con una sonrisa que jamás olvidaré: “¡Yo soy de Burgos y mi padre es
coronel…!”
Me quedé más helado que el crocante que
estábamos comiendo, rojo de vergüenza y buscando una salida de emergencia por
donde escapar, antes de que acabaran conmigo.
Pero la verdad es que no se tomaron mal nada de
lo que, desgraciadamente dije: les hizo gracia y fue el principio de una larga
y sincera amistad. Después de esto, siempre que volvimos a reunirnos,
recordábamos lo sucedido mientras se lo contábamos a alguien, como hago yo
ahora.
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