Ya
habíamos preparado el viaje de regreso a Barcelona. Leovigildo se ocupó de
procurarnos un camión que iba allí y nos acomodamos en él como pudimos; lo
importante era regresar al hogar. Pero un fuerte choque con un camión de
la CAMPSA nos hizo regresar a Gerona e
ingresar en el Hospital. Mi madre con dos costillas rotas, mi tía con conmoción
cerebral, mi hermana Ceferina con un brazo fracturado, dos cuñadas con pequeñas
heridas y Sinesia, Edmond y yo ilesos. Sinesia y yo trabajamos en el Hospital a fin de colaborar a nuestra
estancia allí. Como que los cuidados no eran los convenientes decidí irme a
Barcelona y regresar en un taxi a fin de llevar a los enfermos a casa. De dos
duros de plata que tenía di uno a una
familia para que cuidasen de mi hijo y yo me fui a Barcelona con la natural
preocupación.
Al
llegar a nuestro hogar estaban las tropas de Franco repartiendo pan y mi
hermana Eulogia, en la calle, recogiendo uno de manos de un guardia de Asalto.
Presa de una intensa indignación le di a mi hermana una fuerte bofetada, le
tiré el pan al suelo y, cuando levanté el rostro, en el gorro del guardia había
el funesto 354 del día de las oposiciones.
“¡Vaya!,
-le dije- Nos volvemos a encontrar. Ya se lo dije. ¿Se acuerda?
“Si.”
Y no me pegó y podía haberlo hecho.
Mi
hermana no sabía qué decirme. Tengo hijos...
“Lo
comprendo, Eulogia. Pero hay pan de maíz. Además ellos han entrado con la cruz
y la espada. ¡No! ¡No! y ¡No!
Subimos.
Le expliqué algo de lo sucedido y salimos en busca de un taxi. Se necesitaba
una autorización que yo no tenía y, como siempre, apareció la solución. Un
señor que estaba en la cola se me acercó y me dijo:
“Vd.
Tiene taxi y no tiene autorización. Yo tengo autorización y no tengo taxi.
¿Vamos juntos?
“Vamos
y gracias”.
“Y
yo a usted”.
Y
nos fuimos. Fue muy amable. Naturalmente no era republicano; pero eso no
importa. Tampoco yo era franquista. Y el viaje fue una recuperación de
confianza en otra humanidad sin fronteras, en otra humanidad que un día no
reconocería a la propiedad como un derecho personal, sino simple y llanamente
un derecho humano. Me acompañó hasta el Hospital. Recogimos a nuestra madre,
hermanas y cuñadas y a mi tía, a quien equivocadamente habían puesto ya en el
deposito, y luego fuimos a recoger a Edmond. La alegría al abrazarnos me hizo
comprender algo más la actitud de mi hermana Eulogia, aún no aceptando el pan
en aquellas condiciones.
Otra
vez en casa, supimos que Miguel, su esposo, y mi hermano Juan estaban en
Francia en campos de concentración. Aún no sabíamos nada de Enrique aun que era
de suponer que también él estaba en el mismo u otro campo.
Los
días que siguieron fueron bastante ricos en problemas a resolver. A los
maestros y funcionarios públicos se nos había vetado el derecho al trabajo. En
lo primero que tuve compensación económica fue lavando a mano un abrigo de un
farmacéutico, y repasándolo también, a cambio de la leche para mi hijo. Esto
fue un espacio de tranquilidad. Me procuré utensilios para hacer malla y me
puse a hacer guantes de distintas formas y tamaños, pues estaban de moda, y
también empecé a pintar y a vender, eso muy de vez en cuando. La madre de
Enrique pasaba las tardes en casa. Su otro hijo, Armando, que era el padrino de
Edmond (padrino nominal pues no estaba bautizado) estaba prisionero, primero en
el Castillo de la Mola, y luego trasladado a Palma de Mallorca a fin de que no
tuviera las oportunidades de defensa que tendría en Menorca. Tenía sinceros
deseos de conocernos, como nosotros a él. Pero no nos acompañó la suerte. Fue
fusilado a los diecinueve años. Por cierto que Edmond no le conocía como yo
tampoco. Una madrugada, a las cinco horas, mirando Edmond asustado la pared
frente a su cama, gritó: “¡Es padrí!” (el padrino) no hubo más. Por la tarde,
al venir la madre, se lo conté. Y ella, sacando una fotografía de su bolso en
la que estaba Armando con otros compañeros, y, enseñándosela a Edmond, le
preguntó: “A ver si sabes quién es y dónde está el padrino”. El niño recorría
el grupo con su dedito y paró señalando efectivamente a Armando. Quedamos
asombrados. El asombro fue mucho mayor cuando poco después llegaba un telegrama
dirigido a la madre con estas palabras: “A las cinco y diez de esta mañana su
hijo Armando Fernández Orfila, ha sido pasado por las armas”.
Cuanto
siguió a esta cruda noticia es fácil de imaginar. Dolor, desamparo, sentimiento
de injusticia, hasta incredulidad. Cualquier intento de consuelo era vano,
inútil, casi inadecuado. No hallábamos forma alguna de suavizar el amargo
contenido de la noticia. Decidió irse a Mallorca. Hizo desenterrar a su hijo
para verle, para besarle, para estar con él un momento más. ¡Qué cantidad de
fuerza y de amor se precisan para ello! ¡Qué intenso dolor la indujo y qué
enorme vacío en aquella vida que acababa de perder gran parte de su propia
necesidad de vivir!.
Se
entregó más a nosotros y también nosotros a ella. Alguna vez les dijo a mi
madre y hermanos que me quería a mi más
que a su hijo. Lo comprendí y lo agradecí. Armando, sí era muy sensible y
cariñoso. La quería, la mimaba y la respetaba. Yo lo haría también; pero, yo no
era su hija. ¿Podría manifestarme como tal? Lo intentaría.
Al
salir Enrique del campo de concentración, al sur de Francia, entró en el de Lérida.
Entonces, en aquellos momentos, la policía hacía informes en las diversas
escaleras para averiguar si había graduados del ejército no “depurados” o
escondidos. Y una vecina, sin idea del perjuicio que podía causar, informó
sobre Enrique asegurando que era teniente. Fueron tan sinceras que se lo
contaron a su confesor quien les aconsejó que hablasen conmigo y me confiasen
la verdad. Esto motivó que, junto con mi hermana María fuésemos a visitar al
dueño del Laboratorio en que mi hermana había trabajado. Explicando el caso
detalladamente, luego de escucharme me preguntó:
“¿Tu
marido tiene las manos manchadas de sangre? ¿ha robado?”
“Ni
una cosa ni otra. Estudió en la Escuela de Guerra y ahora era teniente. Ni ha
pertenecido nunca a ningún partido político”.
“¿Y
ahora tu que esperas? Que baje un ángel del cielo y te haga un aval para que tu
marido salga del campo de concentración, ¿no?
“Pues
si, dije yo”.
Y
me dio una tarjeta con una buena recomendación y me dijo:
“Ve
con ella a la Guardia Civil y ya te dirán lo que has de hacer”.
Más
que agradecidas nos personamos en la Guardia Civil. Me atendieron muy bien y
con una carta dirigida al jefe del campo de concentración de Lérida me fui allí
a la mañana siguiente. Entregada la carta a las once de la mañana y a las siete
de la tarde estaba en libertad.
Llegamos
a casa. Como que un detalle inesperado por lo incomprensible, cortó gran parte
de la natural satisfacción, ésta cuenta poco en este momento pues no tenía alas
para volar. Edmond empezaba a andar. Enrique, sentado en la mesa, no cesaba de
narrar los acontecimientos anteriores. Yo le decía: “Mira Enrique, mira como
anda nuestro hijo. Aún no lo has visto”. Pero no; no hubo manera. Al acostarnos
mi madre tuvo la idea de quedarse con el niño a fin de que tuviéramos más
comodidad y libertad. No se aceptó bien. No quiero opinar. Hay momentos en que
hay razones dispares pero, existen razones y hay que saber esperar. El día
sigue a la noche y el sol disipa las tinieblas. Cósmicamente el día y la noche
tienen razón. Y a mí la vida, las circunstancias y lo sufrido no en vano, me
habían enseñado a esperar. No condicionalmente, sino sencilla y llanamente,
esperar. Eso es un estado de paz.
Unos
recuerdos atraen a los otros y en una autobiografía creo que es muy fácil el olvido
de cosas muy importantes y cuyo recuerdo es nítido, claro, se evidencia cuando
ya ha pasado tiempo de su real actualidad. Pasó poco después de haber nacido Edmond.
El vino del frente. El niño tenía quince días y aún no habíamos salido a la
calle. El niño nació en casa de mi madre. Enrique quiso ir a nuestra casa, en
la calle del Olivo. Ibamos por la Gran Vía, por el paseo. Encontramos a una
amiga, compañera del colegio.
“¡Oh!
¡Que hermoso es el niño! ¿Me lo dejas?
Creo
que a todas las madres nos ha ocurrido. Lo dejamos felices; pero con miedo a
que llore, a que les caiga; pero no pasa nada y menos con Edmond que no lloraba
nunca ni se extrañaba con nadie. Por lo tanto nos despedimos con franca
cordialidad y muy satisfechos. Llegamos a casa. Le acosté en su Moisés , que yo
había adornado y parecía un trozo de cielo, y entré en la cocina a preparar la
cena; berengenas rebozadas y huevos fritos.
Un
llanto desesperado de mi hijo me asustó y entré en la habitación. El niño
estaba en el suelo. Su padre de pie, junto a él con el rostro lívido, pálido,
muy pálido su color y una expresión incalificable. Cogí al niño, y tenía los
dedos marcados en su delicado rostro, con fuertes edemas. Le besé, dejó de
llorar. Y miré a mi esposo interrogante y confusa.
“Le
he pegado a él para que tú sepas que no lo has de dejar a nadie”. Fue su
contestación.
De
nuevo algo incomprensible, inverosímil, altamente cruel. ¿Qué pasó por mí? El
silencio que acompañaría muchos de los momentos de mi vida fue mi única externa
manifestación. Dentro, muy profundamente escondida en mi interior, había
crecido una lucha titánica. ¿Con qué? ¿contra qué? ¿por qué?
La
actitud defensiva que sostuve durante los meses crudos de la checa y de la
cárcel ante una increíble amenaza creció con fuerza superior. Era increíble por
ella misma, increíble por el origen de la cual partía, sin motivo ni razón;
increíble por ser horrenda y desentrañada. Y me sentí espada y cruz. Espada
para defender. Cruz para soportar. Y eso, eso tan sencillo y tan elocuente,
marcó mi vida.
A
la mañana siguiente salía de nuevo para el frente. Le acompañé hasta el coche.
Al despedirme le dije: “esta vez no te añoraré como hasta ahora. Hay una mancha
en el amor sin mácula. Y esta mancha sí que será imborrable”.
Y
la mancha fue y ha sido, imborrable; pero tan imborrable como mi amor. Una
sonrisa bastaba para recuperar esperanzas. “Cambiará”, “eso pasará”. Y los
acontecimientos no me daban la razón; y yo volvía a esperar aunque con menos
fuerza. Y ese vaivén se mantuvo durante doce años, de modo desconcertante.
La
condición de espera llegó a alcanzar límites insospechados. Toda cualidad
sometida a continuado ejercicio sufre un proceso de desarrollo. Y las
consecuencias a veces insospechadas, sorprenden por su balsámica y
reconfortante calidad. Mi padre nos daba un consejo muy lleno de sencilla
sabiduría. “Ante cualquier duda, ante cualquier opción o decisión, ante
cualquier posibilidad que pueda ofrecer un aspecto negativo, no corráis. Contad
hasta ciento. Es muy sano esperar”. Y tenía razón.
A
través de mi hermano Leovigildo surgió un trabajo en un taller de fabricación
de tacones para zapatos. Pero Enrique no cuajó en él. Mi otro hermano, Leandro,
no tenía trabajo y pensaron en que si económicamente pudieran montarían una
pequeña fabrica de alumbre de roca, material que se empleaba para curtir la
piel. La madre de Enrique pasaba una temporada en Menorca y, al saberlo, vendió
una barca y con lo cobrado se organizó la fabricación. José Morey Labandera ,
naviero y primo de mi madre, en aquellos momentos se dedicaba al desguace de
dos barcos, el Uruguay y el Montevideo, y cedió el local a Enrique y a Leandro
para que se instalasen en él. El local disponía de una vivienda derruida por
los bombardeos y que nos sirvió de hogar, mientras duró el trabajo, la vivienda
carecía de las más precisas necesidades. No había ni agua ni luz, techo y
paredes eran de uralita y no había ni cocina ni aseos. Una escalera que parecía
de rústico barro, al cabo de dos semanas de duro e intenso trabajo de limpieza,
resultó ser de precioso mármol blanco, y los escasos muebles que pudimos
colocar, una vez todo limpio y aseado, daban un cierto aire de nobleza al
tétrico lugar. Trasladamos el piano allí y el ambiente se llenó de sonidos que
convertían el crepúsculo en radiante alborear.
La
fabricación del alumbre de roca exigía unos lavaderos muy largos y profundos.
Había que llenarlos de agua; ellos la mezclaban con los materiales, precisos
para la producción del alumbre y este salía en forma de grandes estalactitas
maravillosas. Ibamos a buscar el agua a una fuente de la plaza de Medinaceli.
Yo llevaba una garrafa en cada mano y hacía muchos viajes durante la tarde.
Pero lo hacía tan gustosa que incluso cantaba hasta con alegría.
Empecé
con una fiebre que no cedía. El médico supuso que me venía de la boca y habló
con un dentista amigo suyo, el Dr. Canalda, y le aconsejó que lo extrajese todo
para solucionarlo con más rapidez y seguridad. El dentista se negaba pues decía
que las piezas estaban fuertes y no veía la necesidad; pero el otro insistía y
me dejaron solo unas muelas para mantener mejor la prótesis que entonces no me
podía poner por carecer de medios.
El
Dr. Canalda me encontró trabajo en una galería de Arte, las Galerías Pallarés ,
en la calle Consejo de Ciento, entre Rambla de Cataluña y Paseo de Gracia.
Quedé tan agradecida que tomé el trabajo como si fuera mío. A los tres meses de
prueba me nombraron encargada. Allí conocí a pintores y escultores de verdadera
categoría; Llop, Doria; Clavé, Santasusagna, Sorolla, y escultores como Borrell
Nicolau, Otero, Clará. Estos dos últimos me querían de modelo. Sólo Otero
vestida con una túnica larga, cómoda y expresiva lo consiguió. Mis manos, ahora
deformes por la enfermedad, les sirvieron de modelo también. Yo posaba con absoluta
entrega y colaboración y lo que es más, profundamente agradecida.
En
los conciertos el público vibraba, vibrábamos juntos y algunos comentaban que
al salir yo al escenario no sabían si iba a tocar el piano o si seria la danza
mi medio de expresión, pues decían que, al pisar el suelo, daba la impresión de
no tocarlo si no la de cruzar el espacio hasta llegar al piano y volcar en él
todo el caudal de vida mantenida, guardada en el silencio y que se desbordaba
cuando había una equilibrada oportunidad. Otras quedarán de nuevo en el
silencio profundo, por respeto al amor, a los que amo y por respeto a mi misma
como agente de una vida a la que quiero y debo tratar con imperativa dignidad.
Seguiré con mi autobiografía a pesar del silencio que en algunos momentos
velará con celo la ruda revelación. La vida conduce paso a paso los
acontecimientos y éstos, tarde o temprano dan claridad a los puntos oscuros y a
veces convierten en fértiles, épocas de aparente infecundidad.
Soc nét i biògraf de l'escultor Joan Borrell i Nicolau. He llegit aquest capítol de La vida de mi madre i he vist que el meu avi escultor hi surt citat. Entre altres coses que faig, mantinc i documento un web www.borrellnicolau.cat sobre la seva vida i obra. M'interessaria saber si disposeu de més dades sobre el meu avi.
ResponderEliminarCordialment,
Enric Morera i Borrell
info@borrellnicolau.cat
Amic Enric: Ho sento pero no tinc cap informació que pugui donarte sobre el teu avi. La mare va morir fa tres mesos i, si ella el va coneixer, imagino que va ser a l'epoca que va treballar a las Galoerias Pallares. despres mai he sentit que tornesisn a tenir cap contacte.
ResponderEliminarEn qualsevol altre cosa que pugui ajudarte ho faré encantat.
A l'epoca que la mare va coneixer al teu avi era molt jove. Amb els anys va arribar a ser una molt bona pintora.
Una abraçada