Madrid
tenía para mi un encanto especial, y es que respiraba arte por todas partes. Yo
me he encontrado en Madrid en que, con el álbum de música bajo el brazo, tener
una idea musical de esas que roban por entero tu ser y tienes que colocar en el
teclado o en la escritura. Tenía cerca una casa con amplia entrada y unos pocos
eslabones conduciendo al ascensor. Me senté en el último de ellos, saqué el
bolígrafo y me puse a anotar, como es costumbre, primero la melodía. Descendió
un señor con unos niños que iban al colegio. Naturalmente hablaban fuerte y algo
más. El padre, supuse, les mandó callar y les dijo: “Chist, que esta señora
está escribiendo música. No estorbéis”. ¡Que delicadeza! Agradecí yo: Y me
quedé sorprendida. Y, como en otras ocasiones, me sentí en mi hogar.
A
poco de haber llegado, ya tenía varias ofertas para actuar: la casa de Galicia,
la de Cataluña, la de Asturias y la de Aragón, el Ateneo. Al terminar una de
las actuaciones, al llegar al Hotel Gran Vía, hallé un aviso de Radio Nacional.
Me llamarían a partir de las dos. Puntualmente llamaron y me solicitaron que me
presentase a las once de la mañana. Fui recibida por el director de
programación. “Anoche –me dijo- tuvimos el placer de escucharla en su recital
en la casa de Asturias. Y queríamos proponerle aceptar nuestra invitación para
actuar en el plazo que a Vd. le sea conveniente. Si acepta, recibirá la copia
de la intervíu correspondiente para que dé su conformidad o su modificación.
Mi
sorpresa y reconocimiento fueron merecidos. De ahí me salió un contrato para un
concierto, en el Cairo. Llamé por teléfono a Pedro y a Edmond. La alegría de mi
hijo era contagiosa de tan abierta y sincera. Pero Pedro contestó en un tono
lastimero, “Y; ¿te irías sola?: que en la misma cabina telefónica rompí el
contrato. Eso, pensé, se repetiría cada vez y yo no podría actuar libremente,
pues me conozco.
Otras
circunstancias acentuaron también una decisión que ha presidido más de cuarenta
años de mi vida.
El
neuro-cirujano fue el Dr. Obrador Alcalde. Me acompañó a la clínica el doctor
Palomo Salas. Durante cinco días consecutivos se me practicaron radiografías,
análisis, pruebas eléctricas, etc. al quinto día, luego de comprobar cuanto ya
sabíamos añadió, indignado pero sin elegancia ni tacto alguno:
“Vaya
Vd. a Barcelona –me dijo- y que los sinverguenzas catalanes le quiten lo que le han puesto”. Y
al igual que el neurólogo Sales Vazquez, añadió; “No tendrá usted salud
mientras viva”.
Y
tampoco se equivocó.
El
Dr. Palomo le replicó: “Yo he acompañado a la enferma para que estas palabras
me las dijera. a mi”.
“Ella
es la enferma y debe de saberlo”.
Y
yo, al darle la mano al despedirnos, no pude evitar el decirle: “Lo que acaba
de decirme me lo habían dicho ya en Barcelona. Y más aún. Todos me ayudaban si
quería hacer causa criminal al que me lo había administrado. Yo siempre me he
negado. ¿Quería Vd. perjudicarme al decirme lo que me ha dicho? Entonces ni yo
puedo vengarme ni Vd. puede borrarlo.
Y
una vez contestado así me quedé más tranquila. Nunca más he hablado con él ni
he oído comentario alguno sobre su persona.
Una
inesperada visita en el Hotel vino a establecer una nueva inquietud y
decepción. Un matrimonio, el hindú y ella canadiense, venían a verme de parte
de los amigos de Madrid para enseñarme una carta que les había entregado un
español en Adyar, para un amigo de Barcelona que yo si conocía. En la carta le
preguntaba por su esposa y sus hijos; pero ni por asomo había una palabra de
recuerdo o de saludo para la esposa o el hijo del firmante, que era Enrique, mi
marido. Lloré creo que copiosamente, y ya más tranquila, salí a saludarles. Al
no saber yo el inglés la conversación fue con la dueña del Hotel. Hasta el
final no supieron o entendieron que yo precisamente era la esposa del español
del cual estaban hablando. Luego se desvivieron en disculpas y yo comprendí por
qué los amigos los habían dirigido a mí. Así me enteraba yo por mi misma. Y lo
que supe me dió fuerza para decidir. Y así regresé a Barcelona.
En
Madrid me habían preparado un homenaje y no pude marchar en el mismo día. Fue
un acto lleno de cariño, de franca amistad que siempre recordaré; pero acusaba
el nuevo golpe.
En
Barcelona iría a ver al Gobernador, Sr. Correa. Esta era mi primera decisión.
Según el resultado, sería la ruptura formal con mi pasado.
Se
rompen, se desmenuzan, se reducen a la mínima expresión todas las secuencias;
se adormece el dolor, se curan las heridas, se sume la apariencia en el olvido,
quedan los escollos reducidos a una tabla rasa, sin brotes, sin raíces; árida
tierra, inerte, inmutable no respira ni palpita. Pero no la toquéis, no la
remováis; dejadla en paz. Pues adentro, confundida con el fondo, está la
semilla, invisible, incorpórea.... pero viva.
¡Que
grandeza, qué muda elocuencia, qué invisible y potente energía la del Amor!
Ella es permanente, lo único modificable es la materia, el terreno, la tierra
donde fue sembrada. Mientras, el amor sobrevive, aguanta y sostiene.
Cuando
llegué a Barcelona, en aquellos años la entrada por la estación de Francia era
deprimente. De tal manera me impresionó que me hubiera querido marchar.
Incomprensible, ¿no? pero fue así.
Ya
en casa con mi hijo y Pedro reaccioné como era debido. No me habían podido
escuchar, por avería del aparto. Se lo conté y participamos juntos.
A
la mañana siguiente fui a ver al Gobernador. Le expliqué la situación. Escuchó
con atención y preguntó:
“¿Le
escribe a menudo? ¿Le manda dinero?”
“No
–contesté- Ni una cosa ni otra”
“Su
marido, consciente o inconscientemente, la induce a la inmoralidad. Vaya Vd. al
Colegio de Abogados. Yo mismo llamaré ahora por teléfono. Entretanto tome Vd.
(y me dio una tarjeta de presentación) Tendrá la patria y potestad sobre su
hijo. Luego la separación legal. Si cualquier otra ayuda necesita de mi quedo a
su disposición. Téngame al corriente”
Yo
me fui alada, respirando con abandono, con aire suficiente para mantener el
paso rápido. La distancia se acortaba y casi sin darme cuenta, entre en el
Colegio de Abogados. El Sr. Correa había ya llamado y me estaban esperando.
Todo se deslizó con suavidad y la máxima rapidez. Hubo que esperar a que
Enrique respondiese al requerimiento judicial. Pero no lo hizo y el problema se
solucionó por sí mismo.
Antes
de una definitiva solución fui a consultar a la Sra. Pániker. Conocía a Enrique
pues su esposo tenía una industria de productos químicos en Madrás y Enrique
trabajaba con él. Me aconsejó que me casase por la Iglesia Católica (como
pensaba yo). Añadió que, si mi matrimonio hubiese sido canónico, él no me
hubiera podido abandonar. Para mi el verdadero abandono ocurre cuando muere el
amor.
La boda se celebró a las siete de la mañana
del día 24 de Diciembre del mismo año. Asistieron a ella mi hijo, el hermano de
Pedro y dos íntimos amigos, José Bertrán y Camilo, quienes fueron los testigos.
Bertrán quería que lo celebrásemos con un almuerzo; pero Pedro no había dicho
nada en su trabajo y tenía que estar en él a las ocho. Nos tomamos un café con
leche, me acompañó hasta la puerta y se fue. Yo subí al hogar vacío. No, no
lloré. Tan solo hubo un silencio más. La comprensión no es una solución; pero
sí una gran ayuda y una excelente amiga; acompaña, fortalece y hace las cosas
menos duras. Tuve que admitir que era un día cualquiera. ¿Por qué obsesionarme
en creerlo diferente? No había por qué. Y me entretuve en las cosas del hogar.
Edmond y Pedro trabajaban. Al volver me hallarían contenta. ¿Qué otra cosa
podía hacer? El día y la noche transcurrieron bajo el mismo signo y a la mañana
despertó una nueva aceptación.
Los
recuerdos se confunden. No acierto a establecer una continuidad cronológica y hay
inserciones que, a lo mejor abren surcos discontinuos al ser unidos por
deducción, no por realidad. Hay silencios largos, unos por olvido, otros por
voluntad de no decir más de lo indispensable. Es mi autobiografía. No quiero
amargarla ni puedo endulzarla, sin menoscabo de su veracidad. Seguiré, pues
hilvanando mis recuerdos. Serían de gran utilidad mis diarios que a veces
intenté escribir, pero que no conservo. Un día lo quemé todo junto con otros
recuerdos que no debí de conservar. Y la verdad es que no lo siento. ¿A quien
iban a interesar? Además, hay mucho vivido, aunque a partir de ahora habrá
reducción de experiencias de una parte por la evolución de la enfermedad que me
ha inducido a una vida más cerrada, más marcada por una intensa intimidad y a que
esta misma intimidad se ha visto cercada por un nuevo sistema de vida con menos
intensidad u oportunidad de expansión.
Uno
de ellos ha sido lo referente a la educación de mi hijo, ante lo cual he
guardado hasta ahora un voluntario silencio. Incluso ahora, en que creo que no
puedo callar tantos años de duras vivencias sin faltar a la verdad,
descubrirla, dejarla al desnudo, incluso ahora, me parece una profanación.
No
es fácil educar a un hijo cuando hay que luchar a la vez contra un ambiente de
malos tratos injustamente realizados. No es que tengan nunca justificación
cuando hay tantas soluciones que son incluso de beneficio común, como son el
amor, el cariño, el respeto, la comprensión, el deseo de ayudar y sobre todo el
ejemplo a ofrecer.
Nunca
vi a su padre jugar con él. Nunca le llevó de paseo ni le cuidó si estaba
enfermo. Si alguna vez le daba una medicina era sujetándole la nariz,
haciéndole daño sin necesidad ya que el niño era dócil y que le quería a pesar
de tenerle miedo. Si el niño jugaba sentado en el suelo y él quería pasar,
pudiendo hacerlo correctamente, lo hacía dándole una patada. No quiero entrar
en los abundantes hechos que acompañaron los años de unión. Pero uno, no de los
más duros; pero sí demostrativo de una posición difícil de sostener, voy a
exponer. En un momento en que Edmond estaba enfermo y carecíamos de dinero para
el médico y medicinas, fuimos a vender una Historia del Arte de seis tomos que
yo había comprado, al estudiar, y la vendimos en una librería de ocasión de la
calle de Muntaner. Una vez cobrado el importe convenido, se entretuvo mirando
las estanterías y cuando descubrió un libro de Galvanoplastia, lo adquirió
pagando por él la misma cantidad recién cobrada, regresando sin libro y sin
dinero; pero con su deseo satisfecho. Yo quedé dolida, indignada. Pero también
yo temía sus reacciones que siempre eran contra nuestro hijo, como lo fueron a
los quince días de nacer. Era la forma más directa, dañina y maligna de dañarme
a mi. Cuando le azotaba sus palabras llenas de odio llegaban a mí. “Eso, -le
decía- eso se lo debes a tu madre”. A veces pienso que es posible que estas
palabras repetidas una y otra vez, marcasen huellas profundas en la mente y tal
vez también en el corazón de mi amado hijo. Era pequeño y creció entre mi envoltura
de amor y un temor mezcla de resentimiento, sin rumbo determinado. Tenía solo
doce años cuando su padre nos dejó.
Dos
años después salíamos para Londres donde surgió, como ya he explicado antes, el
desenlace final.
Al
regresar a Barcelona, el sueño del país lejano, lleno de leyendas atractivas y
de fantásticas ilusiones, se había desvanecido. Yo acusaba la dura decisión. Mi
hijo, la frustración de un deseo comprensible, en parte. Entró a formar parte
de un centro de boy-scouts. Excursiones, amistades, nuevos horizontes.
Y
prematuramente empezó unas relaciones amorosas con una compañera del mismo
centro, una deliciosa criatura que, a pesar de amar a mi hijo con todo su ser,
de ser correspondida por él y llegar a ser para nosotros como una hija más, las
relaciones entre ellos por diversos motivos se enfriaron y los dos iniciaron
nuevos caminos, nuevas experiencias y siguen solteros. Ella había acompañado
momentos muy importantes de mi vida y aunque la relación es nula yo sé que el
mutuo cariño subsiste fiel. Entretanto mi hijo había hecho el servicio militar
voluntario para poder estar en Barcelona y, a su regreso, entró a trabajar como
dibujante en Editorial Bruguera. Allí conoció otro amor que después de largos
años, acabó en un triste desengaño.
Pinté
un cuadro al que titulé “Camino hacia Cristo”, y lo llevé a fotografiar. Al ir
a recoger las fotografías, el fotógrafo me felicitó y me hizo varias preguntas
sobre su significado. Y ante mis respuestas solicitó venir a visitarme a fin de
hablar con más extensión de un tema que le interesó con avidez de continuidad.
Su visita comportó el ofrecimiento a un gran pintor amigo suyo, José Campillo,
de cuyo conocimiento estaremos todos siempre agradecidos. Fue, además de un
gran y verdadero artista, un amigo inmejorable y también maestro, pues a él le
debo la lección más eficaz de pintura que he recibido. Pocos pintores unen a su
arte la facultad de transmitirlo, y él fue un verdadero pedagogo. Se dió cuenta
de la dificultad mía en traducir con éxito las zonas oscuras.
“La
oscuridad, -me dijo- está llena de color. Fíjate bien, observa con atención y
verás la intensa gama de colorido que contiene la parte oscura. Entorna un poco
los ojos y lo apreciarás mejor”.
Y
organizamos un bodegón. La base de la
mesa era de cristal y los reflejos de los distintos objetos en él, ofrecían
dificultades que, antes de la lección, me hubieran sido difíciles de resolver.
Pero cuando le llamé para que viera el cuadro terminado, contento y
sorprendido, me felicitó.
“Bien,
-dijo- lo has comprendido. Hay tanto color como en la luz. De verdad, te
felicito.
¿Habéis
estado en las nubes? Pues así me sentí yo. Me habían puesto alas y me sentí
ligera como un pájaro azul.
Nos
visitábamos a menudo y fue amigo y maestro de mi hijo. En su casa tuve ocasión
de conocer a su ayudante, Mercedes Fabregat, a quien estaba pintando mientras
ella dibujaba. Admiré la pintura y sentí gran simpatía por la modelo, cuya
mirada y sonrisa expresaban con una gran bondad una no menor capacidad de amar.
Había una revelada admiración por su maestro y una indudable adoración. Nuestro
amigo – pensé yo – ya no está sólo.
Y
cuando poco tiempo después vino Campillo a visitarnos y nos dijo:
“Amigos.
Vengo a daros, a confiaros un secreto que no podéis imaginar”.
“Te
casas con Mercedes, ¿no?” dije yo. Y lo acerté.
“Pero,
- dijo él - ¿cómo es posible, si no lo sabía ni yo? Lo hemos decidido hace
poco. Bueno, ¿qué os parece?”
“Nos
sentimos muy felices de que así sea y os deseamos lo mejor. ¿Cuándo?”
Y
sí. Fue una alegría para todos. El había enviudado hacía un tiempo y la
compañía y la profunda comprensión que iba a compartir con Mercedes nos
garantizaba la felicidad para ambos. La familia había aumentado.
Nunca
olvidaré cuando, a consecuencia de la inyección de lipiodol sobrevino la
meningitis y la parálisis que durante ocho meses me retuvo en cama, no hallando
respuesta con el tratamiento alopático, el doctor Berjano optó por un
tratamiento natural, Mercedes venía todos los días a ponerme compresas de agua
muy caliente a toda la espalda. Mejoré lo suficiente para levantarme y seguir,
algún tiempo después, el tratamiento de corrientes galvánicas con el Dr.
Subirana.
Dos
años después de mi matrimonio con Pedro se casaron Campillo y Mercedes y la
amistad se estrechó mucho más entre nosotros. Amantes de la música venían a
menudo y gozábamos juntos de verdaderas expansiones musicales. A veces venía
sólo Mercedes y se sentaba junto a mí y escuchaba con tan íntegra atención que
yo improvisaba con una riqueza de ideas en las qué la armonía entre el juego de
la sensibilidad y de la fuerza se manifestaban de forma arrolladora. Y es que
interpretar ante alguien que participe, que sienta, que coopere uniendo el
propio ser a su más delicado sentimiento es el mejor nido donde nacer y crecer
la inspiración.
En
la misma época un primo de mi marido, director del Museo Arqueológico de
Badalona, vió mis cuadros y me propuso una exposición por la que tuve que
pintar gran número de cuadros, más de cincuenta, en unas circunstancias penosas
ya que no podía sostener ni la paleta, pues aún me estaba recuperando de la
meningitis. A fin de tener una opinión ajena y de cierta responsabilidad me
atreví a llamar al critico periodista Del Arco que había entrevistado a mi
amiga Rukmini Devi, para que me diera su opinión sobre mi pintura. Le costó
aceptar mi petición pero vino, a regañadientes, pero lo hizo. Subió a disgusto
las escaleras y entró.
Vió
el piano. Con visible desagrado preguntó:
“¿Quién
toca esto?”
“Yo”,
contesté.
“Para
mi es como si se tocase madera. No me gusta. – dijo- Digo lo que
Napoleón,...... Bueno, enséñeme sus cuadros”.
Le
enseñé algunos, entre ellos el retrato que había hecho a mi madre.
“Este
es muy triste. Lo otro no ofrece novedad. Todo esto ya está hecho. Más le vale
colgar los cuadros frente a la pared y olvídese de los pinceles. Usted no hará
nada”.
“Sr.
Del Arco, - dije yo – ¿Me permite que le llame dentro de un año y le pida que
vuelva? Yo seguiré pintando. ¿Qué opina, acepta? ¿vendrá?.
“Llame.
Veremos”.
Pasó
el año. Le llamé y vino y me dijo:
“Bien;
pero (refiriéndose a una figura que se observa a la izquierda del cuadro) esta
figura fantasmagórica que se ve aquí, ¿qué representa?.
“Esta,
- contesté muy decidida – esto es usted Sr. Del Arco. Sus palabras hubieran
podido hundirme, ¿no? Y surgió esto. Le agradezco que haya venido. Yo sólo
quería enseñarle esto y no le pido su opinión. Gracias”.
Y
nos despedimos. Creo que dijo algo. Para mi su mejor respuesta eran los ochenta
y dos escalones que tuvo que subir para venir a mi casa. Y se lo agradecí.
Considero
a la anécdota digna de ser incluida. Ambos fuimos sinceros.
Lo
que disfrutamos luego con los amigos al revivirlo...
Seguimos
participando todas nuestras cosas; esperanzas, luchas, esfuerzos, proyectos,
ilusiones, enfermedades, hasta que la muerte llamó a nuestro amigo Campillo
cuando empezaba a vivir su arte con libertad. El mundo juzgará su extensa obra
en la que la naturaleza queda no tan sólo representada si no comprendida y
enaltecida con plena dignidad.
El
consejo de mi amigo ante dicho cuadro fue:
“Este
es tu camino, Onésima. Síguelo”.
Las
circunstancias no colaboraron y durante unos años el arte tuvo que quedar
postergado ante la necesidad de atender a otras actividades y de solucionar
otros problemas que no me permitían centrar mi atención en la pintura. En la
época de silencios no se pierde nada. Al contrario; al coger de nuevo los
pinceles y renovar la atención, se comprueba que se ha ido avanzando y que los
pinceles cobran vida y responden fielmente a los dictados del corazón.
Pasé
temporadas de reclusión entre paredes sin horizonte; con horas de soledad
contando imágenes adquiridas de la observación continua y limitada de la pared
y que surgían de las irregularidades de la pintura o del papel, y tales
imágenes a fuerza de ser observadas y estudiadas, llegaban a hacerse
familiares, incluso algunas de ellas fueron tema para algún cuadro. Así que mi
naturaleza creativa tenía órganos a su alcance para su desarrollo. El hallazgo
me llenaba de satisfacción y me ayudaba y daba a reconocer que la vida está en
todo y cuanto nos rodea y nos ofrece ocasiones de manifestar su presencia. Y
vivir en un interno silencio, con la conciencia aplicada a lo “por conocer”,
sin meta de adquisición de conocimientos, sin esperanza de hallar lo desconocido
si no tan sólo, la más absoluta entrega, el más sincero abandono es descubrir
una cantera de insospechadas riquezas, de insondables bellezas de generosa y
sublime compensación. Nada se altera en este silencio. Al contrario, todo
coordina sujeta y dinamiza una suprema revelación. Revelación que es parte
integrante de nuestro ser y que es, por tanto, inexplicable e intransferible.
Los
años vividos en el piso de Viladomat encierran recuerdos de toda índole.
Algunos muy dolorosos, otros exuberantes en interioridades que me han
fortalecido.. Luego de mi regreso de mi viaje a Londres – que nadie esperaba –
la situación cambió con ímpetu inaudito. El ídolo había caído; el pedestal se
había derrumbado y, cuando quedaban unos pocos les invité a marchar. Y quedé sola
y desnuda, pero firme y mirando al cielo cara a cara. Y seguí. Otros vinieron y
de ellos quedan con auténtica fidelidad, sin dar ni pedir concesiones inútiles
y egoístas ni deformar o conformar los ideales al impulso personal. Si algo
falla, si algún error o equivoco se manifiesta, ellos saben que son los únicos
llamados a corregir y la lección será acomodada a sus intrínsecas necesidades,
aumentando así su capacidad de discernir y que, en el futuro, cada uno ha de
labrar su propio camino. Eso no excluye en absoluto el trabajo de conjunto, la
precisa cooperación, la unión con un todo cada vez más espacioso y con un
horizonte más libre de limitación.
La
mente parece ser una fuerza elástica en la que cada esfuerzo de cooperación
instila nuevas energías y con ellas aumenta la capacidad de resistencia. Y la
vida obedece a esta resistencia ofreciendo otras oportunidades de confrontación
hasta llegar al nivel de la Paz.
Una
de las siguientes pruebas fue ya una vez traspasado el piso y de haber pasado
un cierto periodo de reposo en Premiá de Mar, periodo cuyo recuerdo es menos
angustioso y que estuvo repleto de escenas ventajosamente interesantes,
placenteras en su mayoría por la riqueza de las amistosas influencias con que
nos enriquecían con su presencia. Amigos como Carlos y Nuria, Aurora, Julia y
Libre que venían desde Madrid y el “pare Jordi” que venía de Montserrat y
llenaba el hogar y nuestros corazónes con su bondad y sano humor. Nuria y
Carlos pasaban unos días de vacaciones durante los primeros años de matrimonio;
Aurora en otras fechas, también Julia y Libre, quince días todos los veranos.
El “pare Jordi” cuando podía; pero era en verano, durante las vacaciones, antes
de salir de nuevo para Roma. Yo pintaba flores para él y le grababa cintas que
él guardaba con cariño y respeto. Esculpí
sus bustos a Libre y a Julia e hice el retrato a Aurora. Y componía e
improvisaba pues la compañía compartía mi música y daba vida a mi inspiración.
Conversaciones con Julia alcanzaban horas verdaderamente exhaustivas; pero
llegábamos a las cinco de la madrugada viendo lucir las estrellas y esconderse
tras la alborada sin extrañeza. “¿Ya son las cinco? ¿Y si nos acostásemos? Y,
asombradas nos disponíamos a dormir una, dos, alguna vez tres horas; más no.
pero eran días de ensueño. Luego, en su ausencia, la casa se sumía en un vacío
intenso. Las paredes, silenciosas, conservaban el calor de su presencia. Poco a
poco lo desvanecían y todo volvía a ser como antes. El recuerdo vivía una
temporada más; pero también se esfumaba, se alejaba como una leve niebla y un
ángel anunciaba: “luego volverán”. Y esperábamos. Cuando volvían, habían flores
en la puerta y unas palabras: “BIENVENIDOS AL HOGAR”. Una pequeña tarjeta de
bienvenida en cada almohada y un jazmín sobre cada cuchillo cuyo simbolismo
nunca tuve que aclarar. Volvíamos a estar juntos y había transcurrido un año
más. Tampoco ellos han muerto. Sólo no están.
También
vive en nosotros el “pare Jordi”. Solo que no está, y aún no parece cierto. Han
sido años de mútua ayuda, de amistad incomparablemente fiel y compartida. Vive
en aquel su último y supremo ¡adiós! al que no pude contestar. Teníamos una
absoluta fé el uno en el otro. Cuando su larga enfermedad recrudecía lo primero
que hacía era: “Avisad a Onésima”. Tenía fe en mi plegaria como yo en sus
ruegos. Era la mano fuerte y amorosa tendida entre el cielo y la tierra.
Habíamos vivido momentos muy crudos, compartidos siempre con natural confianza.
Un año, en un 24 de junio, vino inesperadamente a Premiá acompañado de un
familiar. Venían a comunicarnos el fallecimiento de su muy buena madre, querida
de todos. Lo sentí muy sinceramente. Al despedirnos, fui a la terraza, escogí
unos bellos geranios y se los ofrecí para su madre.
Al
llegar a su casa, abrió el ataúd, colocó mis flores entre sus manos y fue
enterrada con ellas. Elocuente y tierno detalle que no olvidaré jamás.
Nos
escribíamos con frecuencia; participó de nuestros problemas, y los de mi hijo a
quien ayudó cuanto le fue posible. Nos amaba a todos y nosotros a él y a sus
familiares con quienes nos une una auténtica estimación. A pesar de la absoluta
confianza que nos unía, jamás le expliqué mis sufrimientos que él intuía; pero
que tampoco comentaba. No era preciso. Pinté también su retrato que está en el
Monasterio de Montserrat.
Volvimos
a vivir en Barcelona. Cambiamos el piso de Premiá de Mar por un
atractivo apartamento en San Pol de Mar a fin de estar más cerca del mar y
poder nadar todos los días como me habían recomendado. En uno de los
apartamentos vivía y vive en verano un traumatólogo que estaba de director en
el Hospital de Calella. Como que los dolores y empeoramiento de ciertos
movimientos había progresado, fuimos a visitarle. Ya en su primera visita fue
elocuente y sincero. No ocultó la gravedad del caso y ordenó un scánner de
columna que diagnosticó los hemangiomas, aplastamiento de algunas vértebras y
la enfermedad de Paget. Empecé el tratamiento con inyecciones de Calcitonina,
producto reciente indicado para la enfermedad de Paget y la osteoporosis.
Mejoró el dolor y andaba con más seguridad. En la natación no mejoré gran cosa;
pero pasé el verano mejor y parte del invierno. A pesar de ello tuve que
suspender el tratamiento a motivo de las infecciones renales y que el esófago
ofreció también más dificultades y, una vez en Barcelona, el Dr. López habló
con el Dr. Soler Jorro. Este me hizo nuevas radiografías, diagnosticó la
estenosis esofágica intrinseca, y no por reflejo, y aconsejó una dilatación.
Nos explicó las posibles ventajas del experimento y aceptamos.
En
el día y hora convenidos Pedro no pudo acompañarme a motivo de unos vértigos y
dolor lumbar, y me acompañó mi hijo. No pudieron anestesiarme. Quedó
sorprendido de mi capacidad de aguante y nos dijo que ya el doctor López le
había advertido de lo estoica que era.
Me
hizo dos dilataciones, una con un tubo más fino y otra con un tubo bastante más
grueso. El dolor era insoportable. El tubo entraba y salía dando la impresión
de destrozar por donde pasaba, sobre todo en la región laringo-faringea. Al
terminar nos dijo: “Ni de rodillas, ni que me lo pidieran, le haría más. Me
habían dicho que era estoica; pero nunca supuse que hasta este extremo”.
Recomendó
hielo, ya de inmediato; pero los dolores se mantuvieron muchos días y quedó tan
resentida la región que ni podía tragar ni apenas hablar. Luego me di cuenta de
que no podía cantar. Habían quedado dañadas las cuerdas vocales y ya no podría
volver a hacerlo. Me entristeció; pero comprendí y, si no había ya remedio, de
nada servía enturbiar mi ánimo. Me ayudó mucho el pensar que ya lo había hecho
y con buena voz. Peor que eso fue comprobar que la dilatación, con todas sus
secuelas, no había servido más que para empeorar la situación. Y amontoné una
experiencia más.
El
doctor Fairen fue destinado a Martorell y entonces fuimos al Dr. Vallvé
Queraltó. Ante el resultado de las radiografías quedó asombrado al ver el mal
estado de mis huesos. Aparte me recomendaba al Dr. Ferrán Rico, neurocirujano
de toda su confianza para que diagnosticase el aspecto neurológico que él creía
muy afectado. Por suerte la visita a Pedro creo que fue muy acertada. La visita
al Dr. Ferrán supuso un scánner y una resonancia magnética. Ante su resultado
dijo: “No me gusta cuando he de hablar a un enfermo y no puedo darle noticias
favorables. En medicina no se puede hacer nada. Si esperamos, no sería
conveniente operar. Ahora es un momento en el qué podríamos atrevernos. Si no
viene una parálisis o algo peor. Pienselo, pase las Navidades y el día 10 de
enero nos da la respuesta. Haremos cuanto podamos por usted”.
Excuso
decir cómo se sucedieron los días. Pero por encima de todo estaba muy
agradecida, en primer lugar por haberme dicho la verdad, y luego por la
delicada forma de expresarla y por la sinceridad con que sentía al tener que pronunciarlas.
Al despedirnos le dije: “Dr. Ferran. Le quedo muy agradecida. Lo que yo puedo
ofrecerle es mi arte. ¿Le agradarían unas flores o su retrato?” Se iluminó su
rostro al decir:
“El
retrato. Mis familiares lo tienen. Yo no”.
Y
yo sentí también un gozo interno. Era mi mejor oferta y la más halagueña
aceptación.
Los
días siguieron en intensa lucha. ¿Qué hacer? La parálisis aún no ha llegado. Si
me opero y no va bien, ya está. Y el día 10 llegó con una firme decisión.
Al
reunirnos con los dos médicos, el Dr. Ferrán y el Dr. Vallvé les dije:
“Dr.
Vallvé, Dr. Ferrán. Ya lo he pensado y no me opero”. Y los dos me felicitaron.
Y
establecimos fecha para empezar el retrato. No había todavía la suficiente
confianza para decirle al Dr. Ferrán según qué. Ni le conocía lo suficiente
para saber si su peinado era o no el de costumbre. Pero el peinado no era el
suyo, y le cambiaba la expresión. Lo fatal es que me di cuenta cuando el
retrato estaba ya muy adelantado y fue al ir un día de visita y verle con su
pelo natural rizado, peinado hacía atrás. Como que venía a casa casi todos los
días a clase de dibujo y pintura, nació una muy buena amistad. Retoqué el
cuadro porque había unos toques amarillos que no nos gustaban. Pero sigo con el
deseo de renovarlo a fin de que el parecido sea exacto. Se lo diré. Después de
mi decisión hubieron nuevas radiografías y resonancias, unas solicitadas por el
Dr. Vallvé y otras por el Dr. Ferrán.
El
Dr. Ferrán tenía ya facilidad tanto para el dibujo como en la visión del color
que iba adquiriendo mayor y mejor sensibilidad. Pero las sesiones de pintura se
sucedieron pero con alternativas de reposo debido al trabajo y a que algo en la
vida del doctor no era como antes. Yo tenía entonces una hermana mayor enferma
con serios problemas no tan solo de salud si no también de ambiente familiar.
Su carácter también contribuía y no significaba para ella su apoyo y su
consuelo. Me llamaba siempre incluso durante la clase y yo la atendía para no
defraudarla y darle un nuevo motivo de sentirse en soledad. Llegué a temer que
eso influyera en frenar el interés por la clase en sí. Tal vez no fue este el
motivo si no el poco tiempo de que disponía u otros problemas. El caso es que
en su mejor momento se suspendieron. Lo que aprendió vive en él y le servirá.
Las
frecuentes infecciones renales que sufría, movieron al Dr. Ferran a
recomendarme la visita a un nefrólogo a lo que yo contesté: “Conozco a uno, el
Dr. Rotellar”.
“Es
el mejor, - me contestó – pues vaya usted y que la reconozca”.
Y
naturalmente fui. No sé si me reconoció; pero como que yo había hecho el
retrato de su esposa, entonces si llegó el recuerdo. Y me dijo que el retrato
ya no lo tenía pues se lo había llevado su ex esposa al marchar. Le obsequié
con un cuadro con una sola rosa perdida en un fondo muy especial. Se que le
gustó y lo tiene en la clínica. Su comportamiento ha sido siempre de ejemplar
dedicación al enfermo y sin egoísmo alguno. Desde aquel momento estoy en sus
manos y tanto él como el Dr. Hernández cuidan de mi como lo harían con un
familiar.
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