P I N C E L A D A S
Desde
aquel infantil pero sublime, “Enrique ama a su mamá” que fue fiel presagio del
futuro y gran amor de mi vida, ésta se transformó en una total dedicación.
Nuestros
felices e inocentes momentos, tenían el encanto de las primicias, de los
grandes descubrimientos. Darnos la mano al despedirnos, era una experiencia
casi sagrada. Me dolía lavarme al llegar a mi casa pues era como destruir las
huellas de un contacto que no podía ni debía de ser profanado.
Viéndonos
diariamente como hacíamos, realizando juntos el viaje a San Andrés en tranvía a
la ida, y a la vuelta a pie para estar más tiempo en mutua compañía, la
declaración de nuestro amor fue por escrito. El escribió y me entregó. Yo
contesté y le di. Cuando nos volvimos a encontrar sabíamos el uno del otro
nuestros mutuos sentimientos y los guardábamos en un silencio incorruptible.
Si
pudiera, mi autobiografía acabaría aquí, cuando aún los almendros estaban en
flor y todo resplandecía. Viví después momentos de alentadora esperanza, de una
natural disposición a la confianza, de un sin esfuerzo alguno, saber esperar.
¿Se había construido esta condición durante mi infancia? Supongo que si; que es
una de las maravillas que las nubes dejaron en mi y que son ecos de un más
allá. Y es que hay profundidades de la inocencia que demuestran la belleza de
la vida espiritual y denotan la incomparable fuerza que desenvuelven.
Una
vez distribuidos los niños en las diferentes clases y situados los maestros en
sus correspondientes aulas, empezamos a orientar la labor escolar. Esta tenía
numerosas dificultades pues el alumnado era muy heterogéneo en edades, origen y
formación, costumbres y grado de cultura. Había un número ya algo significativo
de niños retrasados con más o menos deficiencia mental, que exigían especial
atención y, a pesar de que no estaba permitido que el director actuase de
maestro con tal número de alumnos y de maestros a su cargo, yo me encargué de
ellos, pues me había preparado en este sentido y me atraía en extremo tal
dedicación.
Generalmente
hacía con ellos la clase al aire libre ya en la escuela ya en la montaña, que
teníamos muy cerca. Aprendían a contar con piedras, hojas de árboles,
contemplando y comparando sus diversos matices, valorando sus diversidades y
conociendo paulatinamente sus ricos contenidos. Valoré ante ellos la gran
importancia, la activa influencia del sol, y una tarde, a uno de los hermanos
Cañuelas que vivían en el mismo San Andrés, le hallé de rodillas en la clase,
andando así y parándose en los espacios en los que daba el sol.
“¿Qué
haces ahí?” , pregunté.
“Amiga,
(me llamaban amiga) busco el sol y quiero cogerlo y no puedo”.
A
menudo, como en esta ocasión, la clase era improvisada. El niño, sin saberlo,
me había dado el tema. Así que aproveché para explicarles lo más sencillo y
práctico que pude, los estados de la materia y la ley de gravedad.
En
días consecutivos seguimos insistiendo hasta conseguir una positiva
asimilación. Y cuando ésta llegaba, era admirable la intensa satisfacción
experimentada en ellos y la íntegra comunicación establecida entre ellos y yo,
y ellos y su mundo circundante. Explicaban lo aprendido con la alegría de
estrenar zapatos nuevos. Y el amor entre nosotros crecía y establecía una
rigurosa y serena dignidad, sin formas ni dependencias. La enseñanza era libre
como el aire que respirábamos y en esa misma libertad nacía y se desarrollaban
el respeto y la obediencia.
Las
obras deberían de juzgarse, no por los propósitos sino por los resultados
obtenidos. Y éstos forman el nuevo impulso que sigue o que corrige y en uno y
otro ensayo, avanza la humanidad en consciente o no observada; pero sí presente
colaboración. Entre los niños y yo había un maestro, que no era yo, sino la
relación entre ambos.
El
haberme quemado mi escuela privada y destruido, por tanto, mi viejo piano, me
trajo la agradable sorpresa de obsequiarme con otro piano con una magnífica
sonoridad y de muy superior calidad. Lo encontré al llegar a mi casa. Lo habían
traído por la mañana, felicitándome por mi labor en la escuela. El envío venía
de parte del C.E.N.U., especialmente de la Sª Corma, madre de dos niños,
verdaderos prodigios que ya en su más tierna edad habían dado conciertos en el
Palacio Real. Mi satisfacción es fácil de suponer.
Mi
maestro, el gran concertista de piano y excelente compositor, pasaba por una
precaria situación. En una de las reuniones con los compañeros del Grupo Escolar,
propuse el ceder una parte de nuestro sueldo y ponerlo a disposición de Julio
Pons, a fin de tenerle como profesor de música en nuestra escuela. Fue una
magnífica solución que, aparte de serlo en la difícil situación del maestro,
enriquecía y dignificaba el valor cultural de la escuela. Se formó un coro, un
grupo de rítmica y danza y los niños tuvieron otro motivo para ampliar su
formación.
De
las clases de rítmica surgió un problema que sembró en todos la inquietud. La
clase tenía lugar a partir de las cinco de la tarde. Las niñas hablaban entre
ellas en un tono algo misterioso que llamó mi atención y le pedí información.
Tenían
miedo, pues en varias ocasiones habían visto a un hombre con barbas que huía
hacia arriba y no le veían ya.
Como
que algunos nos quedábamos a comer en la escuela, organizamos la búsqueda
intensiva y apuradamente. La escalera conducía a una habitación en la que había
una chimenea. Un banco de piedra adosado a la pared, servía de asiento. En uno
de mis movimientos al hablar, de la pared que estaba a mi espalda se derrumbó
un trozo como de unos cincuenta centímetros. De allí partían unos dos o tres
escalones y se podía entrar, aunque difícilmente. El maestro Joaquin Serra me
ayudó a mi que era la más delgada, a pasar y subir. Penetré en una buhardilla.
En su parte más alta cabía yo de pie; luego, se estrechaba. En el suelo había
restos de fuego, una olla con caldo y trozos de carne y papeles manchados de
sangre, seguramente de la carne ya utilizada. Con gran esfuerzo entró Serra también
y llegó hasta el final casi arrastrándose. Halló una escalera que comunicaba
con el campanario y que descendía hasta el jardín con salida a una calle
lateral.
Decidimos
avisar a la policía. Así que me fui a Barcelona, expliqué lo sucedido en
Jefatura y regresé en un coche de policía. Nos mantuvieron a todos en la sala
de actos mientras ellos realizaban el registro. Hallaron restos de una emisora
clandestina. Entre unas paredes secretas, multitud de vestiduras de clérigo.
Supusieron que algún cura se ocultaba allí; pero no le hallaron.
Los
periódicos publicaban noticias bajo el título de: “El fantasma del Grupo
Escolar Nova Vida”. La asistencia de los alumnos disminuyó pues tenían miedo, y
a mi, un hombre desconocido y con tono amenazador me preguntaba: “¿dónde está
el cura?”.
Fui
protegida por las milicias de San Andrés a la salida de mi casa y entrada y
salida de la escuela. Del cura no supimos nada más y el ambiente poco a poco
fue normalizándose.
También
mis relaciones con Enrique se estrechaban y nos sentíamos muy unidos.
Fui
presentada a su madre. Hubo algo por parte de su hijo que me fue muy difícil de
comprender, y más aún de aceptar. La madre fue muy sincera conmigo. Habían
vivido en Palma de Mallorca y había una chica allí con quien ella había sellado
ya sus esperanzas. Yo era pues, para ella, una sorpresa y no muy bien aceptada.
Lo comprendí y no le di importancia. Tenía fe en que mi cariño sería un punto
de conciliación.
Pero
hubo algo que me sorprendió muy desagradablemente. El hijo la encerró en una
habitación en la que ella había entrado y, a pesar de su insistencia en salir,
él la mantenía encerrada y no la abría. Pasaba riendo pasillo arriba y abajo.
“Ábrele
la puerta”, insistí yo.
Pero
él no cedía y tardó muchísimo en hacerlo. Yo sufría y estaba en muy violenta
situación.
Cuando,
al fin, pudo salir, nos preparó algo de merienda; pero en un momento que
aprovechó, me dijo:
“No
es lo que parece. Es un sepulcro blanqueado”.
A
él no le dije nada más; sólo que no se comportase así con su madre pues la
hacía sufrir y que incluso, a mí me había dolido profundamente.
“Es
una broma”, contestó.
Me
llevó al parque de la Ciudadela. Atardecía y el sol, en su despedida, llenaba
el ambiente con aquella luz tan llena de ensoñadoras promesas. En el cielo asomaban
las primeras estrellas.
“¿Ves
aquella, la qué más brilla? Es Sirio”.
Y
llegó el primer beso.
Y
cayó un velo sobre aquella tarde que, inesperadamente, abría una incógnita
sobre un futuro incierto.
La
sirena de alarma amenazando posible bombardeo, la gente despavorida buscando
refugio donde protegerse, y nosotros, ingenuamente enamorados, sorteando
nuestros destinos.
No
os caséis todavía. Esperad a que acabe
la guerra, nos decían.
Pero
para nosotros, precisamente ella aceleraba nuestra unión.
Y,
a principios de verano nos casamos. ¿Fue una boda? ¿un contrato? ¿una locura?.
Ambas cosas a la vez, al unísono.
Escribir
una autobiografía a los ochenta y tres años y porque me la han pedido
precisamente los médicos que me acompañan, cosa que agradezco y me enorgullece,
supone que muchas cosas no podrán conservar la nítida transparencia de cuando
las viví, pues forzosamente encierran el tamiz de amontonadas experiencias. La
soltura con que he transcrito mi infancia y mi adolescencia, soltura a la vez
llena de una feliz renovación del recuerdo, ahora queda matizada por una
especie de gravedad, de una cierta involuntaria tendencia al juicio que trato
de no traslucir; pero que acude con fuerza y energía propias.
Y,
sin enjuiciar, ni siquiera opinar... hay un respeto, un gran respeto al amor
que nos unió. Y este respeto impone silencio. Hay modos y formas de amar. Los
hay incapaces de sostener circunstancias difíciles, y se desparraman, se
desmenuzan y desmoronan y caen en el vacío. Otros aguantan, resisten, se robustecen
y aunque la vida o la voluntad abra surcos insuperables, el amor se sostiene en
la orilla y mantiene limpia el agua que cursa por el río. Esta es mi forma de
amar. Compartir el temporal sin convertirme en él. Ahí está la lucha y ahí esta
la elección. Seguiré escribiendo mi
autobiografía. Si ha de tener un nombre éste será el de PINCELADAS, ya que así
será o trataré de que así sea. Un contenido de satinados matices que permitan
adivinar un fondo de profundas a veces duras o inaccesibles, otras diáfanas y
de ternura especial.
La
noche de bodas es una fecha que debiera de marcar una línea de belleza, de
confianza que significase un centro de apoyo en el que reposar las posibles
deficiencias que puede presentar el futuro. Hoy día es un problema pasado de
moda. ¿Hay noches de boda?. Quizás todo se reduce a un: desde hoy viviremos
juntos. Pero no. Yo no hablo de la actualidad. En la mía y en su época, quizás
debido también a una deficiente educación por una parte y por otra a una
educación errónea fortalecida por un carácter muy especial, no hubo una semilla
de confianza ni la belleza del pensamiento que a mí me envolvía en ternuras no
confirmadas, en esperanzas no convertidas en realidad. La gran ilusión de
“despertaremos juntos” quedó reducida, maltratada. Desperté en una butaca,
junto al balcón, con preguntas no contestadas como cuando indagaba el por
qué del día y de la noche y el por qué
de la Vida y de la Muerte. ¿Dónde estaba la unidad? La unidad que me explicaría
el por qué de este continuado vaivén entre tinieblas y luz, entre mentira y
verdad, entre deseo y amor. ¿Dónde estaba la Verdad?.
Y
concluía siempre así: en la aceptación. Ella conduce a la paz. Y la paz es
superior a la felicidad. La contiene sin estar contenida. La paz es libre
mientras la felicidad está condicionada. Y di gracias, pues tenía paz y en ella
hallaría toda la fuerza en el futuro.
Al
día siguiente a la noche primera, yo había cambiado. Le preguntaba a mi esposo:
“¿Se me nota que estoy casada?”.
Era
tal la certeza que tenía de mi cambio, que creía que el mundo lo iba a notar.
¿Qué pasaba en mí? Mi estado de increíble inocencia, no acertaba a determinar
la razón exacta de mi transmutación; pero sí tenía conciencia de que algo muy
profundo y en cierto modo cruel, había desvelado ante mi un mundo de
insospechadas realidades y carecía de información para conocer y comparar. Esa
información –me dije- la daré yo a quien pase por mi vida y carezca de ella. Y
lo cumplí cuando tuve la ocasión.
Mis
hermanas casadas me miraban y cambiaban sonrisas maliciosas. Yo guardé silencio
para no revelar un resentimiento que vibraba en mi interior con un sentido
recto de la justicia, sí. Había crecido en una noche que, increíblemente, no
tenía aún siendo importante, la capacidad de modificar mi amor. Sólo que marcó
una línea diferencial. De una parte había un claro triunfo de la esperanza y de
otra una indestructible capacidad de amar... pero, ... a pesar de.
Que
¿qué pasó la noche de bodas? ¿por qué ha influido en mi de forma tan
trascendental? Por el contenido que en modo tan inesperado como increíble vino
a conturbar las diáfanas, inocentes y hasta tal vez ridículas ilusiones
confeccionadas días y noches anteriores ante la alucinante interrogativa; ¿cómo
será? ¿qué va a pasar?
Yo
me había diseñado el equipo de novia. El traje era discreto, pero hermoso.
Blanco, como era natural y no excesivamente largo ya que la boda era civil. El
juego de noche era delicioso. Pero la modista, Marcelina, me decía:
“No
creas que tu marido se vaya a conformar
a verte tan tapada, (el camisón iba abrochado por la espalda desde el
cuello hasta la insinuante cola, con finísimos botones). Yo pensaba y me
imaginaba frente al espejo vistiéndome, y que él se me acercaría y muy
delicadamente, desabrocharía uno, dos, tres o más botones... Una muy dulce
emoción, mezcla de amoroso deseo, me invadía hasta quedarme dormida.
El
día de la boda me dijo que, debido a que
yo era tan timida, iríamos al cine por la noche y así, al regresar a
casa, su madre dormiría y yo me sentiría más tranquila. Sorprendida, se lo
agradecí ya que fue una delicadeza por su parte. Fuimos al Coliseum donde
ponían “El desfile del amor”. Al llegar a casa me quité los zapatos de tacón
para subir las escaleras sin hacer ruido, y entramos al que sería nuestro hogar.
“Buenas
noches”, nos dijo su madre.
No
voy a contar las palabras y actitud que hubo después, pero que me hicieron un
daño irreparable.
Invadida
por una sensación en extremo desagradable, recogí mi ropa y salí de la
habitación refugiándome en la ventana del comedor, sentándome con las piernas
al exterior. Aturdida, miraba al cielo; intentaba reflexionar sobre lo ocurrido
sin llegar a comprender; me sentía anulada, atropellada por una incomprensible
deshonestidad, por la ausencia absoluta de respeto, por algo ante lo que no me
importaba, en un falso movimiento, caer en el vacío. El manto de la noche
rociado de estrellas salpicando el inmenso azul parecía ampararme y protegerme,
y me sentía acogida como me hubiera sentido
en la falda de mi madre. ¡Cuánto la añoré!
Ignoro
el rato que pasó. Sus voces resonaron diciéndome:
“¿Qué
haces ahí? Te puedes caer...”
No
recuerdo si contesté; pero creo que no. El me cogió por los hombros y entramos
en la habitación. Los dos estábamos entre la cama y el armario. Sin ánimo, me
acosté. Me retiré algo para dejarle sitio a él; pero como la cosa más natural
me dijo:
“¡No!,
que está caliente de tu cuerpo.
Y
entonces, impulsivamente, me lancé al otro lado, casi junto al balcón. Su
cuerpo no me pareció el mismo, si no una masa informe cayendo sobre mí.
Pasé
el resto de la noche sentada en una butaca que había entre la cama y el balcón
y lloré en silencio.
No
es que no hablásemos de lo ocurrido. Sí. Le expuse mi violenta situación y lo
desagradable que había resultado para mí y la profunda herida que quedaba en mí
interior.
Agradezco
a los médicos que me hayan pedido, rogado, casi obligado a escribir mi
autobiografía, a pesar de que he sufrido mucho en su ejecución. Pero pienso que
ellos saben por qué y yo empiezo a descubrirlo.
Creo
lógico que esta experiencia diese en mi vida una distinta tonalidad y que los
mismos motivos que antes de ella tenían una determinada expresión, la cambiasen
rotundamente. Miraba con maliciosa melancolía el espectáculo de una boda. Se
adueñaba de mi una verdadera angustia pensando que tal vez aquella nítida
ilusión sería brutalmente destruida. Luego, tiempo después, supe que la verdad
no era lo que yo había vivido, si no que podía ser algo realmente bello y,
aunque la experiencia no había sido directa, se estableció una línea divisoria
entre cuyos límites navegaba una sutil esperanza.
Quisiera
aclarar que la cruda decepción sufrida, adquiere mucha más importancia desde el
sello incomodísimo de la presencia materna. Las improcedentes caricias que
surgieron y las palabras que las acompañaron, provocando un estado de
indignación y desengaño muy alejado de lo que hubiera sido una espera
amorosamente confiada.
El
nuevo día convirtió la experiencia en un mal sueño que empañaría el desarrollo
de la vida en el futuro.
Pronto
hubieron señales evidentes de una naciente maternidad. La más maravillosa
intervención de la Vida. Y volvió el coro de ángeles. Y tuve a mi hijo, en mis
brazos, y escribí una fecha: veintinueve de marzo de mil novecientos treinta y
ocho. El día en que nació.
Los
meses de embarazo fueron ricos en experiencias, unas de ellas, de las más
fuertes que se pueden soportar. Otras, las que se derivan de un estado de
continuo despertar a impresiones nuevas, nuevos impulsos, latidos de un corazón
vibrando al unísono de otro corazoncito cuyo tic-tac, rico en excelsas
sonoridades, de indescriptible suavidad iba diciendo quedamente ma-má, ma-má. Y
ya eres madre. La más sublime de las cualidades que la Vida y el Amor nos
pueden ofrendar. La más alta compensación a cualquier perturbación o detrimento
de la paz.
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