27 jun 2013

Pinceladas - La vida de mi madre - Capitulo 15 - Cambio



C A M B I O



Al principio, luego de este viaje, el ambiente en el hogar habíase suavizado. El había reanudado su amistad con un amigo que hizo en la Escuela de Guerra, Agustín Brugués. Y aquí nace una relación de las más hermosas y fecundas de nuestra vida. La familia Brugués tenía negocios de productos químicos, Brugués y Esteban, y una serie de droguerías bajo el mismo nombre. Desde el principio su actitud fue de colaboración espontánea, altruista, bienhechora. Montaron un negocio de fabricación de productos químicos. Por fin Enrique trabajaba en algo de su interés.
Los amigos Brugués vivían en El Ginardó, en una acogedora torre con los padres del esposo y cuatro hijos. La esposa se llamaba Piedad: es todavía distinguida y bella. Han pasado cincuenta años y siempre la he conocido igual. Bella, agradable, fiel y capaz de sentimientos sinceros, profundos y permanentes. Nos tenemos un afecto y una gratitud mutuas que se han puesto de manifiesto más, en los momentos difíciles que la vida nos ha aportado.

La pinté. Un retrato de cuerpo entero que empecé en un momento muy duro para ellos. Habían asistido al entierro de un hijito casi recién nacido. Todo en ella respiraba el dolor, pero tan dignificado, silencioso y sereno, que lo que más traslucía era esa capacidad de aguante, de aceptación. Y su marido era la siempre atenta compañía, la siempre fiel comprensión y natural compensación. Una familia verdaderamente ejemplar.
Pasados los primeros tiempos del negocio el comportamiento de Enrique no era regular. Una mañana vino el Sr. Brugués preguntando por él. Habían camiones cargados con bombonas que había que descargar y no podían entrar por estar la fábrica cerrada y él tenía las llaves. Había salido de casa a la hora acostumbrada; yo no sabía ni podía, por tanto, decir más. El Sr. Brugués se marchó desconcertado y yo quedé sufriendo pues no comprendía a qué podía deberse un retraso tan importante. No he sabido nunca qué pasó. Lo cierto es que estas anomalías se repitieron con frecuencia hasta que supe que iba a la India junto con tres más, a un congreso de Teosofía. Si encontraba trabajo nos mandaría a buscar, y si no, regresaría en un máximo de diez días. Y que a final de mes fuese a cobrar la mensualidad al Sr. Brugués, que ya habían quedado así.
Esperé algo más; pero no venía él ni habían noticias tampoco. Inquieta y algo perturbada me personé al despacho del Sr. Brugués. Se sorprendió al verme y, con aquella sencillez propia de su gran humanidad, me preguntó:
“¿Qué hay, Onésima?”.
Yo no sabía cómo, por dónde empezar. La cuestión es que abordé el problema.
El más visible asombro se reflejó en el rostro del amigo.
“¿Cómo?- exclamó - ¿Qué viniera Vd. a cobrar y que había quedado así conmigo? Yo le dije- continuó - ¿Has pensado en cómo queda tu esposa?. Lo tengo todo resuelto, contestó”.
Supongo que en aquel momento los dos sufríamos con igual intensidad aunque en posiciones distintas.
“No se apure, Onésima. yo he aguantado el negocio, he pagado a los trabajadores aún sin trabajar, durante cuatro meses. No puedo continuar por más tiempo en esta situación. Pase d. por casa, venga a comer, y hablaremos con tranquilidad”.
Trató de animarme tanto como pudo y, a la mañana siguiente acudí a su casa. Fui acogida con reconfortante cariño. Sacó las cuentas y, pagados todos los gastos, 7000 pesetas que quedaban las volcó de la caja y me las entregó a mí. “Cuente Vd. siempre con nuestro apoyo. Él, que no vuelva”.
Volvía a mi el recuerdo del día que marchó. Le acompañamos al aeropuerto. Nos despedimos. Mientras él seguía despidiéndose de los amigos, besé su abrigo; él no se dio cuenta. Pero cuando subió al avión, cuando se cerró la puerta, cuando emprendió el vuelo, sin querer salió de mi garganta un grito tenue, tímido, pero en extremo doloroso, a la vez que algo en mí decía: ¡No nos veremos más!. Y ahora este golpe seco, agudo y cobarde, venía a destruir toda esperanza posible.
Mi naturaleza toda se debatía contra esta increíble actitud, tan irresponsable, tan fría y calculadamente engañosa, maquinada de antemano minuto tras minuto, hora tras hora, mientras estaba junto a nosotros viviendo la misma vida, bajo el mismo sol, el mismo aire, mezclando distintas atmósferas y manteniendo en el silencio una elaborada traición. Las palabras de su madre:
“No es lo que parece. Es un sepulcro blanqueado”. resurgían con fuerza arrolladora.
Le escribí. Él quería alcanzar la Iniciación. “¿Tu quieres,- le dije – hallar a Dios dejándole?”.
Mis cartas no obtenían respuesta alguna ni aún con respuesta pagada. Muy de vez en cuando había una noticia en la que siempre decía que era difícil su situación, que no hallaba trabajo, qué dentro de unos días sabría algo seguro, que yo traspasase el piso, etc. Incongruencias e informalidades. Ni una sola vez escribió al amigo Brugués a quién tanto debía. Por lo menos le debía una explicación.
Mis familiares, Luisa Boet, me decían: ve a la India y, si no te va bien te pagaremos el viaje de regreso. Sostuve una lucha titánica entre este voy, no voy. Y al final, como que el dueño de la finca no permitía traspasos, puse el piso a nombre de Pedro quien nunca había tenido propio hogar y pensando en que sus hijos podrían vivir con él. Pero sus hijos no lo aceptaron.
Y llegó el día. El barco salía de Londres; así que fuimos a coger el avión y, muy dolorosamente por mi parte subimos a él y salimos para Inglaterra. No sé qué pasó por mí al pasar sobre Montserrat. ¿Qué inesperada fuerza se adueñó de mí? Crecía con ímpetu incuestionable, cada vez más seguro, y me dije: ¡Volveré!
Llegamos a Londres. Nos esperaba una amiga de Luisa que había vivido en Barcelona, Fanny Bonner, teósofa también, muy amable. Vivía en una torre magnífica, en las afueras de la ciudad y separada de ella por grandes bosques en los cuales habían grandes espacios verdes donde reposar, gozar del sol, de los pájaros amigos que, acostumbrados a la presencia humana, hacían vida en común. Fue lo que más me gustó de Londres; sus extensos bosques, su exuberante vegetación, el misterioso cielo azul-gris que entreabría a veces sus sorprendentes ventanas por donde, entre nieblas, asomaba el sol dulce y potente; pero siempre acariciador. La ciudad no era tan acogedora como Ginebra. O yo no me sentía en ella con la comodidad que invita a estar.
La amiga se cuidó de acompañarme a resolver pormenores del viaje. El barco era un buque de carga. El viaje duraba doce días durante los cuales habíamos de estar separados, Edmond en la bodega con los hombres y yo en la bodega con las mujeres. No había comunicación. Edmond estaba a 41º de fiebre a motivo de las vacunas antivíricas o infecciones. Yo no iba a sufrir por mí aunque también tenía fiebre; si no por él. Los motivos, tomaban cuerpo y no favorecían la respuesta; voy. Fanny comprendía y quiso, el día anterior a la salida del barco, ir a hablar con el capitán. Este le dijo a la Sra. Fanny que no lo podía aconsejar. Que yo era muy atractiva, que en Port Said había trata de blancas y que el público, acostumbrado, no concedía al hecho importancia alguna. Que yo no me preocupase, ni del hijo ni del equipaje, si no de mí y que el peligro era claro e indiscutible. En el entretanto habíamos visitado el museo Británico y el de Arte Moderno. El Sr. Que nos acompañaba era muy alto, con unas piernas que cada uno de sus pasos exigían dos o tres de los míos. Se me rompieron las sandalias e iba descalza. No sé ni lo que vi.
Pero a la mañana siguiente, en el muelle, empecé a recordar y viendo, como en una cinta cinematográfica, se iluminaban las escenas de mi pasado y crecía en mí un ¡no!, ¡no es justo!...
Y escribí. Escribí a Enrique, a Rukmini Devi, al Cónsul español en India, al notario en Madrás y las envié. Mientras, el barco avanzaba lentamente y yo dejaba escrito en el horizonte: ¡adiós! ¡para siempre, adiós!.
El regreso a Barcelona albergaba a un ser vivo, pero inerte.




El Dr. Revilla me encontró dos trabajos. Uno era de secretaria de un abogado con un sueldo de 3000 pesetas mensuales y un horario de 11 a 1 de la mañana y de 4 a 7 de la tarde. El otro, era de enfermera en casa del fotógrafo Lopez, en la fotografía Lumiere, cuya esposa tenía una enfermedad mental. El trabajo era más intenso y peor retribuido; pero tenía el encanto de una mayor utilidad. Por tanto fue el que elegí. Empecé de inmediato.
Con la enferma trabajé muy gustosa. El ambiente que la rodeaba no era, en ningún aspecto, agradable. Pero lo importante para mí era la enferma y con ella se estableció un estrecho lazo de comprensión primero y de cariño después. Y con el ambiente familiar, lo que me dio mejor resultado fue emplear a fondo el sentido del humor.
Explicaré el caso. El marido, el Sr. Lopez, enfermó de gripe. Lo cuidé como pude y supe y le preparé un jarabe para la tos que nos hacía mi madre en tales condiciones y que nos iba muy bien. Tenían una criada que me decía que no se tomaba el jarabe porque le parecía baba de caracol. Yo no hice caso y seguí preparándoselo y trayendo el termo diariamente. Un día me llamó pidiéndome que le trajera la ropa limpia pues a la chica se le había olvidado dársela. Lo hice; pero al abrir la puerta él estaba sosteniéndola, pero desnudo. De espaldas a él le alargué el paquete y lo cogió.
“Bien, pensé yo. Levántate y verás”.
Se levantó, se aseó y vino a la mesa a desayunar mientras yo le daba el desayuno a su esposa.
“¡Oh! Señor Lopez. ¿Se ha mirado Vd. al espejo?”
“Si, claro. Me he afeitado”.
“¿Y no ha notado nada?”
“No. En absoluto”.
“Pues se le nota mucho. Mire, es que de tanto tomar baba de caracol, le han salido los cuernos”.
Y la molesta confianza que empezaba a tomar fuerza, cambió por una manifestación nueva de respeto y consideración. La One fue cambiado por la Sra. Ripoll o Sra. Onésima y jamás se habló en la mesa de interioridades que no tenían nada de respetuosas. Empecé a cambiar los trapos viejos con que vestían a la enferma, por ropa decente y adecuada. Iba con ella a los almacenes en los que tenía cuenta abierta el Sr. Lopez, y la compra se cargaba en su cuenta y la enferma quedaba más dignificada y yo mucho más contenta. La enferma fue cambiando el título con que me llamaba (senyoreta o señorita) por el de filleta o hijita. Yo ya no tenía madre y aquella voz llamándome como ella me veía, la transformaba a ella en una madre necesitada de mi ayuda y de mi cariño. Y un trabajo que podía haber sido duro y áspero, en su continuidad fue transformado en un halo de ternura compartida.
Una vez terminado mi trabajo en aquella casa por la muerte de la enferma, el Dr. Santiago Montserrat me situó en la Clinica Platón trabajando conjuntamente con él, al cuidado de un enfermo suyo, un príncipe libanés operado de esquizofrenia.
Al sol le llamaba Ma y yo le decía que Ma, el Sol, era el rey de la creación. El asoció Ma a rey. Si me daba el sol, el no podía tocarme porque el sol era una entidad sagrada. Todo su afán era tener un cuchillo pues quería matar a una enfermera monja. Cuando servían la comida lo hacían con cubiertos de plástico y el cuchillo con punta roma. Durante los primeros días tuve sumo cuidado en protegerme siempre por el sol. Hablábamos y yo procuraba hacerlo siempre de su madre. El empezaba a recordar cosas de su pasado, entre ellas que estuvo castigado cuando hacía el servicio militar; que le habían encerrado en un sitio pequeño, y a oscuras, que estuvo enfermo y que su madre le había acompañado a España y sus tíos le habían llevado al médico, al Dr. Montserrat. Quería mucho a su madre y al recordarla se apaciguaba. Sé que en dos ocasiones estuvo violento conmigo. En una de ellas se levantó, vio el espejo, en el interior de la puerta del armario y, al verse el vendaje, se lo arrancó. Al ver la sangre en su cabeza, perdió completamente el control. Enfurecido me cogió, me retuvo contra la pared, intentando ahogarme con su mano izquierda mientras con la derecha amenazaba pegarme. Un rápido movimiento mío, señalando mi cabeza y a continuación su vendaje caído encima de la cama, hizo que me soltase. Entonces yo le dije: “No puedes matarme. ¡No eres rey! ¡No tienes corona! ¡Eres un rey destronado, no tienes poder!” . Y se lo fui repitiendo hasta poder llegar a la puerta y pedir socorro. Entró el enfermero, le cambiaron el vendaje y supongo que le administrarían algún sedante pues al poco rato se durmió. No se volvió a repetir. En los días que siguieron sus tíos me pidieron por favor si podía ocuparme del enfermo en el turno nocturno, pues la anterior enfermera no volvería a ocuparse de él. Acepté. Era agotador. Pero era sólo circunstancialmente mientras se esperaba su regreso, en el Instituto Frenopático.
Durante el tiempo que estuve con él nos daban tanta comida que me llevaba una fiambrera y había para Pedro y para Edmond. Y también el sueldo, además de ser doblado, contó con la gratitud de los familiares.
Le acompañé al Instituto Frenopático. No me permitieron quedarme más tiempo, y me fui intranquila, pues lo primero que se le hizo fue la administración de una inyección de luminal. Yo no se lo había administrado ni una sola vez y pasaba las noches durmiendo tranquilamente. Pero mi labor había terminado y no tenía derecho alguno sobre el enfermo.
Tuve lecciones en casa y a domicilio y, ante los consejos del médico de cabecera, el Dr. Gol y Gorina, fui a visitarme con el Dr. Espadaler, neurólogo. Aconsejó una punción lumbar para determinar el tipo de afección medular que me afectaba. El resultado fue el hallazgo de un Hemangioma intradural en las vértebreas lumbares. Casi inmediatamente recuperé sensibilidad por unas horas. El Dr. Espadaler aconsejó una mielografía para cuya ejecución era preciso administrar una substancia de contraste que la solicitarían de Ginebra por ser de más confianza que la producida aquí. Cuando en el día y hora señalados fuimos a la clínica, el lipiadol de Ginebra no había llegado y se me administró el de aquí. 10 ctms. Cuando la punción nos aconsejaron beber en cantidad, ponerme en cama con los pies más altos que el resto del cuerpo. Empezaron unos dolores intensísimos y Pedro, con la sana intención de ayudarme, me colocó almohadones bajo los pies y piernas y los dolores aumentaron todavía más y sobrevino una meningitis cuyas consecuencias fueron las de ocho meses en cama imposibilitada. Durante estos meses fui sometida a diversos tratamientos. Hubo una consulta con el Dr. Gol, el Dr. Farreras Valentí y el Dr. Barraquer. El resultado era muy pesimista. El Dr. Farreras Valentí diagnosticó esclerodermia; el Dr. Barraquer por su parte mieloatrofia progresiva, con la presencia de dos hemangiomas uno en la región cervical, otro en la lumbar, ambos progresivos. Y la enfermedad de Paget junto a una esteoporosis muy avanzada. Fui sometida a diuréticos, vitaminas y cortisona. Todo hubo de ser suspendido. El Dr. Rotellar me hizo análisis de orina diariamente y sangre muy a menudo durante dos meses en la Clínica Platón. Empezaba la insuficiencia renal y hepática. Ningún médico quiso cobrarme un céntimo.
Yo tenía una gran suerte. No pensaba en la enfermedad, la aceptaba y vivía con ella, pero como si no tuviera existencia real. Nunca dejé de trabajar en cuanto podía. Mis limitaciones aumentaban; pero algunas de ellas obedecían a mi voluntad y, sin dejar de existir, no significaban un obstáculo insuperable. Yo vivía, vivía y vivía, a pesar de ellas y a pesar de los crudos diagnósticos de los médicos, que jamás me engañaron y muchos de ellos han sido y son fieles amigos. Algunos han cometido errores a veces irreparables; pero he sobrellevado los errores con comprensión. A alguno de ellos se me ha propuesto hacerle causa criminal. Jamás he accedido. ¿Por qué? ¿Ganaría acaso yo en mi salud? Si se habían equivocado, no hubo el deseo de dañarme. En cambio mi represalia hubiera sido fría, calculadora, poner premio al mal recibido. Y ello estaba en contra de mi conciencia, cuya voz he de escuchar. Acaba siendo música celestial.
Más adelante, a motivo de unas molestias del aparato digestivo, y luego del examen radiológico, se me diagnosticó una estenosis intrínseca de esófago cuyo origen era la misma esclerodermia. Ella me producía los vómitos que seguían a una alimentación cada vez más limitada. Prácticamente no se aguantaba nada y me atragantaba con bastante frecuencia con un molesto ahogo. Ahora mi escasa alimentación es liquida o reducido todo a ello.
El médico se había asustado. Pero no fue tan fiero el león y sigo luchando. Luchar. ¿Es esta la justa palabra que define mi paso por la vida? No lo creo. Creo que hay una nombrada ya anteriormente. Aceptación. La aceptación, al contrario que la lucha, no impone desafío. En la lucha hay ganador y quién muere, hay vencedor y vencido. Y el vencido queda en estado de alerta, dispuesto a un nuevo ataque. En la aceptación no hay opuestos. Sólo y exclusivamente, nace un nuevo estado, un nuevo sistema de vida, una prodigiosa creación.
Ya anteriormente a la errónea intervención del lipiadol, en el año 1952, fui operada de apendicitis. Y la extrañeza de los médicos fue que me anestesiaban a las ocho y media de la mañana y eran casi las diez de la noche y aún no podía despertar.
Yo, me sentía y veía en un gran tubo luminoso, con luz blanco-dorada intensísima. Cruzaba aquella especie de puente, veía a mis familiares en la habitación, me veía a mi en la cama junto a una monja enfermera y me repetía las palabras con las que dormí. Eran, ¡gracias! Y ¡no quiero quejarme!. Por mucho que me esforzaba en hablar no podía. Entraba en mi cuerpo; pero no podía pasar de la frente y volvía atrás, entraba de nuevo en el puente o tubo y me sumergía en la luz. Por fin, una voz, la de mi hijo llamándome ¡mamá!, me fortaleció de tal manera que rapidamente penetré en mi cuerpo y exclamé:
“¡ No quiero quejarme ¡”
“Pues no te quejes”, dijo la monja.
“No soy yo quien se queja”.
“¿No, pues quien es?”- preguntó la monja.
“El cuerpo astral”- dije yo.
Esta contestación tuvo respuestas imprevistas y no muy beneficiosas. Yo tenía a mi lado un pequeño libro de Krisnamurti: “A los pies del maestro”.
A la mañana siguiente, muy molesta y con el libro en la mano, me dijo: “Este libro y el cuerpo astral, me huelen a muy poca misa”. Y se fue y no me cuidaban. Me levanté, llamé por teléfono al Dr. Revilla y se lo conté.
Me contestó con una pregunta:
“Onésima. ¿Te ves con ánimo de irte a casa? Yo iré a verte. Coge un taxi y ve con tu hermana.
Y aún no hacía 48 horas de operada cuando yo subía a pie los 82 escalones que había para subir a mi casa.
Cuando vino el Dr. Se lo conté. Me dijo que hablaría con el Dr. Montserrat pues en el Hospital Clínico se hacían unas reuniones con unos yoguis indúes y que esto sería de interés para ellos, seguramente. Para mí, desde luego, sí que lo fue. Añadió que si hubiesen sabido las condiciones de mi estado de salud, no me habrían administrado aquel tipo de anestesia a la cual también era alérgica. Ignoraba lo que era el cuerpo Astral que yo había nombrado; pero insistió en explicarlo al Dr. Montserrat.
En el transcurso de los años me he encontrado con algunos enfermos que han pasado una experiencia parecida. La diferencia está en que experiencias de este tipo, aunque no iguales en su manifestación, las he tenido en estado natural, no fruto de una intervención quirúrgica ni medicamentosa, sino como resultado de un silencio profundo, en el que se perciben otros estados de la materia difícilmente definibles.
En muchas ocasiones he manifestado mi inercia ante la arraigada costumbre de adaptar la propia conducta a los consejos manifestados en muchos libros que pueden ser representativos de grandes verdades y de productivas soluciones. Pero nunca serán los resultados lo verdaderos que son cuando son fruto de la evolución de una conciencia personal que se apoya en sí misma y que recibe lecciones directas de su propio yo, que es, a fin de cuentas, quien elige y dirige nuestro camino.
El natural empeoramiento del estado de mi salud, fue pues, el que me proporcionó el conocimiento del Dr. Gol y Gorina que nos fue recomendado por un íntimo amigo nuestro y cliente suyo. Ya he expuesto anteriormente todo lo acaecido después.
El Dr. Espadaler había insistido mucho en la necesidad de operar y extraer el lipiodol. Entonces consultamos con el Dr. Barraquer padre, quien a su vez lo hizo con su operador, el Dr. Bachs. Ambos me llamaron y me advirtieron de la gravedad de mi caso; pero que en modo alguno podían atreverse a operar ni para extraer el lipiodol ni por la propia naturaleza de la dolencia que ofrecía un gran peligro. Que cuando no pudiese aguantar los dolores lo más aconsejable era ir a Suecia donde había un neurocirujano que había operado unos casos así con éxito.
Ningún radiólogo se atrevía a realizar radiografía con contraste y, sin ello, tampoco era lógico operar el riñón. Y el Dr. Gol, ante la imposibilidad de hacer tratamiento sin garantía, se retiró como médico y siguió a nuestro lado como fiel amigo y consejero. Y fue él quien me recomendó al Dr. Rotellar, cosa que toda la vida le agradeceré. También él me recomendó al doctor Emilio López Navarro, quien ha sido mi médico de cabecera durante casi cuarenta años. El Dr. Lopez escribió al hospital de la Salpetriére explicando el caso y pidiendo ayuda médica. La respuesta no tardó en llegar. Me recomendaban al Dr. Subirana, de Barcelona. También en Madrid me habían hablado muy bien de él. Luego de concertar día y hora fuimos a la Diagonal donde vivía y visitaba. Una enfermera tomó las primeras anotaciones personales, radiografías y diagnósticos anteriores y luego pasé con él. Activo, rápido, observador, muy penetrante, sus preguntas eran decisivas, tanto, que conquistaban mi confianza y fortalecían mi seguridad.
Empezó a hacerme pruebas eléctricas. Llamó a sus colaboradores para que vieran la enorme resistencia que yo tenía aguantando cargas muy intensas como si tal cosa.
Y empezamos un tratamiento. Habían regiones en extremo dolorosas y otras soportables; pero las aceptaba con alegría y notaba beneficios. Puso tantísimo interés, que hasta venía de Londres para aplicarme las corrientes él mismo al coincidir en sábado. Un día le dije al doctor: “creo que podré tocar el piano”.
“¿Quiere? Tengo piano”.
Un magnífico piano, de gran cola, en un no menos bello salón.
Empecé a tocar. Poco a poco fui improvisando. El doctor estaba cerca de mí, de pie. Yo notaba, percibía su emoción. Iba llenándose la sala: médicos, enfermeras, enfermos y familiares. Yo tocaba con entusiasmo, con una vitalidad que iba in crescendo y que se adueñaba de mí vida entera. Las ideas eran imparables y unidas; se intercambiaban los tonos sin ninguna brusquedad y los matices surgían como por encanto. Un gran silencio acompañó al último acorde. Luego despertaron en aplausos.
El doctor Subirana vino a abrazarme, diciendo a la vez:
“Yo tenía fiebre y creo que me ha pasado”, dijo sonriendo.
Y yo no sé con qué voz les dije a todos:
“No podía y hoy vuelvo a tocar”.
Y todo fue tan espontáneo, tan limpio, tan sano.
El Dr. Subirana tenía otra visita después de mí. Nos presentó. Era un matrimonio con una hija que apenas podía hablar.
“Mañana, me dijo, quiero hablar con usted”.
Y nos fuimos.
Al llegar a casa subí las escaleras. Cada escalón era un gesto de sorpresa, de alegría. “No te apresures, descansa...” “Cualquiera”, pensaba yo. Y volvía a subir como si cada eslabón pudiera ser el último. Al entrar en casa, me fui a abrazar a mi hijo: “He subido y, Edmond, ¡yo sola! Desde abajo hasta aquí” Y a mi hijo se le saltaron las lágrimas. Luego Pedro y yo le explicamos lo vivido.
A la mañana siguiente el Dr. Subirana me pidió un favor.
“¿Quiere Vd., Onésima, encargarse de la parte espiritual, moral, anímica, de estos enfermos? Creo que puede ayudarles mucho.
Y agradecida, acepté. Empecé con la hija de aquellos señores de León. No hablaba apenas y muy defectuosamente. Aparte de hablar con ella y de establecer un lazo de simpatía y de confianza, pensé que la ayuda de un espejo y la de un magnetófono nos serían de utilidad. Así ella vería su rostro, su boca, al hablar y oiría lo grabado una y otra vez hasta conseguir una mejor y más tarde más perfecta pronunciación. Fue un hermoso trabajo, rico en una gama que armoniosamente unía los valores más importantes de la vida: Voluntad, Amor, Entrega y digna Aceptación.
El tratamiento duró varios meses, después del cual marcharon a León. Nos escribíamos. Alguna vez volvió a Barcelona a visitarse. Había mejorado mucho y las relaciones con su novio se habían formalizado. Poco después fui invitada a su boda; pero no pude ir y lo comprendieron. Conservo sus cartas, sobre todo una de su padre. Es realmente conmovedora por su sencillez y por su sinceridad.
Hace tiempo que no tenemos noticias. Pero sé que estamos unidos.
El Dr. Subirana me aconsejó que reanudase las clases de danza y lo llevé a cabo. Por medio de un amigo de mi hijo que hizo con él el servicio militar, conocí a un profesor de baile y vino a darme lecciones, llegando a hacer puntas otra vez. Y, en una de las Navidades cercanas organizamos un poco de fiesta y bailé parte de lo último que había interpretado en mi concierto de Madrid. El concierto número 2 de Rachmaninoff para piano y orquesta; un trozo de la primera parte. Fue una ofrenda de mis esfuerzos a los que amaba y estaban a mi lado.
Fueron ochenta las sesiones en casa del Dr. Subirana. Y al final no quiso cobrarme nada. En la primera exposición, en el museo Arqueológico de Badalona, que él visitó, se enamoró de dos cuadros que, naturalmente le obsequié y quedó muy agradecido. Con mayor motivo yo a él y a la Dra. Fernández que también me asistía.
Era un bello atardecer. El sol se cobijaba en el horizonte. Ligeras nubes casi transparentes daban un tinte anaranjado al azul, rosa liláceo del cielo bordeando la montaña. Yo sentía una inusitada añoranza y no sabía de qué. Estaba sola en la casa pues mi hijo aún no había llegado. Las clases en la escuela se habían acabado. Los amigos de Madrid me aconsejaban que fuera unos días si no podía una temporada. Me hablaban de un neuro-cirujano de gran renombre, que una mirada más no iba a sobrar y que...¡quién sabe...!

26 jun 2013

TelaVision 34 - Epoca de examenes.

Muchos de vosotros teneis hijos que han terminado el curso hace poco. Espero que ninguno recurriera a esta estratagema para justificar sus malas notas.

20 jun 2013

Pinceladas - La vida de mi madre - Capitulo 14 - Ginebra



Un tio del amigo Cervelló, comisario de policía ya jubilado, me presentó al Sr. Varela, secretario del jefe de pasaportes. Este me dijo que era muy difícil a motivo de que había documentos, como el certificado de penales, que debían de hacerse en Madrid, lo que de por sí exigía tiempo; partida de nacimiento; permiso marital, reclamación de alguien de Ginebra que me avalase.
“Yo, dije, quiero participar en el concurso de piano de Ginebra. Me presento con una composición mía. Si gano, gana España. ¿Comprende? ¿Puede de algún modo ayudarme?
“Mire. De momento, lo único que puedo hacer es una petición al Comisario Jefe de Puigcerdá, que es íntimo amigo mío, y él verá que puede hacer”.
Me escribió en una tarjeta, me hizo un salvoconducto hasta Puigcerdá, obtuve la partida de nacimiento y el día nueve, con unas fuertes anginas y fiebre, 900 pesetas y el viaje pagado de ida y vuelta y con mi hijo, nos fuimos a Puigcerdá.
Enrique nos acompañó al tren. Lorenzana estuvo a despedirnos y me animó frente al viaje y partimos.
Al llegar a Puigcerdá el Comisario no estaba en la oficina y tuvimos que pernoctar allí. A la mañana siguiente pudimos encontrarle. Era un hombre afable, bondadoso, nos recibió con interés, más al leer la tarjeta de su amigo y luego empezaron las preguntas.
“Yo,- le dije- me dirijo a Ginebra a participar en el concurso de piano que se celebra allí. No tengo a nadie que pueda reclamarme en Ginebra ni que responda por mí. ¿Puede Vd. hacer algo?
Contestó lo mismo que el Sr. Varela. Pero añadió:
“Si Vd. está decidida a ir le ofrezco la hospitalidad de mi hogar para su hijo. No se lo lleve. Las cárceles de Francia no son como las de Barcelona. Cuidaremos de él; tengo dos hijos, niño y niña. No sufra Vd. por él; pero déjelo en casa”.
Yo contesté con una pregunta: “¿Cree Vd. en Dios?”
“Sí, claro. Soy católico, romano y por añadidura gallego”.
“Entonces- contesté- si El me ha ayudado hasta aquí, me ayudará hasta allí. Pero donde voy yo va mi hijo. Pero gracias, muchas gracias. Y no sufra Vd. Nos volveremos a ver.”
Me hizo una tarjeta para el alcalde de Bourgmadame, y añadió: “El la ayudará”
Salimos. Debíamos de atravesar un puente en el que estaba la vigilancia policial. Decidida y responsablemente le dije a mi hijo:
“Tu sabes que llevo 900 pesetas escondidas. Pero lo que estamos pidiendo y esperando vale mucho más. Vale la honradez, vale la verdad. Con que voy a declarar el dinero. No podemos mancillar el camino con la mentira. Vamos.”
Entramos en la caseta del guardia. Le dijimos el motivo, le mostré la tarjeta que el comisario me había hecho para el alcalde y ya me preguntó:
“¿Lleva dinero?
“Sí”,contesté. Y saqué las 900 pesetas de mi pecho y se las di.
“Bien – dijo- A su regreso se las devolveré. Suerte”.
Cruzamos el puente con satisfacción. Podíamos mirar al cielo cara a cara. Eso era lo importante. Mientras buscábamos el Ayuntamiento con la mirada, vimos al policía que nos había atendido montado en su bicicleta y llamándonos. Nos alcanzó y sonriente nos dijo:
“Tome. Le entrego 700 pesetas. Las otras 200 se las daré a su regreso. No puedo permitir que vaya sin dinero”.
Edmond y yo nos miramos satisfechos. El Alcalde nos recomendó al Comisario de Perpignan, pero como no podíamos ir a ningún hotel por carecer de documentación, le dije a mi hijo:
“Vamos a la estación y el primer tren que pase para Ginebra lo cogemos, y ya veremos”.
Amparados por la seguridad de que teníamos ayuda, con una fe fortalecida y segura, cogimos el tren. Cada vez que se abría la puerta del vagón, el corazón latía con más rapidez. Por fin llegamos a Ginebra. Pasamos la taquilla francesa sin novedad, como habíamos pasado la española. Llegamos a la suiza, enseñé el billete y, estabamos ya a punto de salir a la calle, cuando una voz crujió más que hablar:
“Passeport, madame”.
“Moi, je ne l´ai pas monsieur”.
Y ya estuvo. Entramos en el departamento policial. Llamaron a una mujer policía y nos dijeron que quedaríamos detenidos. El policía era un hombre ya maduro, bondadoso. El salía de servicio y el que entraba era un policía joven, con cara de pocos amigos. El policía mayor no se atrevía a dejarnos, y me preguntó:
“¿Tiene dinero?
“Tengo 700 pesetas, contesté”.
“Entonces pondremos una conferencia a Berna y hablaremos con el Gobernador”.
Llamaron a Berna. Yo solicité hablar personalmente con el Gobernador y se me concedió. Expliqué el motivo de mi viaje, las difíciles condiciones y el escaso tiempo de que disponíamos para solucionarlo y añadí:
“Vengo de un país actualmente fascista. Diciendo la verdad me han dejado salir. Llego a Francia y obtengo la misma ayuda y llego a Suiza, y con el lema de Libertad, Igualdad y Fraternidad, es el único país que me niega la entrada. ¿Es esto justo?”.
“Espere. Dentro de diez minutos tendrá la respuesta”.
Entre tanto el policía mayor se había marchado a la Iglesia Católica Liberal. Yo tenía la revista de la Sociedad Fiosófica y en la última página había una enumeración de miembros de la Sociedad con cargos en Ginebra y leí un nombre: Mlle. Janok Roget. Sé que le dije a mi hijo: “Ahí iremos”.
Y regresó el policía acompañado de una señora. Era Mlle. Janok Roget. El había explicado el caso en la iglesia y esta señora se había ofrecido.
Desde aquel momento se me conoció como “la dama española”, o como “la dama de la fe de acero”. Las condiciones para nuestra estancia eran: 1º Presentarnos  cada mañana a la policía. 2º todas las noches vendría la policía a informarse a casa de Mlle. Roget.
Por la tarde fui presentada a la Sociedad Filosófica y, por la noche, ya celebrados el concurso, daría un concierto en el local de la Sociedad. No tenía más ropa que la que llevaba puesta. Un vestido blanco que me había confeccionado yo misma, lleno de zurcidos y un pañuelo en el cuello para abrigarme y disimular las heridas producidas por los paños de petróleo que me había puesto para curar las anginas. Mlle. Roget me puso uno de seda color verde vejiga.
Por la tarde conocí el local, algunos de los miembros; visitamos algunas tiendas, paseamos un poco pues comprendía que teníamos necesidad de reposo. Alrededor de las nueve se presentó el policía e hizo el informe preciso. Allí cenan muy pronto. Comimos una manzana y un vaso de leche al acostarnos. Nos gustó mucho cuanto vimos. Ella vivía en una linda torre con un gran jardín. El color, en conjunto era limpio y vivo; grandes zonas verdes, anchas calles y cómodas aceras. En los quioscos y librerías  los libros infantiles estaban distribuidos por edades y no se veía ninguna escena de violencia. En los juguetes no se veían armas ni nada agresivo. Estaban destinadas a distraer, no a agredir. Se respiraba un ambiente de respeto dentro de la tolerancia y la libertad. A la mañana siguiente era el concurso. No pude tomar parte por falta de documentación. Pero sí, actué fuera de concurso y me concedieron un accésit y un artículo en la prensa en el que se calificaba a mí música como “música del alma”. El artículo iba firmado por Mme. E. Kamenski, profesora de filosofía de la Universidad.

Cuando iba a recoger el accésit, en el rellano del primer piso, vi a una señora mayor, con un traje blanco de tela finísima y todo él bordado a mano. Me miraba intensa, profundamente, como si quisiera penetrar en mi interior. Al pasar junto a ella me dijo: “Nos volveremos a ver”.
Y fue por la noche. Ella estaba en el salón con numerosos invitados. Al verla pensé: “Ya nos vemos como me dijo”. Y ella, como si me hubiera oído me dijo: “No es esta vez”.
Poco después entró Rukmini Devi. Yo la había visto danzar en el mismo Teatro de la Comedie. Estuvo esplendorosa. Interpretó el Mahabaratha, de forma maravillosa. Mirada, sonrisas, manos, su cuerpo entero era una expresión de armonía. Sus movimientos, enriquecidos por una sublime expresión revelaban por completo el profundo significado del sentido intrínseco de su danza. Era sencillamente exquisita y ofrecía además, una ideal belleza.
Su mirada me encontró y yo, sin esperar a que alguien nos presentase, fui hacia ella y exclamé:
“Rukmini, soy Onésima”. ella contestó:
“¡Ah, la dama española!” y nos abrazamos.
Rukmini iba recorriendo el salón mientras la asediaban pidiéndole día y hora de visita. Su secretario iba apuntando nombres y fechas y apuntó al Ministro de Cultura y, a continuación, le dijo sonriente: “La dama española”.
En un momento en que yo la observaba y sentía una muy viva impresión pensando: la gente está por unas cosas y ella piensa en su marido, inesperadamente se volvió hacia mí, y me besó.
Poco después las notas en el piano expresaban un sentimiento nuevo. Dos almas se habían encontrado y se habían reconocido. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Qué?. No hay respuesta ni importa que la haya. Han pasado cuarenta y nueve años. Todo sigue igual, hasta la presencia.
A las once de la mañana siguiente, un coche se paraba frente a la torre. El chófer descendió y llamó a la puerta. Era el chofer del Ministro de Cultura que venía a recogernos para ir juntos a visitar a Rukmini Devi. Esta se hospedaba en casa del Ministro de Justicia, en las afueras de Ginebra. Fuimos recibidos casi inmediatamente. Primero yo sola; luego se llamó a mi hijo. Entre otras cosas me dijo que nosotras junto a Mme. Kamenski, habíamos trabajado juntas y que en el futuro nos volveríamos a encontrar. Que , si queríamos ir a Adyar podíamos hacerlo; pero, teniendo en cuenta que debíamos disponer de una fortuna ilimitada pues la Sociedad Filosófica no disponía de fondos propios. Que si quería establecerme en Londres ella misma me recomendaría a una buena escuela donde colaborar. Que eligiera yo, llegado el momento con entera libertad. Guardamos unos minutos de silencio, de entrega y fusión y se llamó luego a Edmond con el que estuvo finamente cariñosa. Nos despedimos sin decirnos adiós y fuimos de nuevo acompañados  a Ginebra. Habíamos renovado y sellado una muy firme amistad.
Con Mlle. Roget dimos un paseo por los alrededores del lago Leman. Cruzando el puente compuse mi sonata “A Suiza”, una vertiente alegre de un corazón agradecido.
Serían las cinco de la tarde cuando sonó el teléfono. Era Mme. Kamenski que fuera yo a su casa a interpretar la sonata que había compuesto por la mañana.
Nadie podía saberlo. Nadie podía habérselo dicho. Pero ni a Mlle. Roget ni a mi nos extrañó en absoluto. Antes de ir a su casa debiamos ir al local de la S.T. y dejamos para la mañana siguiente la visita a Mme. Kamenski. Llegamos a la S.T. Mlle. Roget tenía varios mensajes a contestar y yo, sin saber por qué empujé una puerta que estaba entreabierta y, sentada casi en un ángulo de la pared, estaba Mme. Kamenski. Al verme tampoco se sorprendió; me invitó a sentarme junto a ella. Había un taburete cerca y en él me senté. Al igual que Rukmini, me explicó que anteriormente habíamos trabajado juntas y que lo volveríamos a hacer. Que mi fé  había sido puesta a prueba y que la prueba había sido positiva. Que mi música había sido el camino para encontrarnos de nuevo y repitió que en un futuro nos volveríamos a reunir también con Mlle. Roget.
A la mañana siguiente fuimos a su casa e interpreté mi sonata a Suiza que desde entonces formó parte de mis conciertos.
Cumplido ya el motivo de nuestro viaje emprendimos el regreso a Barcelona. El policía joven había insertado el permiso de estancia en Suiza al dorso del salvoconducto para regresar a Barcelona. Así que no lo podía utilizar. No me apuré. Al llegar a Bourgmadame le decía yo a mi hijo: “Algo saldrá en nuestra ayuda cuando menos lo esperemos”. Y en esta absoluta confianza seguimos esperando hasta que por la tarde, vimos atravesar el puente al policía que acompañaba a dos señoras. Fui corriendo a su encuentro y, sin más titubeos, le abracé. Tal era el júbilo que nos había proporcionado. Fuimos a la casa de Guardia y desde allí llamó por teléfono al Comisario. “Ha vuelto aquella señora con el niño y no tiene salvoconducto para regresar a Barcelona”.
Nos acompañó a la comisaría. La satisfacción del comisario y de sus ayudantes fue unánime. Cogió el salvoconducto con la autorización concedida, la hizo trozos y mientras la echaba a la papelera decía:
“Catorce años de cárcel en la papelera”.
Y me escribió en una tarjeta, que guardo como un tesoro, la petición de paso libre bajo su responsabilidad.
Y este fue el final de una de las etapas más elocuentes de mi vida.
A partir de estos hechos se estableció un buen lazo de amistad con el Comisario y su familia. Cada verano, las vacaciones de Edmond las pasábamos allí. Le hice el retrato a su esposa. Posaba muy bien, a pesar de que su estado de salud era bastante delicado. No mucho tiempo después moría víctima de una enfermedad ósea cancerígena. Creo que pidió traslado a Barcelona; con él no nos hemos visto más. Supongo que el retrato le hará compañía. Con sus hijos nos vimos una vez al cabo de unos años.
Una vez llegados a Barcelona convenimos una reunión en casa de Luisa Cervelló con el fin de explicarles el desarrollo y resultado del viaje. Allí conocimos a Pedro Cuyás, hermano de José Cuyás, quién además de asisitir a las reuniones en casa, me daba lecciones de inglés. El hermano, Pedro, había enviudado hacía poco y daba la impresión de un hombre sin rumbo fijo, en un estado de profunda depresión y necesitado de ayuda positiva. Al quedar solas Luisa y yo, le conté los pormenores del viaje. Rukmini, Mlle. Roget y Mme. Kamenski ocuparon nuestra principal atención. También Cervelló, el marido, participó y como que conocían el interés Enrique en ir a la India, ya adelantaban acontecimientos de dudosa realización.
Pedro, pareció interesado en asistir a las reuniones en casa con mayor motivo cuando Ortigosa, que es donde iba él, se iba a Venezuela con su familia. Se incrementó, pues, el grupo con un amigo más.
Presentó dificultad de concentración; pero eso es normal, al principio no es muy fácil. Lo que no tenía yo muy seguro era el poder de su voluntad. me pareció débil, así que acentué la importancia de su desarrollo. El amigo Camilo, contactó muy bien con él. Enrique no participaba en nada. Más bien tenía interés en ridiculizarme, en establecer un ambiente de desconfianza. A cada reunión sucedía una acentuación de aspectos negativos que inducían a la discusión y al consiguiente disgusto.
Ninguna amistad le satisfacía. Si alguna vez intervenía, nunca fue armoniosa su colaboración que, al contrario, tenía una influencia destructiva, inadecuada.
Nos unía a todos una sincera voluntad de bien. Y esa voluntad de bien impelía nuestro esfuerzo y vigorizaba nuestras esperanzas.


18 jun 2013

TelaVision 33 - Los ricos también lloran...

Nuestro amigo Lopez se da cuenta de que su vida tiene ciertas ventajas comparandola con ciertos privilegiados de la tele.

16 jun 2013

La vida critica... 94 - La Biblia y el libro de reclamaciones.

Conozco muchas personas que tienen la suerte de tener una fe a prueba de toda clase de desgracias.


Pero yo, como la chica de esta historieta, creo que a Dios le han salido muchas cosas torcidas.