C A M B I O
Al
principio, luego de este viaje, el ambiente en el hogar habíase suavizado. El
había reanudado su amistad con un amigo que hizo en la Escuela de Guerra,
Agustín Brugués. Y aquí nace una relación de las más hermosas y fecundas de
nuestra vida. La familia Brugués tenía negocios de productos químicos, Brugués
y Esteban, y una serie de droguerías bajo el mismo nombre. Desde el principio
su actitud fue de colaboración espontánea, altruista, bienhechora. Montaron un
negocio de fabricación de productos químicos. Por fin Enrique trabajaba en algo
de su interés.
Los
amigos Brugués vivían en El Ginardó, en una acogedora torre con los padres del
esposo y cuatro hijos. La esposa se llamaba Piedad: es todavía distinguida y
bella. Han pasado cincuenta años y siempre la he conocido igual. Bella,
agradable, fiel y capaz de sentimientos sinceros, profundos y permanentes. Nos
tenemos un afecto y una gratitud mutuas que se han puesto de manifiesto más, en
los momentos difíciles que la vida nos ha aportado.
La
pinté. Un retrato de cuerpo entero que empecé en un momento muy duro para
ellos. Habían asistido al entierro de un hijito casi recién nacido. Todo en
ella respiraba el dolor, pero tan dignificado, silencioso y sereno, que lo que
más traslucía era esa capacidad de aguante, de aceptación. Y su marido era la
siempre atenta compañía, la siempre fiel comprensión y natural compensación.
Una familia verdaderamente ejemplar.
Pasados
los primeros tiempos del negocio el comportamiento de Enrique no era regular.
Una mañana vino el Sr. Brugués preguntando por él. Habían camiones cargados con
bombonas que había que descargar y no podían entrar por estar la fábrica
cerrada y él tenía las llaves. Había salido de casa a la hora acostumbrada; yo
no sabía ni podía, por tanto, decir más. El Sr. Brugués se marchó desconcertado
y yo quedé sufriendo pues no comprendía a qué podía deberse un retraso tan
importante. No he sabido nunca qué pasó. Lo cierto es que estas anomalías se
repitieron con frecuencia hasta que supe que iba a la India junto con tres más,
a un congreso de Teosofía. Si encontraba trabajo nos mandaría a buscar, y si
no, regresaría en un máximo de diez días. Y que a final de mes fuese a cobrar
la mensualidad al Sr. Brugués, que ya habían quedado así.
Esperé
algo más; pero no venía él ni habían noticias tampoco. Inquieta y algo
perturbada me personé al despacho del Sr. Brugués. Se sorprendió al verme y,
con aquella sencillez propia de su gran humanidad, me preguntó:
“¿Qué
hay, Onésima?”.
Yo
no sabía cómo, por dónde empezar. La cuestión es que abordé el problema.
El
más visible asombro se reflejó en el rostro del amigo.
“¿Cómo?-
exclamó - ¿Qué viniera Vd. a cobrar y que había quedado así conmigo? Yo le
dije- continuó - ¿Has pensado en cómo queda tu esposa?. Lo tengo todo resuelto,
contestó”.
Supongo
que en aquel momento los dos sufríamos con igual intensidad aunque en
posiciones distintas.
“No
se apure, Onésima. yo he aguantado el negocio, he pagado a los trabajadores aún
sin trabajar, durante cuatro meses. No puedo continuar por más tiempo en esta
situación. Pase d. por casa, venga a comer, y hablaremos con tranquilidad”.
Trató
de animarme tanto como pudo y, a la mañana siguiente acudí a su casa. Fui
acogida con reconfortante cariño. Sacó las cuentas y, pagados todos los gastos,
7000 pesetas que quedaban las volcó de la caja y me las entregó a mí. “Cuente
Vd. siempre con nuestro apoyo. Él, que no vuelva”.
Volvía
a mi el recuerdo del día que marchó. Le acompañamos al aeropuerto. Nos
despedimos. Mientras él seguía despidiéndose de los amigos, besé su abrigo; él
no se dio cuenta. Pero cuando subió al avión, cuando se cerró la puerta, cuando
emprendió el vuelo, sin querer salió de mi garganta un grito tenue, tímido,
pero en extremo doloroso, a la vez que algo en mí decía: ¡No nos veremos más!.
Y ahora este golpe seco, agudo y cobarde, venía a destruir toda esperanza
posible.
Mi
naturaleza toda se debatía contra esta increíble actitud, tan irresponsable,
tan fría y calculadamente engañosa, maquinada de antemano minuto tras minuto,
hora tras hora, mientras estaba junto a nosotros viviendo la misma vida, bajo
el mismo sol, el mismo aire, mezclando distintas atmósferas y manteniendo en el
silencio una elaborada traición. Las palabras de su madre:
“No
es lo que parece. Es un sepulcro blanqueado”. resurgían con fuerza arrolladora.
Le
escribí. Él quería alcanzar la Iniciación. “¿Tu quieres,- le dije – hallar a
Dios dejándole?”.
Mis
cartas no obtenían respuesta alguna ni aún con respuesta pagada. Muy de vez en
cuando había una noticia en la que siempre decía que era difícil su situación,
que no hallaba trabajo, qué dentro de unos días sabría algo seguro, que yo
traspasase el piso, etc. Incongruencias e informalidades. Ni una sola vez
escribió al amigo Brugués a quién tanto debía. Por lo menos le debía una
explicación.
Mis
familiares, Luisa Boet, me decían: ve a la India y, si no te va bien te pagaremos
el viaje de regreso. Sostuve una lucha titánica entre este voy, no voy. Y al
final, como que el dueño de la finca no permitía traspasos, puse el piso a
nombre de Pedro quien nunca había tenido propio hogar y pensando en que sus
hijos podrían vivir con él. Pero sus hijos no lo aceptaron.
Y
llegó el día. El barco salía de Londres; así que fuimos a coger el avión y, muy
dolorosamente por mi parte subimos a él y salimos para Inglaterra. No sé qué
pasó por mí al pasar sobre Montserrat. ¿Qué inesperada fuerza se adueñó de mí?
Crecía con ímpetu incuestionable, cada vez más seguro, y me dije: ¡Volveré!
Llegamos
a Londres. Nos esperaba una amiga de Luisa que había vivido en Barcelona, Fanny
Bonner, teósofa también, muy amable. Vivía en una torre magnífica, en las
afueras de la ciudad y separada de ella por grandes bosques en los cuales
habían grandes espacios verdes donde reposar, gozar del sol, de los pájaros
amigos que, acostumbrados a la presencia humana, hacían vida en común. Fue lo
que más me gustó de Londres; sus extensos bosques, su exuberante vegetación, el
misterioso cielo azul-gris que entreabría a veces sus sorprendentes ventanas
por donde, entre nieblas, asomaba el sol dulce y potente; pero siempre
acariciador. La ciudad no era tan acogedora como Ginebra. O yo no me sentía en
ella con la comodidad que invita a estar.
La
amiga se cuidó de acompañarme a resolver pormenores del viaje. El barco era un
buque de carga. El viaje duraba doce días durante los cuales habíamos de estar
separados, Edmond en la bodega con los hombres y yo en la bodega con las
mujeres. No había comunicación. Edmond estaba a 41º de fiebre a motivo de las
vacunas antivíricas o infecciones. Yo no iba a sufrir por mí aunque también
tenía fiebre; si no por él. Los motivos, tomaban cuerpo y no favorecían la
respuesta; voy. Fanny comprendía y quiso, el día anterior a la salida del
barco, ir a hablar con el capitán. Este le dijo a la Sra. Fanny que no lo podía
aconsejar. Que yo era muy atractiva, que en Port Said había trata de blancas y
que el público, acostumbrado, no concedía al hecho importancia alguna. Que yo
no me preocupase, ni del hijo ni del equipaje, si no de mí y que el peligro era
claro e indiscutible. En el entretanto habíamos visitado el museo Británico y
el de Arte Moderno. El Sr. Que nos acompañaba era muy alto, con unas piernas
que cada uno de sus pasos exigían dos o tres de los míos. Se me rompieron las
sandalias e iba descalza. No sé ni lo que vi.
Pero
a la mañana siguiente, en el muelle, empecé a recordar y viendo, como en una
cinta cinematográfica, se iluminaban las escenas de mi pasado y crecía en mí un
¡no!, ¡no es justo!...
Y
escribí. Escribí a Enrique, a Rukmini Devi, al Cónsul español en India, al
notario en Madrás y las envié. Mientras, el barco avanzaba lentamente y yo
dejaba escrito en el horizonte: ¡adiós! ¡para siempre, adiós!.
El
regreso a Barcelona albergaba a un ser vivo, pero inerte.
El
Dr. Revilla me encontró dos trabajos. Uno era de secretaria de un abogado con
un sueldo de 3000 pesetas mensuales y un horario de 11 a 1 de la mañana y de 4
a 7 de la tarde. El otro, era de enfermera en casa del fotógrafo Lopez, en la
fotografía Lumiere, cuya esposa tenía una enfermedad mental. El trabajo era más
intenso y peor retribuido; pero tenía el encanto de una mayor utilidad. Por
tanto fue el que elegí. Empecé de inmediato.
Con
la enferma trabajé muy gustosa. El ambiente que la rodeaba no era, en ningún
aspecto, agradable. Pero lo importante para mí era la enferma y con ella se
estableció un estrecho lazo de comprensión primero y de cariño después. Y con
el ambiente familiar, lo que me dio mejor resultado fue emplear a fondo el
sentido del humor.
Explicaré
el caso. El marido, el Sr. Lopez, enfermó de gripe. Lo cuidé como pude y supe y
le preparé un jarabe para la tos que nos hacía mi madre en tales condiciones y
que nos iba muy bien. Tenían una criada que me decía que no se tomaba el jarabe
porque le parecía baba de caracol. Yo no hice caso y seguí preparándoselo y
trayendo el termo diariamente. Un día me llamó pidiéndome que le trajera la
ropa limpia pues a la chica se le había olvidado dársela. Lo hice; pero al
abrir la puerta él estaba sosteniéndola, pero desnudo. De espaldas a él le
alargué el paquete y lo cogió.
“Bien,
pensé yo. Levántate y verás”.
Se
levantó, se aseó y vino a la mesa a desayunar mientras yo le daba el desayuno a
su esposa.
“¡Oh!
Señor Lopez. ¿Se ha mirado Vd. al espejo?”
“Si,
claro. Me he afeitado”.
“¿Y
no ha notado nada?”
“No.
En absoluto”.
“Pues
se le nota mucho. Mire, es que de tanto tomar baba de caracol, le han salido
los cuernos”.
Y
la molesta confianza que empezaba a tomar fuerza, cambió por una manifestación
nueva de respeto y consideración. La One fue cambiado por la Sra. Ripoll o Sra.
Onésima y jamás se habló en la mesa de interioridades que no tenían nada de
respetuosas. Empecé a cambiar los trapos viejos con que vestían a la enferma,
por ropa decente y adecuada. Iba con ella a los almacenes en los que tenía
cuenta abierta el Sr. Lopez, y la compra se cargaba en su cuenta y la enferma
quedaba más dignificada y yo mucho más contenta. La enferma fue cambiando el
título con que me llamaba (senyoreta o señorita) por el de filleta o hijita. Yo
ya no tenía madre y aquella voz llamándome como ella me veía, la transformaba a
ella en una madre necesitada de mi ayuda y de mi cariño. Y un trabajo que podía
haber sido duro y áspero, en su continuidad fue transformado en un halo de
ternura compartida.
Una
vez terminado mi trabajo en aquella casa por la muerte de la enferma, el Dr.
Santiago Montserrat me situó en la Clinica Platón trabajando conjuntamente con
él, al cuidado de un enfermo suyo, un príncipe libanés operado de
esquizofrenia.
Al
sol le llamaba Ma y yo le decía que Ma, el Sol, era el rey de la creación. El
asoció Ma a rey. Si me daba el sol, el no podía tocarme porque el sol era una
entidad sagrada. Todo su afán era tener un cuchillo pues quería matar a una
enfermera monja. Cuando servían la comida lo hacían con cubiertos de plástico y
el cuchillo con punta roma. Durante los primeros días tuve sumo cuidado en
protegerme siempre por el sol. Hablábamos y yo procuraba hacerlo siempre de su
madre. El empezaba a recordar cosas de su pasado, entre ellas que estuvo
castigado cuando hacía el servicio militar; que le habían encerrado en un sitio
pequeño, y a oscuras, que estuvo enfermo y que su madre le había acompañado a
España y sus tíos le habían llevado al médico, al Dr. Montserrat. Quería mucho
a su madre y al recordarla se apaciguaba. Sé que en dos ocasiones estuvo
violento conmigo. En una de ellas se levantó, vio el espejo, en el interior de
la puerta del armario y, al verse el vendaje, se lo arrancó. Al ver la sangre
en su cabeza, perdió completamente el control. Enfurecido me cogió, me retuvo
contra la pared, intentando ahogarme con su mano izquierda mientras con la
derecha amenazaba pegarme. Un rápido movimiento mío, señalando mi cabeza y a
continuación su vendaje caído encima de la cama, hizo que me soltase. Entonces
yo le dije: “No puedes matarme. ¡No eres rey! ¡No tienes corona! ¡Eres un rey
destronado, no tienes poder!” . Y se lo fui repitiendo hasta poder llegar a la
puerta y pedir socorro. Entró el enfermero, le cambiaron el vendaje y supongo
que le administrarían algún sedante pues al poco rato se durmió. No se volvió a
repetir. En los días que siguieron sus tíos me pidieron por favor si podía
ocuparme del enfermo en el turno nocturno, pues la anterior enfermera no
volvería a ocuparse de él. Acepté. Era agotador. Pero era sólo
circunstancialmente mientras se esperaba su regreso, en el Instituto Frenopático.
Durante
el tiempo que estuve con él nos daban tanta comida que me llevaba una fiambrera
y había para Pedro y para Edmond. Y también el sueldo, además de ser doblado,
contó con la gratitud de los familiares.
Le
acompañé al Instituto Frenopático. No me permitieron quedarme más tiempo, y me
fui intranquila, pues lo primero que se le hizo fue la administración de una
inyección de luminal. Yo no se lo había administrado ni una sola vez y pasaba
las noches durmiendo tranquilamente. Pero mi labor había terminado y no tenía
derecho alguno sobre el enfermo.
Tuve
lecciones en casa y a domicilio y, ante los consejos del médico de cabecera, el
Dr. Gol y Gorina, fui a visitarme con el Dr. Espadaler, neurólogo. Aconsejó una
punción lumbar para determinar el tipo de afección medular que me afectaba. El
resultado fue el hallazgo de un Hemangioma intradural en las vértebreas
lumbares. Casi inmediatamente recuperé sensibilidad por unas horas. El Dr.
Espadaler aconsejó una mielografía para cuya ejecución era preciso administrar
una substancia de contraste que la solicitarían de Ginebra por ser de más
confianza que la producida aquí. Cuando en el día y hora señalados fuimos a la
clínica, el lipiadol de Ginebra no había llegado y se me administró el de aquí.
10 ctms. Cuando la punción nos aconsejaron beber en cantidad, ponerme en cama
con los pies más altos que el resto del cuerpo. Empezaron unos dolores
intensísimos y Pedro, con la sana intención de ayudarme, me colocó almohadones
bajo los pies y piernas y los dolores aumentaron todavía más y sobrevino una
meningitis cuyas consecuencias fueron las de ocho meses en cama imposibilitada.
Durante estos meses fui sometida a diversos tratamientos. Hubo una consulta con
el Dr. Gol, el Dr. Farreras Valentí y el Dr. Barraquer. El resultado era muy
pesimista. El Dr. Farreras Valentí diagnosticó esclerodermia; el Dr. Barraquer
por su parte mieloatrofia progresiva, con la presencia de dos hemangiomas uno
en la región cervical, otro en la lumbar, ambos progresivos. Y la enfermedad de
Paget junto a una esteoporosis muy avanzada. Fui sometida a diuréticos,
vitaminas y cortisona. Todo hubo de ser suspendido. El Dr. Rotellar me hizo
análisis de orina diariamente y sangre muy a menudo durante dos meses en la
Clínica Platón. Empezaba la insuficiencia renal y hepática. Ningún médico quiso
cobrarme un céntimo.
Yo
tenía una gran suerte. No pensaba en la enfermedad, la aceptaba y vivía con
ella, pero como si no tuviera existencia real. Nunca dejé de trabajar en cuanto
podía. Mis limitaciones aumentaban; pero algunas de ellas obedecían a mi
voluntad y, sin dejar de existir, no significaban un obstáculo insuperable. Yo
vivía, vivía y vivía, a pesar de ellas y a pesar de los crudos diagnósticos de
los médicos, que jamás me engañaron y muchos de ellos han sido y son fieles
amigos. Algunos han cometido errores a veces irreparables; pero he sobrellevado
los errores con comprensión. A alguno de ellos se me ha propuesto hacerle causa
criminal. Jamás he accedido. ¿Por qué? ¿Ganaría acaso yo en mi salud? Si se
habían equivocado, no hubo el deseo de dañarme. En cambio mi represalia hubiera
sido fría, calculadora, poner premio al mal recibido. Y ello estaba en contra
de mi conciencia, cuya voz he de escuchar. Acaba siendo música celestial.
Más
adelante, a motivo de unas molestias del aparato digestivo, y luego del examen
radiológico, se me diagnosticó una estenosis intrínseca de esófago cuyo origen
era la misma esclerodermia. Ella me producía los vómitos que seguían a una
alimentación cada vez más limitada. Prácticamente no se aguantaba nada y me
atragantaba con bastante frecuencia con un molesto ahogo. Ahora mi escasa
alimentación es liquida o reducido todo a ello.
El
médico se había asustado. Pero no fue tan fiero el león y sigo luchando.
Luchar. ¿Es esta la justa palabra que define mi paso por la vida? No lo creo.
Creo que hay una nombrada ya anteriormente. Aceptación. La aceptación, al
contrario que la lucha, no impone desafío. En la lucha hay ganador y quién
muere, hay vencedor y vencido. Y el vencido queda en estado de alerta,
dispuesto a un nuevo ataque. En la aceptación no hay opuestos. Sólo y
exclusivamente, nace un nuevo estado, un nuevo sistema de vida, una prodigiosa
creación.
Ya
anteriormente a la errónea intervención del lipiadol, en el año 1952, fui operada
de apendicitis. Y la extrañeza de los médicos fue que me anestesiaban a las
ocho y media de la mañana y eran casi las diez de la noche y aún no podía
despertar.
Yo,
me sentía y veía en un gran tubo luminoso, con luz blanco-dorada intensísima.
Cruzaba aquella especie de puente, veía a mis familiares en la habitación, me
veía a mi en la cama junto a una monja enfermera y me repetía las palabras con
las que dormí. Eran, ¡gracias! Y ¡no quiero quejarme!. Por mucho que me
esforzaba en hablar no podía. Entraba en mi cuerpo; pero no podía pasar de la
frente y volvía atrás, entraba de nuevo en el puente o tubo y me sumergía en la
luz. Por fin, una voz, la de mi hijo llamándome ¡mamá!, me fortaleció de tal
manera que rapidamente penetré en mi cuerpo y exclamé:
“¡
No quiero quejarme ¡”
“Pues
no te quejes”, dijo la monja.
“No
soy yo quien se queja”.
“¿No,
pues quien es?”- preguntó la monja.
“El
cuerpo astral”- dije yo.
Esta
contestación tuvo respuestas imprevistas y no muy beneficiosas. Yo tenía a mi
lado un pequeño libro de Krisnamurti: “A los pies del maestro”.
A
la mañana siguiente, muy molesta y con el libro en la mano, me dijo: “Este
libro y el cuerpo astral, me huelen a muy poca misa”. Y se fue y no me
cuidaban. Me levanté, llamé por teléfono al Dr. Revilla y se lo conté.
Me
contestó con una pregunta:
“Onésima.
¿Te ves con ánimo de irte a casa? Yo iré a verte. Coge un taxi y ve con tu
hermana.
Y
aún no hacía 48 horas de operada cuando yo subía a pie los 82 escalones que
había para subir a mi casa.
Cuando
vino el Dr. Se lo conté. Me dijo que hablaría con el Dr. Montserrat pues en el
Hospital Clínico se hacían unas reuniones con unos yoguis indúes y que esto
sería de interés para ellos, seguramente. Para mí, desde luego, sí que lo fue.
Añadió que si hubiesen sabido las condiciones de mi estado de salud, no me
habrían administrado aquel tipo de anestesia a la cual también era alérgica.
Ignoraba lo que era el cuerpo Astral que yo había nombrado; pero insistió en
explicarlo al Dr. Montserrat.
En
el transcurso de los años me he encontrado con algunos enfermos que han pasado
una experiencia parecida. La diferencia está en que experiencias de este tipo,
aunque no iguales en su manifestación, las he tenido en estado natural, no
fruto de una intervención quirúrgica ni medicamentosa, sino como resultado de
un silencio profundo, en el que se perciben otros estados de la materia
difícilmente definibles.
En
muchas ocasiones he manifestado mi inercia ante la arraigada costumbre de
adaptar la propia conducta a los consejos manifestados en muchos libros que
pueden ser representativos de grandes verdades y de productivas soluciones.
Pero nunca serán los resultados lo verdaderos que son cuando son fruto de la
evolución de una conciencia personal que se apoya en sí misma y que recibe
lecciones directas de su propio yo, que es, a fin de cuentas, quien elige y
dirige nuestro camino.
El
natural empeoramiento del estado de mi salud, fue pues, el que me proporcionó
el conocimiento del Dr. Gol y Gorina que nos fue recomendado por un íntimo
amigo nuestro y cliente suyo. Ya he expuesto anteriormente todo lo acaecido
después.
El
Dr. Espadaler había insistido mucho en la necesidad de operar y extraer el
lipiodol. Entonces consultamos con el Dr. Barraquer padre, quien a su vez lo
hizo con su operador, el Dr. Bachs. Ambos me llamaron y me advirtieron de la
gravedad de mi caso; pero que en modo alguno podían atreverse a operar ni para
extraer el lipiodol ni por la propia naturaleza de la dolencia que ofrecía un
gran peligro. Que cuando no pudiese aguantar los dolores lo más aconsejable era
ir a Suecia donde había un neurocirujano que había operado unos casos así con
éxito.
Ningún
radiólogo se atrevía a realizar radiografía con contraste y, sin ello, tampoco
era lógico operar el riñón. Y el Dr. Gol, ante la imposibilidad de hacer
tratamiento sin garantía, se retiró como médico y siguió a nuestro lado como
fiel amigo y consejero. Y fue él quien me recomendó al Dr. Rotellar, cosa que
toda la vida le agradeceré. También él me recomendó al doctor Emilio López
Navarro, quien ha sido mi médico de cabecera durante casi cuarenta años. El Dr.
Lopez escribió al hospital de la Salpetriére explicando el caso y pidiendo
ayuda médica. La respuesta no tardó en llegar. Me recomendaban al Dr. Subirana,
de Barcelona. También en Madrid me habían hablado muy bien de él. Luego de
concertar día y hora fuimos a la Diagonal donde vivía y visitaba. Una enfermera
tomó las primeras anotaciones personales, radiografías y diagnósticos
anteriores y luego pasé con él. Activo, rápido, observador, muy penetrante, sus
preguntas eran decisivas, tanto, que conquistaban mi confianza y fortalecían mi
seguridad.
Empezó
a hacerme pruebas eléctricas. Llamó a sus colaboradores para que vieran la
enorme resistencia que yo tenía aguantando cargas muy intensas como si tal
cosa.
Y
empezamos un tratamiento. Habían regiones en extremo dolorosas y otras
soportables; pero las aceptaba con alegría y notaba beneficios. Puso tantísimo
interés, que hasta venía de Londres para aplicarme las corrientes él mismo al
coincidir en sábado. Un día le dije al doctor: “creo que podré tocar el piano”.
“¿Quiere?
Tengo piano”.
Un
magnífico piano, de gran cola, en un no menos bello salón.
Empecé
a tocar. Poco a poco fui improvisando. El doctor estaba cerca de mí, de pie. Yo
notaba, percibía su emoción. Iba llenándose la sala: médicos, enfermeras,
enfermos y familiares. Yo tocaba con entusiasmo, con una vitalidad que iba in
crescendo y que se adueñaba de mí vida entera. Las ideas eran imparables y
unidas; se intercambiaban los tonos sin ninguna brusquedad y los matices
surgían como por encanto. Un gran silencio acompañó al último acorde. Luego
despertaron en aplausos.
El
doctor Subirana vino a abrazarme, diciendo a la vez:
“Yo
tenía fiebre y creo que me ha pasado”, dijo sonriendo.
Y
yo no sé con qué voz les dije a todos:
“No
podía y hoy vuelvo a tocar”.
Y
todo fue tan espontáneo, tan limpio, tan sano.
El
Dr. Subirana tenía otra visita después de mí. Nos presentó. Era un matrimonio
con una hija que apenas podía hablar.
“Mañana,
me dijo, quiero hablar con usted”.
Y
nos fuimos.
Al
llegar a casa subí las escaleras. Cada escalón era un gesto de sorpresa, de
alegría. “No te apresures, descansa...” “Cualquiera”, pensaba yo. Y volvía a
subir como si cada eslabón pudiera ser el último. Al entrar en casa, me fui a
abrazar a mi hijo: “He subido y, Edmond, ¡yo sola! Desde abajo hasta aquí” Y a
mi hijo se le saltaron las lágrimas. Luego Pedro y yo le explicamos lo vivido.
A
la mañana siguiente el Dr. Subirana me pidió un favor.
“¿Quiere
Vd., Onésima, encargarse de la parte espiritual, moral, anímica, de estos
enfermos? Creo que puede ayudarles mucho.
Y
agradecida, acepté. Empecé con la hija de aquellos señores de León. No hablaba
apenas y muy defectuosamente. Aparte de hablar con ella y de establecer un lazo
de simpatía y de confianza, pensé que la ayuda de un espejo y la de un
magnetófono nos serían de utilidad. Así ella vería su rostro, su boca, al
hablar y oiría lo grabado una y otra vez hasta conseguir una mejor y más tarde
más perfecta pronunciación. Fue un hermoso trabajo, rico en una gama que
armoniosamente unía los valores más importantes de la vida: Voluntad, Amor,
Entrega y digna Aceptación.
El
tratamiento duró varios meses, después del cual marcharon a León. Nos
escribíamos. Alguna vez volvió a Barcelona a visitarse. Había mejorado mucho y
las relaciones con su novio se habían formalizado. Poco después fui invitada a
su boda; pero no pude ir y lo comprendieron. Conservo sus cartas, sobre todo
una de su padre. Es realmente conmovedora por su sencillez y por su sinceridad.
Hace
tiempo que no tenemos noticias. Pero sé que estamos unidos.
El
Dr. Subirana me aconsejó que reanudase las clases de danza y lo llevé a cabo.
Por medio de un amigo de mi hijo que hizo con él el servicio militar, conocí a
un profesor de baile y vino a darme lecciones, llegando a hacer puntas otra
vez. Y, en una de las Navidades cercanas organizamos un poco de fiesta y bailé
parte de lo último que había interpretado en mi concierto de Madrid. El
concierto número 2 de Rachmaninoff para piano y orquesta; un trozo de la
primera parte. Fue una ofrenda de mis esfuerzos a los que amaba y estaban a mi
lado.
Fueron
ochenta las sesiones en casa del Dr. Subirana. Y al final no quiso cobrarme
nada. En la primera exposición, en el museo Arqueológico de Badalona, que él
visitó, se enamoró de dos cuadros que, naturalmente le obsequié y quedó muy
agradecido. Con mayor motivo yo a él y a la Dra. Fernández que también me
asistía.
Era
un bello atardecer. El sol se cobijaba en el horizonte. Ligeras nubes casi
transparentes daban un tinte anaranjado al azul, rosa liláceo del cielo
bordeando la montaña. Yo sentía una inusitada añoranza y no sabía de qué.
Estaba sola en la casa pues mi hijo aún no había llegado. Las clases en la
escuela se habían acabado. Los amigos de Madrid me aconsejaban que fuera unos
días si no podía una temporada. Me hablaban de un neuro-cirujano de gran
renombre, que una mirada más no iba a sobrar y que...¡quién sabe...!
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