M A S R E C U E R D O S
Los
sinsabores no cesaban. Una violencia daba paso a la otra. Cuando Enrique estaba
en el frente, el Comisario, Luis Yutte le salvó de peligros inminentes. Acabada
la guerra, nosotros pudimos ayudarle a él. Le acogimos en la torre, ocupando la
habitación de la entrada cuya ventana daba a la calle. Era espaciosa,
confortable y muy luminosa. Era un hombre extraordinario, de ideales puros.
Tenía colaboradores que una vez le hablaron de unos fascistas que vivían cerca
de casa. Su contestación limpia y categórica fue:
“Yo
lucho contra el fascismo. No contra los fascistas”.
Esto
determina una calidad moral muy por encima de la medida humana corriente.
Conservaba un uniforme de la policía montada, que había comprado en Canadá, para
regalárselo a su hijo. Supo, que su esposa se había casado con un nazi, y que
su hijo se había hecho de las “juventudes hitlerianas”. Y ante la sorpresa
nuestra cogió el uniforme y nos lo entregó, para nuestro hijo, a quien tenía un
enorme cariño. Y añadió: “Mi esposa no sabrá nunca que yo vivo, pues no viviría
feliz y yo quiero que lo sea. Pero el uniforme se quemó en la estufa.
Siempre
decía que a Enrique le iría muy bien pasar un par de años en una escuela de
formación humana, que es lo que le faltaba. Conoció a una mujer, camarera de un
restaurante que frecuentaba y que se dedicaba también a la prostitución. La
sacó de allí, se unió a ella, la rodeó de cariño y protección y, cuando más
seguro estaba, al regresar de un viaje a Portugal se encontró con que le había
dejado llevándose cuanto él poseía, para dárselo a otro hombre con quién estaba
relacionada. Naturalmente fue una fuerte sacudida para él; pero su actitud fue
la siguiente: “La ayudé. Esa es mi parte. Ella es dueña de la suya”.
Y
este hombre vivía cumpliendo el deber por el deber mismo. Sin apegos, sin
conveniencias, sin formaciones filosóficas o alternativas de religión. Vivía y su
vida era ejemplar.
Y
yo poseía su confianza. Guardé gran parte de su vida. Tiempo después conoció a
una chica, Lolita, muy buena, con quien vivió y con la que enfermó y,
presintiendo su muerte, se casó, incluso bautizándose él primero por la
religión católica y dejar a su mujer bajo el amparo de la ley y de la familia.
Cuando
murió ya habíamos dejado la torre con la nostalgia natural. Encontramos un piso
nuevo y muy acogedor, en la calle Balmes junto al Putxet. Cercana al piso
estaba la Escuela Suiza donde fue Edmond. Aunque el piso no tenía las
condiciones de la torre, era también espacioso y muy bien distribuido. Tenía un
gran comedor y un salón contiguo separado por un arco de la construcción y un
desnivel que separaba a ambos. Tres habitaciones grandes, dos baños completos,
una moderna cocina y dos terrazas, una cubierta lindando a la casa y otra más
grande, exterior y con espléndida vista a montaña y al mar. Yo ya no me hacía
ilusiones de continuidad y pensaba..., ¿hasta cuando?
Como
dije, la nueva chica fue como una hija para mí. La vestía, la peinaba, iba
siempre con nosotros, nos quería y respetaba y estuvo en casa hasta que se
casó. Incluso sus padres se fueron a vivir a Venezuela y ella quiso quedarse
con nosotros. Toda mi vocación educadora se volcó hacia ella. Y valía la pena.
Se transformó, se hizo mujer. Pasó por nuestra vida como un copo de nieve. Se
casó y se fundió en la inmensidad.
Mi
enfermedad se manifestaba hacía tiempo. Pero yo vivía cosas que se adueñaban de
mis sentimientos más íntimos y sensibles y no significó preocupación alguna.
Poco
tiempo estuvimos en la calle de Balmes. El trabajo de Enrique iba empeorando,
un primo suyo sacerdote que dejaba su profesión, iba a vivir con nosotros, todo
apresuró un nuevo cambio para ir, en cada uno, perdiendo más o menos
rápidamente, facilidades y bienestar. Pero con el ánimo elevado todo está
sujeto a la transformación y, en el nuevo traslado, a pesar de sus
inconvenientes, hallé también motivos de belleza y de fácil adaptación. Además,
¿podía acaso rebelarme? ¿Había algún apoyo para la mujer? Por lo tanto, a mi
alcance no había otra cosa que desarrollar mi capacidad de elevar las cosas
subalternas y conducirlas a un nivel más primordial, convertir lo innecesario
en algo principal, hacer del pequeño balcón una alegría rebosante de flores. Ya
había adquirido experiencia en otra peor ocasión, y conseguí mejorar la
situación. Conque, a vivir el generoso encanto de la Creación y aprovechar la
nueva oportunidad. La vida me pone otra vez a prueba. Es la señal de lo que
habré de luchar. Y si la vida me ofrece la lucha, también me dará la fuerza
para poder darle mi saludo de bienvenida.
Los
primeros meses fueron de lucha intensa. Me acostaba a veces a las tres de la
madrugada y a las seis me levantaba, iba al mercado a las siete y a las nueve
empezaba a trabajar en la escuela de mis maestras. Cuando tuvimos el piso en
condiciones los discípulos venían a mi casa y así aprovechaba más el tiempo.
Por las tardes tenía las clases a domicilio hasta casi entrada la noche.
Sea
a consecuencia de las impresiones recibidas o por el proceso de mi enfermedad,
lo cierto es que se fue manifestando una incapacidad sensorial que
paulatinamente iba aumentando hasta llegar a ser total. Algo sufrió un cambio
en mi naturaleza, no brusco, no violento, que no influyó en mi capacidad de
amar mantenida firme en pleno desafío contra duras pruebas. Sin serlo, me
manifestaba frígida, impotente con una latente sensación imposibilitada de una
completa realidad final. Como una especie de sed sin posibilidad de agua. Como
un río sorteando infructuosamente una laberíntica montaña sin poder llegar a
fundirse o a perderse en el inmenso mar.
El
comportamiento de mi marido no era en absoluto de colaboración, antes al
contrario. Iba añadiendo a ese flujo y reflujo constante, una marea cada vez
más pronunciada.
Un
día reaccioné y estalló con inusitada fuerza mi rebelión contra la continuada
injusticia, y fue por un hecho relevante para mi aunque aparentemente menos
importante. A menudo me llamaba idiota y le decía a mi hijo que yo me estaba
volviendo loca.
En
esta ocasión, yo había hecho en la cocina una tortilla de patata y cebolla, a
la hora de comer. Terminado el primer plato, me fui a la cocina en busca del
segundo al que no había forma de encontrar. Se impacientaba en la espera
mientras iba diciéndole a Edmond:
“¿Ves
como está loca? Ahora se piensa que ha hecho la tortilla y no la ha hecho”.
“¡Bueno!
¿Viene o no esta tortilla?”.
“No
la encuentro”, - al fin contesté-.
“¡Claro!
Como que no la has hecho...”
Callé.
Se fueron, uno a la escuela y el otro fuera de casa. Y yo me las tuve con Dios.
“Mira,
le dije. Si existes Tu o lo que sea, sabes o sabéis que sí la he hecho. Si
existes Dios, he de hallarla pues yo no me engaño”.
Me
paseaba arriba y abajo del largo pasillo repitiéndome: “he de hallarla”.
Entré
en la cocina. Volví a remover cuanto había mirado sin resultado alguno. Pero,
repentinamente, surgió en mi una idea concisa, segura, y rápidamente cogí la
escalera, me subí en ella y en la parte alta de uno de los armarios y dentro de
una gran olla en la que preparaba las escamas de jabón para el lavado de la
ropa, allí, en el fondo, reluciente como un faro, apareció el plato con la
bienhechora tortilla. Mi cuerpo renacía al influjo de una nueva fuerza y una
rica energía que me impulsaba a la lucha con el invencible apoyo de la razón.
Cuando llegó mi hijo de la escuela se lo enseñé como estaba, diciéndole: “Tu
sabes que mamá no miente; y que no estoy loca”.
A
la noche no saqué la tortilla. Sólo dije:
“A
papá le gusta jugar de vez en cuando. Sácala Enrique de donde los tres sabemos
que está. El juego ha terminado”.
Yo
no quedé más cerca de lo que lo estaba. Pero él supo que, desde aquel momento
yo había recuperado mi seguridad. La cruz para soportar había cedido el puesto
y en su lugar se erigía irradiando renovada confianza, la espada para defender.
Cerca
de casa, en la misma calle vivían los amigos Cervelló. Nuestra amistad fue una
muy sana y de profunda cooperación. Desde el principio nos unió una mutua confianza
tan llena de cariño como de respeto. Un grupo de amigos, cada vez más numeroso,
venían a casa para hablar de filosofía y oírme tocar el piano. Estábamos unidos
por propósitos sinceros. Tenía apoyos muy importantes para mí como fueron: Luis
G. Lorenzana y Federico Climent Terrer, traductor de las más importantes obras
de filosofia y ocultismo, y escritor también. Tuve la satisfacción de pintar su
retrato lo que contribuyó a profundizar nuestro mútuo conocimiento y firme
amistad. El Sr. Lorenzana procuraba hacerme cantar pues decía que mi voz atraía
a los angeles. Cuando venía algún conferenciante lo acompañaba a mi casa y, al
poco rato, con aquella bondad que afluía de su madura personalidad, me
preguntaba:
“¿Cantas
todavía? ¿Quieres cantar?
Y
yo lo hacía. Se establecía un sereno silencio, apacible, dulce, que nadie se
atrevía a romper. Sin interrupción seguíamos con el piano. A menudo me invitaba
a reuniones que se celebraban en Sabadell, Tarrassa, Manresa. Y la juventud
llenaba los locales.
Y
seguí mi camino poco a poco, aisladamente. Fui representante de España por la
Escuela Arcana, y me salí voluntariamente y seguí mi camino en soledad, sin
ataduras ni dependencias.
Aquel
piso, mucho más humilde, con menos atractivos y comodidades y que fue centro de
grandes sufrimientos, también tuvo la virtud de acoger unas energías,
mantenerlas y convertirse en un centro de amor y paz.
Cuando
ya había organizado las clases matinales en casa y las domiciliarias por la
tarde, íbamos a la playa por las mañanas mi amiga Luisa y yo. Los domingos
íbamos las familias completas y unidas. Yo creía que los hombres que nos
acompañaban, Enrique, Cervelló y los hijos, tenían miedo al calor del sol y
salían de las barras de madera que protegían del contacto con la arena. Yo me
reía y les calificaba de cobardes.
Un
día nos encontramos con el médico de cabecera, y se comentó el caso.
“¿Usted
no nota este calor?” me preguntó el doctor.
“Yo
no”, contesté riendo.
Y
nos llamó a su despacho, me visitó y me mandó a un neurólogo. Desde hacía
tiempo yo notaba inconvenientes que superaba, en parte. La pierna izquierda se
adelgazaba más que la derecha, los dedos no tenían la capacidad de antes, ni de
movimiento ni de fuerza<, beber seguido me ahogaba, devolvía la comida, en
fin una serie de molestias que yo ni comentaba. El traumatólogo Dr. Gimeno nos
había aconsejado no ir a ningún neurólogo pues, aunque la enfermedad era
medular, era posible que me dejasen peor que estaba. Hallé trabajo en Radio
Barcelona y dejé este asunto para más adelante. En Radio Barcelona se
organizaba un concurso de piano. Ante la insistencia de mis amigos y de algunos
profesores, opté por presentarme. Y me presenté con el Impromtus que había
compuesto después de la muerte de mi padre. Y fui premiada con el primer premio.
En un segundo concurso, en el Price, me presenté con la misma composición: “Anda,- me dijo el
presentador- que con un poco de suerte el triunfo es tuyo”.
Yo
estaba muy nerviosa. El teatro estaba repleto de público. Los aspirantes se
presentaban con obras de categoría y además conocidas. Yo notaba que mis
piernas no estaban seguras, temblaba, no notaba el pedal. Pero yo interpretaba
y ponía en ello mi alma entera. Cuando llegó el acorde final, me aturdieron los
aplausos y los ¡viva!. Me embargaba una emoción jamás sentida y no osaba
levantarme. El presentador me decía desde dentro:
“¡Anda,
niña, saluda!”
Saludé,
discretamente, y entré. Luego supe que había triunfado otra vez. No lo podía
creer. Los amigos y familiares me felicitaban sensiblemente emocionados. “Ahora
has de ir a Ginebra”, me decían. Enrique solo me dijo: “Otra vez subiré y te
cortaré el cabello; tu cabellera llama la atención”.
Y
me lo recogí en el moño que aún conservo. Si alguna vez lo he cortado, lo dejo
crecer de nuevo.
El
concurso se celebraba en Ginebra el doce de septiembre. Era difícil; no estaba
preparada, carecía de la necesaria documentación, ni conocía a nadie en Ginebra
que pudiera reclamarme y responder por mí. Nos enteramos de que Rukmini Devi,
directora y dueña de la escuela de arte Kalaskhetra en Adyar, daba un recital
de danza sagrada en los mismos días y en el mismo teatro de la Comedie. Eso,
decidió a Enrique a que yo fuera a Ginebra y se comenzaron los preparativos.
Sigo leyendo aunque no deje comentarios por aquí. Cada día más fascinante ;)
ResponderEliminarGracias Merchi. Ya quedan pocos capitulos, tan solo tres me parece para acabar.
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