16 may 2013

Pinceladas - La vida de mi madre - Capitulo 9



Una próxima lucha nos esperaba y que había de ser trascendente en nuestras vidas, no en nuestros sentimientos. A finales de setiembre, al llegar a casa al atardecer, me contó su madre que habían ido dos hombres preguntando por su hijo, y que luego de hablar con ellos, tuvo que acompañarles. Ignorábamos el motivo y supusimos que volvería a la misma noche.
Decidimos irnos a casa de mi madre y con ayuda de mis hermanos, cambiar impresiones y decidir actitudes. Yo dejé una nota a Enrique comunicándole nuestra decisión y que esperaríamos allí. Entrada ya la noche llamaron a la puerta y vinieron a buscarme. Algo supimos en aquel momento del por qué de la detención. Habían detenido a Augusto Engelke y éste nos había acusado a nosotros y debíamos ir a Valencia a declarar.
Llovía. Conque fuimos a casa, recogí ropa, el impermeable y las botas, la última paga que había cobrado y la ropita que estaba cosiendo para mi hijo.
Tras angustiosa despedida emprendimos el viaje a la mañana siguiente hacia Valencia. Paramos en Tarragona para comer. Hubo un cambio de impresiones en este intervalo. El sueco estaba detenido por espía, cosa que no admitíamos en absoluto. Después de comer nos autorizaron a dar una vuelta por Tarragona y reunirnos con ellos allí mismo dentro de una media hora. Nos pareció imposible e inaceptable la idea de un posible acto de confianza. Antes al contrario, supusimos que era una táctica policial y, como que no teníamos nada que ocultar ni temer, dimos un paseo por el mirador y a la hora convenida, estuvimos allí. La satisfacción de los policías nos pareció sincera, que actuaban de buena fe.

Subimos de nuevo al coche y paramos en plena carretera, pusieron un disco de tiro al blanco en el tronco de un árbol, nos dieron un arma a cada uno y nos hicieron disparar. Yo no había cogido un arma en mi vida. Enrique, naturalmente, sí. Comprobados los resultados, volvimos a subir al coche y al llegar a Valencia nos sentimos engañados. Nos habían dicho que nos acompañarían a casa de unos amigos evangélicos, ella maestra también y hermana de López, de quien hablé ya cuando los hechos acaecidos  a motivo de las oposiciones. Fuimos conducidos a un piso, a una habitación muy reducida, tuvimos que dormir sentados en duras sillas. Yo no dormí. Pensé; pero tranquila. Cualquier acusación sería falsa; por tanto no había por qué temer. Sin embargo pasaban las horas con asombrosa lentitud y se acentuaba una progresiva inquietud que debía de agobiar a nuestros familiares con los cuales no había posibilidad alguna de comunicación.
Serían las seis de la mañana, cuando nos vinieron a buscar entrando de nuevo en el coche y bajo repetido engaño. Estaríamos en un hotel –se nos dijo- y ya pasarían a recogernos para ir a declarar. El hotel fue el convento de Santa Ursula, que había sido habilitado como checa. Entramos. La impresión fue la de entrar en una pocilga con tan evidente desorden y suciedad que eclipsaba todo motivo de esperanza de bien. Se respiraba un ambiente de tortura, de suplicio o mortificación. Nos rodeaban numerosos guardias de Asalto y miembros de la F.A.I. con sus pañuelos rojos y ademanes amenazadores.
Pronto nos separaron. El fue conducido a una celda con otros detenidos. La acusación que pesaba sobre mí era más grave; por lo tanto estuve incomunicada. No es de extrañar la dureza del trato ni las precauciones mantenidas. El caso no era para menos. Se me acusaba de guardar la documentación secreta de Hitler en Barcelona, de haber asistido a reuniones de espionaje en Cartagena en días determinados.
La operación de registro fue muy desagradable. Pieza por pieza fue arrancada la ropa de mi cuerpo hasta dejarme desnuda. Me despojaron de todo, hasta de la ropita que confeccionaba para mi hijo y que conservo todavía, lavándola de vez en cuando y guardándola  con el perfume de un beso. Mi hijo fue mi lucha y mi consuelo. Lucha porqué sabía que querían provocarme el aborto, pues no estaba permitido fusilar en estado de embarazo. Consuelo porqué cada pequeño movimiento del hijo en mi vientre, me revelaba su vida y ésa era mi única voluntad de vivir.
En la celda, había un banco de piedra adosado a la pared. Arriba había una pequeña ventana cubierta por una espesa tela metálica. Me subí al banco y desde allí divisé un grupo de hombres que paseaban por el patio tomando el sol. Un intenso jubilo me invadió. Entre aquellos estaba Enrique paseando lenta y preocupadamente. Su mirada recorría  los pequeños espacios de las ventanas pensando en descubrirme en alguna de ellas.
“Le diré que estoy aquí” y, sin pensar en posibles consecuencias, rompí la tela metálica y por el pequeño agujero abierto saqué la camisita color de rosa que estaba cosiendo. “Estoy aquí. Te amo” le decía a través del movimiento. Mi intención fue como un cable telefónico que, cruzando el espacio llegaba a él como un aviso. Me localizó con triunfal regocijo; pero se mantuvo inmóvil. Lentamente retiré la mano de la ventana, bajé del duro asiento y esperé. Un natural temor me invadía y no me atrevía  a movimiento alguno. Al cabo de un rato se abrió la puerta. Entraron dos milicianos con una fuerte madera y cubrieron la ventana dejándome sin aire y sin luz. Tres días consecutivos a pan y agua junto a varias amenazas durante el día, como: “ya veras lo que pasará ahora”. Y yo estaba pendiente de cualquier ruido y sobre todo al sensible tacto de mis dedos apoyados en mi vientre percibiendo los delicados movimientos de mi hijo y estableciendo un elocuente y bellísimo dialogo con él. ¡Qué bella, qué reconfortante,  qué deliciosa experiencia, qué grandioso prodigio la maternidad! Aquel  día se cumplía la quinta falta y una sorprendente ayuda vino a suavizar la tremenda inquietud de aquel momento.
Estaban sirviendo la comida. El que la repartía era un preso también. Iba acompañado de dos guardias. Al agacharse para vaciar el agua en el jarro que yo tenía, en voz muy baja me dijo: “En la primera ventana de la derecha”, y luego en voz alta:
“¡Anda! Ve a buscar la ropa que tienes tendida. Y no te entretengas que te esperamos”.
Yo salí ansiosa y llena de disimulada alegría. Sí, en la última ventana, la primera a la derecha, estaba Enrique con cinco más. Con gestos y valiéndome de los dedos, le indiqué que se cumplían los cinco meses de embarazo: lo compartimos y nos mandamos un beso. Motivos de una unión que sonreía a la adversidad y perpetuaba una promesa. ¡Siempre!
Sin poder prestar atención al emotivo encuentro, recogí la ropa que tenía más a mano y regresé a la celda dando las gracias a los que me habían favorecido. Hasta la noche, en que tuve que salir para mis necesidades, no pude decir a una mujer desesperada que no encontraba sus enormes bragas, que las tenía yo. Ella llevaba casi un año allí y entraba y salía cuantas veces quería de la celda y las pudo recuperar.
Días después hubo una gran redada. Cuatrocientas personas a las que iban acomodando en las diferentes cárceles o checas. En mi celda entró una mujer alemana. Su esposo estaba igualmente detenido; los dos eran espías.
Se cumplieron los tres días de castigo y restauraron la ventana. Volví pues, a tener aire y luz y pude volver a ver el sol y el cielo azul.
La mujer espía hablaba un poco el español: pero yo nada sabía de alemán. Incluso en las cárceles había discriminación de sexos. Mientras los hombres salían cada día a pasear y tomar el sol, charlar, caminar, etc. las mujeres permanecíamos encerradas y vigiladas con mucha más intolerancia.
La alemana se entendía con su marido por medio de movimientos. El, agachándose y enlazando o desligando los cordones de sus zapatos; ella manipulando un pañuelo de cuello que llevaba puesto, de fondo marrón con lunares de apagado amarillo, anudándoselo en distintas posiciones se entendían perfectamente bien.
Por las noches pasaban lo que llamaban “la requisa”. Consistía en llamar a la puerta de las celdas en las que habían presos a fusilar. Y era alrededor de las once horas cuando empezaba el macabro sonido y pocas horas después empezaban los terribles fusilamientos. De vez en cuando a alguno de los presos se le obligaba a presenciarlos y a determinar después si conocían a alguno de los muertos o moribundos.
La alemana me había enseñado una muy corta melodía que yo aprendí a entonar. Me pidió que el día en que me eligiesen a mi para tan inhumano enfrentamiento, si su marido se hallase entre los agredidos, le entonase aquella melodía y él sabría así que ella estaba con él. Y una noche, inolvidable noche, vinieron a por mí. Descendimos un piso. Entramos por un corredor a una galería en forma de herradura. El cielo estaba sembrado de estrellas; pero a mi se me antojaban aves de rapiña.
El patio, en la base inferior, estaba vacío. Pronto aparecieron los presos alineándolos alrededor. Algunos se desabrochaban el cuello de sus camisas, con expresión de ahogo, de falta de aire para respirar. Sus rostros graves, sus bocas cerradas como sus puños que parecían contener y retener una energía que se les iba a quitar. Eran un número de treinta; pero aparecían como una masa compacta y homogénea que el intenso, terrible y desesperado sentimiento convertía en una íntegra unidad.
Yo creía que morirían todos al mismo tiempo; pero no. Formaron grupos de cinco en cinco y fueron seis las veces que tuve que oír aquellas voces crispadas por el odio, por la venganza y el miedo gritando: ¡disparen!. Y un ruido seco, hiriente, punzante como la punta de una afilada espada, atenazadora como un huracán, se hundía en los aires y temblaba en los corazones tristes y amenazados. Algunos gritos de dolor, expresión de desespero, otros de ¡viva! a algo que despedían para no volver. Y luego un silencio amargo y espeso. Un enorme charco de sangre que tuve que pisar atravesando el espacio en el que, cada pie que se hundía en él, llevaba aquella negra, oscura y horrible orden...¡¡Disparen!!
Y hallé al marido de aquella mujer espía, pero esposa; espía, pero también madre tal vez. Quizás era justo; pero yo no lo sabía, y me fui junto a él. Tenía los ojos muy abiertos, tanto que parecían redondos con sus pupilas rojas de lágrimas de sangre.
En un enorme esfuerzo entoné cinco, seis o tal vez siete notas y, no pudiéndolo evitar, le besé. Le besé y me alejé. A los vivos los remataban; pero no lo vi; me marché. No conocí a nadie más. La acuciante pregunta adquiría caracteres más y más apremiantes, más intensamente imperativos: ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué?.
Y una oleada de amor convertía en suave pincelada y extendía un sedoso manto de ternura que transformaba el charco de sangre en un amoroso lecho fraternal.
Eramos, somos hermanos, hijos de una misma creación; frutos del mismo árbol, miembros del mismo mundo, todos con los mismos derechos e idéntica obligación. Entonces ...¿Por qué?, ¿la guerra? No. eso no era ninguna solución.
Y el olor, el hedor a sangre me duró varios años.
Cuando yo salga, me dijo la esposa, tú saldrás de aquí ocho días después que yo. No recuerdo los días más o menos que ella estuvo aún en la checa; pero sí que a los ocho días de haber salido ella, se hizo el juicio y fuimos trasladados a la cárcel. Durante el tiempo que estuvimos en la checa aprendimos ciertos trucos para estar más o menos en comunicación, no suficiente; pero cuando estás privado de todo, un poco basta. Uno de ellos era quitar el taponcito verde de la naranja y colocar en el hueco un papelito enrollado, con unas palabras que nos aportasen cierta tranquilidad y un estimado mensaje de alegría. Conservábamos el papel, por lo menos una noche o lo comíamos si lo creíamos necesario. Pero este mensaje contenía un sagrado valor, pues lo que compartíamos juntos contribuía a la renovación de una mermada confianza, a la anulación de ciertos escollos y a disminuir la importancia de las dificultades. A veces me parecía recuperar el encanto virtual del mar y del cielo y que el irisado conjunto, transformaba la faz oscura y dolorosa de la checa en pura luminosidad.
Las cosas más caóticas y tenebrosas pueden ser reversibles y convertirse en agradables contingentes de realidad bienhechora. Todo lo manifestado tiene su cara y su cruz. Así las experiencias vividas en estos tan crudos momentos, sumergidas en la integridad y asegurados en la entera aceptación de los dones de la vida, atraen la consolidación de unas consecuencias legítimamente depuradas. El resultado es el aumento de la energía en el bien.
Llegó el día del juicio. Los presos íbamos en el coche policial, esta vez con los cristales con visibilidad externa también. La luz nos dañaba; pero la pequeña sombra de libertad nos entonaba y comunicaba un tímido gozo. Nos enteramos allí de que no se había realizado el juicio con anterioridad por el fallecimiento de Augusto Engelke, torturado con el martirio de la gota de agua. Los días asegurados como prueba en contra, eran el 6 de enero de 1937 y el 16 de febrero del mismo año. La comprobación era milagrosamente fácil. El día 6 de enero yo daba una conferencia junto con el Dr. Martí Ibañez y recogido donativos a beneficio de Pro Infancia Obrera. Habían los anuncios y catálogos con las fotografías, y las firmas de los donantes. El día 16 de febrero era mi aniversario y había recibido flores de una floristería de la plaza de Urquinaona. Los datos completados por las direcciones serían sometidos a investigación y según los resultados así sería la condena: ejecución o libertad.
Fuimos conducidos a la cárcel, no se si la de mujeres era en San Juan de Reyes y la de hombres en San Julián de Reyes o viceversa. De nuevo separados pero en mejores condiciones y más fortalecidos.
La estancia en la cárcel fue más llevadera por el trato más humano recibido. La celda impresionaba más pues daba un sentido más auténtico de reclusión. El techo altísimo y la voluptuosidad de las puertas, acentuaban la sensación de soledad. No podía verse el exterior pues la pequeña ventana no estaba al alcance ni aún subiéndote al camastro. En cambio la carcelera me trataba con consideración y algunas veces me traía cacahuetes, avellanas, almendras o nueces, cosas que no entraban en absoluto en la comida normal y obligatoria. Pasaba algún que otro rato conmigo, cortos; pero me demostraba confianza y creo que no quería traslucir una esperanza que seguramente guardaba en su interior. Pasaron las Navidades y Año Nuevo. Nos dimos cuenta por los ruidos y voces del exterior. Yo ya había cumplido las siete faltas cuando una noche entró sonriente y muy azarosa me dijo:
“¡Onésima, vaya! Arréglate y recoge tus cosas. Te vas. Ha llegado la orden de tu libertad y sólo puedes estar cinco minutos”.
“¿Mi libertad?, pregunté yo. ¿Qué día es hoy?”
“Treinta de enero, contestó”.
Habían pasado cuatro meses largos, intensamente dolorosos.
Pero al fin, ¡libre!
“Como que hay alarma –añadió- no hay luces ni en las calles ni en las casas. Fíjate en el suelo. Verás un raíl; síguelo; conduce a una avenida por la que llegará un tranvía que te llevará a Valencia. Adiós. Salud y suerte. ¡Ah! Y un beso al niño de mi parte cuando llegue.
Y nos abrazamos.
La oscuridad era tan intensa que desconocía dónde ponía los pies. Tampoco la luna iluminaba el camino. Mis pasos eran temblorosos, inseguros; temía hundirme en algún hoyo y que algún agente extraño pudiera dañar a mi hijo. Al fin llegué a la anunciada Avenida. Sentada en el suelo había una mujer víctima también como su marido, al que esperaba, de una denuncia del mismo origen que la nuestra, aunque no tan grave. Supusimos que, en ambos casos el motivo habían sido los celos, pues se había prendado, también, de una hija suya de mi edad.
Hubo una nota llena de comicidad. Esperando a su esposo que debía de llegar a San Julián de Reyes, vimos una sombra a lo lejos. Ella empezó a gritar:
“¡Fernando! ¡Fernandoooo!
Y la sombra se iba acercando, pero no había en ella movimiento alguno que contestase con evidencia. Ella insistía con sus gritos ya nerviosos y, de repente, un rebuzno fuerte y lastimero fue la única contestación. Yo no podía parar de reír. Era un asno, así, con todas las letras.
Al fin llegó su marido y juntos nos fuimos a Valencia. Nos hospedamos en el Hotel Regina y tuvimos que estar juntos pues no había más que una habitación. Y, nueva exhalación de risas. El marido nos salió del cuarto de aseo con un largo camisón blanco y un gorro con una estupenda borla de colores en el pico. Yo perdí todo poder de discreción y no podía contenerme. De vez en cuando aparecía el comprometedor chirrido de hip. hip. aspirado y los contagié a los dos. Al fin pudimos dormir.
De buena mañana me fui a Correos con el fin de poner un telegrama a la familia. Y al salir, con gran sorpresa, nos hallamos uno frente al otro mi hermano Juan y yo. El llevaba varios días en Valencia para averiguar algo sobre nosotros. Supo que estábamos en la cárcel; pero nada más. Y se hospedaba en el mismo Hotel Regina. Enrique estuvo unos días más y llegó también mi hermana Sinesia.
A partir de ahí estuvimos todos en casa de los amigos evangélicos hasta regresar a Barcelona.
Había llegado más o menos el fin de una triste odisea que pudo haber sido mucho peor. El celo de los policías nos había conducido a la libertad.
Habíamos sufrido tanto, por variados e insospechados motivos que nos sentíamos como incapacitados para saborear, para disfrutar de la gran nueva aventura de nuestra libertad. Era una extraña sensación de gozo, una mezcla de atrevida esperanza y de inquieto estado de alerta. Quizás esto era lo más parecido a cuanto podíamos vivir en aquellos momentos. Nuestro reencuentro, la gozosa reunión familiar, el agua bebida y el pan comido sin miedo, sentarnos todos en la misma mesa, ver los rostros con tanta amargura vivida mirarnos con aquel amor, la paz que traslucía a los ojos un sin fin de calidades imprevistas pero que surgían con ímpetu arrollador luego de un largo silencio, era de incalificable, indecible valor. Era como un dulce y reparador sueño tras la amargura de una injuriosa pesadilla. Estábamos juntos.
Enrique fue destinado a la batería de Montjuich. Yo a un grupo escolar en Montjuich también. Pero Enrique tuvo que marchar al frente.
Un accidente en el coche que conducía mi hermano Leovigildo, en el que íbamos mi madre, mi hermana Sinesia y yo precipitó unos días el parto. Mi madre se había roto una costilla. Nosotros una herida sin importancia. Pero poco después se manifestaron las molestias naturales y escribí una carta a Enrique anunciándole que el hijo iba allegar de un momento a otro y la llevé yo misma al motorista que salía para el frente a fin de que fuera el primero en saberlo. Al llegar a casa de mi madre ya pronto rompí aguas y bajo un cielo enrojecido por el fantasma de la guerra empezaron los dolores, más felices y más llenos de bellos anhelos y más majestuosamente recibidos. Y a las nueve de la mañana del día 29 de marzo de 1938 nacía la más auténtica bendición de mi vida. Mi hijo. Edmond. Pesó 4.200 grms. En una cama contigua estaba mi madre, bendiciéndonos a los dos. Mi hijo tiene ahora sesenta años. No sé si los tenía al nacer ni si los tiene ahora. Un hijo no tiene edad. Es Vida y encarna sus misterios.
Cuando pude reintegrarme a las clases, al cabo de un mes, la mayoría de las veces las daba al aire libre; y en uno de estos días, la escuela fue bombardeada. El parvulario quedó destruido; pero no hubieron víctimas y mi nuevo destino, en la calle Vila Vilá, sufrió la misma consecuencia. Entonces Puig Elías que en aquellos momentos regía como director en el Ministerio de Cultura, me instaló en él como jefe del departamento de 2ª Enseñanza Musical. Trabajé allí con verdadero entusiasmo; pero el ambiente era inseguro y desorganizado. Hacía poco que el Ministerio de Cultura estaba en Barcelona y todo estaba aún algo revuelto. Diariamente tenía contacto con Federica Montseny, hija de Federico Urales. Todo un carácter.
Había empezado la temporada del Liceo, y creo que había un cierto abuso de las actividades lúdicas. ¿Era la guerra que lo trastornaba todo?
Si en la checa había discriminaciones de sexo aquí las había de clases. Me enteré por las mecanógrafas de que en los dos horarios de comida que habían establecidos, el de la una correspondía a los subalternos y el de las tres a los superiores. Pues bien. La comida no era en los dos de la misma calidad, y durante unos días fui a comer en el primer horario para comprobarlo. Y si, era cierto. Y así se lo comuniqué al Sr. Negrin, en una comida en el Ministerio luego de una reunión. Y hubo un cambio: cambio que no duró mucho pues las tropas fascistas se iban asegurando y las republicanas, carentes de ayuda, iban retrocediendo.
Por las tardes, el Ministerio de Cultura quedaba casi vacío. Había un señor cordobés que llevaba muchos años trabajando en el Ministerio. Nos hicimos buenos amigos y él me advertía del movimiento polítco-militar y se sentía muy pesimista. Una noche vino a mi casa (yo vivía en la casa de mi madre) a avisarme de que no fuera al Ministerio a la mañana siguiente, pues no encontraría a nadie.
“No puede ser, contesté yo. Me habrían advertido”
“Pues se han ido esta tarde y están en Gerona”.
A la mañana siguiente fui al Ministerio. Realmente estaba vacío. En el despacho del Director estaban los nombramientos de los maestros y directores de distintos centros escolares así como las de los empleados del Ministerio. Se habían llevado parte de la documentación, pero recogí lo que quedaba y me lo llevé pensando que eran posibles vidas en peligro.
En un coche del cuartel de Artillería donde estaba mi hermano Leovigildo, salimos mi madre, Edmond y yo con unos de los jefes del cuartel. Junto a Cardedeu tuvimos que parar y descender del coche. Mi madre y yo, con mi hijo en brazos, nos escondimos entre el trigo de un campo cercano. Sin saberlo nos habíamos refugiado en un campo de aterrizaje. Pasaban las pavas y disparaban locamente. Yo cubría a mi hijo con mi cuerpo; pero recogí un trozo de metralla que cayó muy cerca de su cabecita. Mi madre estaba protegida por unas matas muy espesas y no se movía. Calmóse el ataque y volvimos al coche. Los militares que iban también  en él nos ayudaron a salir y seguimos hasta Gerona sin más problemas. Allí descansamos en un local de Pro Infancia Obrera, repleto por cierto de alimentos infantiles y a la mañana siguiente fui a la Catedral donde estaban reunidos. Les hallé quemando papeles en uno de los patios. Entregué lo que yo había reunido y, mi sorpresa y desengaño a la vez fue la acogida que tuvo mi gesto.
“¿Y para esto has venido?
“Sí. Creí salvar vidas, contesté”.
Se me ofreció ir a México o al congo Belga.
“No. Me espera mi madre con mi hijo y nos reuniremos con mis hermanos en Banyolas.
Me despedí y me fui. No supe nada más.
No se me ocurre ningún comentario. Entonces tampoco, ni contesté. Al recordarlo siento el mismo cansancio que me agobió entonces.
Rápidamente me reuní con mi madre y mi hijo. Durante los primeros cinco meses pude amamantarle. Es el mejor gozo para la madre y el mejor alimento para el hijo. En el transcurso de mi vida he conocido a madres celosas, posesivas. ¿Cómo tener celos de algo que nos ha dado lo mejor de su vida? Sus primeras miradas, sus primeras sonrisas, sus primeros besos y primeros pasos. Su primer despertar a todas las primicias y amaneceres de la vida en manifestación. Nos hemos dado y recibido los encantos primorosos de nuestras mútuas exhalaciones.
Luego, nuestro paso por la vida construye o diluye, conserva o dilapida los tesoros adquiridos y que han de ser nuestra suprema ofrenda a la creación.
Llegamos a Pro Infancia Obrera y allí esperamos a mi hermano y al resto de la familia. Nos dirigimos a Banyolas donde mi hermano ya nos había encontrado un hogar donde albergarnos.
En él vivían dos mujeres y una niña, madre, hija y nieta. El padre estaba detenido en la cárcel Modelo de Barcelona. Era una calle silenciosa y la casa grande, una especie de masía. Nosotros fuimos instalados en la parte superior; pero pasábamos el día en el comedor, con ellas y junto a la chimenea, entrando y saliendo de un huerto en el que había aves (gallinas, pollos, conejos) verduras y árboles frutales.
Las tropas se iban retirando. Yo preguntaba a cuantos podía, orientación sobre la situación de la batería donde estaba Enrique. Un día me dijeron: están en Banyolas, al otro lado del lago. Y cogí a mi hijo y en una barca, remando, fuimos al lugar indicado; pero ya no estaban; se habían ido a Francia. En otra ocasión habría admirado la belleza del lago y sus alrededores; pero en aquel momento mi único interés era encontrar a Enrique y que viera a nuestro hijo. Regresé desazonada y cansada también por el esfuerzo; nos acostamos pronto a fin de dormir.
La abuela de la casa tenía unas ocurrencias muy graciosas y nos distraía en muchas ocasiones en que podía dominar la angustia y en algunos la depresión.
Entraron los fascistas con uniforme republicano y, a traición, mataron a los soldados que estaban descansando. Los moros sembraron el miedo, la inquietud y la desconfianza. Se apoderaban de todo, hasta de los niños, si podían. Yo me quedaba arriba con mi hijo. Lo apretaba contra mi pecho, unía nuestros rostros y procuraba que no se oyera su tenue voz. Ellos entraban cuando se les antojaba; cogían comida, huevos, fruta, pan, y cuando descubrieron las aves no dejaron ni una. Se habían convertido en los amos del pueblo y le tenían atemorizado.

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