T R A N S F O R M A C I O N
Inmediatamente
luego de haber situado cada cosa en su lugar, de conocer cada cual el rincón en
el que iba a desenvolverse su vida y de arreglarlo a su gusto y comodidad,
enfocamos nuestra atención al
conocimiento de los alrededores de la casa. Cerca, muy cerca, teníamos una
lechería con leche natural que se ordeñaba allí. Seguía un centro de
comestibles donde había cuanto podíamos menester. Sus dueños, muy amables,
tenían cuatro hijos, dos de ellos varones: de las dos hijas, la mayor ayudaba a
los padres en la tienda junto a un dependiente que se llamaba Desiderio, (nos
pareció de los nuestros) y la hija menor iba a la escuela. En la misma acera
había una fábrica de tejidos, Blanch y Murillo, y casi ya en la esquina una
pequeña mercería donde hallábamos lo más preciso. En la acera de enfrente había
una carnicería, una fábrica de galletas Nelia, una escuela Academia Serra, una
lavandería, una cafetería y en los bajos de una gran casa, un laboratorio y una
perfumería.
Por lo tanto estabamos muy bien
situados. No muy lejos había un gran mercado, el de San Antonio que daba nombre
al barrio en que estaba circunscrito. Allí íbamos a comprar mi madre y yo
cuando mis hermanas ya trabajaban.
De mis hermanos, Leovigildo entró
a trabajar en la ferretería Marsal y Hnos., en la calle Hospital, Leandro
estudiaba en la escuela del trabajo pues él quería seguir un oficio; mis
hermanas trabajaban en los cafés La Garza, y María, la mayor, en un laboratorio
en la misma calle Viladomat, pero cerca del Paralelo.
Y para mi el problema fue
encontrar una escuela laica. En todos los centros escolares era obligatoria la
religión. Por fin, tras largos días de infructuosa búsqueda, fue en la
Escuela-Academia Serra donde aceptaron acogerme sin el compromiso religioso.
Las maestras y dueñas de tal escuela eran dos hermanas, Dª María y Dª Margarita
Serra Gramunt. La primera era la directora y la segunda se ocupaba de los
párvulos y primera enseñanza, aunque también presidía las matemáticas y las
clases especiales de dibujo, pintura, francés, mecanografía y rítmica y danza.
El primer día de clase me
hicieron escribir una carta a una amiga agradeciéndole su invitación a pasar
una tarde en casa donde irían otras niñas a jugar.
Yo escribí excusándome por no
poder acudir, agradeciendo al propio tiempo su atención. El motivo de mi
negación era el no disponer del tiempo necesario para cumplir con mis deberes
escolares que para mí estaban en primer lugar.
Esta respuesta me valió una buena
nota, me situaron a una clase algo superior a mi edad. Nos unió para siempre un
muy sincero cariño y, por mi parte, además, una merecida devoción. Su presencia
en mi vida fue casi tan importante como la de mis padres y su recuerdo tan
amado como igualmente fiel.
Vivían consagradas a su
profesión, cuidando sus distintas actividades con alto sentido de
responsabilidad. Tenían en cuenta la necesidad de una enseñanza amplia y
esmerada y, paralela a ella un profundo respeto a la educación les hacía unir,
al estudio, la práctica de las leyes cívicas, morales y espirituales. Nunca me
forzaron ni influyeron sobre nuestra actitud antireligiosa. Pero yo estaba en
la clase cuando se estudiaba y repetía la doctrina, la historia sagrada y poco
a poco se dieron cuenta de que había en mi un misticismo oculto a punto de
florecer. Ellas no insistieron pero tampoco fueron la barrera opaca que se
opusiera a la transparencia que empezaba a denunciar una espontánea y nueva
floración.
En la clase de labores era fácil
encontrar debajo del bastidor, una vez terminada la tarea, un pequeño bloc de
dibujos, siempre del rostro de Cristo. Yo, había encontrado al fin algo en que
verter, en que depositar mis ansias de pureza y de eternidad. Y esto lo
mantenía lejos de cuanto no fuera mi sagrada intimidad.
Entretanto mi padre había hallado
ocupación en la Diputación de Barcelona, como cobrador. No era definitivo; pero
se sentía satisfecho por la confianza demostrada y porque ya toda la familia
estaba situada. Pronto fue ya contratado como gerente de la casa de muebles de
la que eran propietarios los primos de mi madre. La nueva situación fue, desde
aquel momento, mucho mejor en todos los aspectos de lo que todos nos
congratulamos.
Mi vida en la escuela continuaba
rigurosamente conectada a un proceso de renovación. Una de las especialidades
de la escuela, además de las ya mencionadas, era la clase especial de música,
cuya profesora era Dª Teresa Rovira. En un saloncito aparte con balcón al
exterior, había un piano. Los primeros domingos de cada mes íbamos a pasar la
tarde (los que queríamos) con nuestras maestras. Habían juegos, algunos de
adivinanzas, que yo hallaba muy divertidos; ensayos de alguna obra para fin de
curso, etc. y en estas tardes yo tocaba el piano.
Durante la semana (la profesora
de piano daba las clases por la tarde al finalizar el horario escolar) yo me
quedaba para irle a buscar merienda, así las alumnas no tenían que dejar la
clase y yo aprovechaba el momento para oír las explicaciones, mirar el libro de
solfeo, aprender a llevar el compás, etc. Dejé de comprarme el chocolate o
galletas para mi merienda y, con el ahorro pude comprarme el libro Solfeo de
los Solfeos y otro de Teoría de la Música. Y en casa leía y solfeaba. La
portera tenía una hija que estudiaba el piano y me permitía tocar en él, así
podía practicar. En la revista “El hogar y la moda” publicaban a veces piezas
musicales que yo me aprendía y tocaba en la escuela. Así que mis maestras
notaron mi progreso y se lo dijeron a Dª Teresa. Esta me llamó y quiso
escucharme en el solfeo y en el piano. Y me hizo una proposición.
Yo te prometo- me dijo- darte
clase desde ahora gratuitamente. En Navidades tocarás una pieza y cantarás una
canción. Invitaré a tus padres para que te oigan y veremos su respuesta. Creo
que seguirás en la música.
“Gracias. Es cuanto deseo”,
contesté.
“A veces, añadió Dª Teresa,
deseamos algo que encarna nuestra aspiración y no nos damos cuenta de que
aquella misma cosa nos desea, nos atrae o nos subyuga implícitamente, a
nosotros. Yo creo que la música te espera a ti, niña”.
Yo, enmudecí. El cielo se había
abierto para mi y me sentí acogida en un mundo de ensueño con un creciente
interrogante. ¿Cómo? ¿cuándo? ¿qué?... Algo impalpable, incorpóreo,
suprasensible, vibraba en mi en una frase solemne: la música te espera a ti,
niña.
Y empezaron las clases. Mis
maestras me permitían estudiar en su piano y a menudo, me decían; “Hoy
improvisabas luego de estudiar. A ver que dirá Dª Teresa”.
Y Dª Teresa sonreía y me
aconsejaba. “Sobre todo los dedos bien hundidos en las teclas. Así obtienen más
firmeza y seguridad: la muñeca suave, muy suave, como una pluma que quiera
pulsar”.
Era el lenguaje que yo necesitaba
y me repetía al estudiar: dedos fuertes, muñeca suave... Y pasaban las horas
sin que el tiempo se relacionase con mi conciencia.
Una mañana entró una compañera en
la clase:
“Ripoll, en tu escalera suben un
piano...”
Me levanté como un rayo. “¡ Dª
María! Grité: ¿voy?...”
La escuela estaba tan cerca de mi
casa que en un salto llegué allí, y ... sí; era en mi casa. Un piano negro,
reluciente, marca Estrella, con un sonido dulce y aterciopelado. Yo no sabía
que hacer ni que decir. Abracé a mi madre. Las dos mezclábamos lágrimas de
alegría, regocijo y en mi una indescriptible gratitud.
Mi madre muy emocionada me decía:
“No te lo esperabas, ¿verdad?,
pero es que hoy cumples nueve años”.
“Nueve años, dije yo. El primer
cumpleaños en Barcelona y... ¡un piano!
Hubiera querido añadir tantas
cosas, se almacenaban en mi ternuras tantas y tantas promesas y gratitudes por
el inmenso caudal recibido, que tan sólo pude exhalar un trémulo “gracias” y
desahogarme en llanto.
Volví al colegio. La noticia
había sacudido el ambiente y el griterío, felicitaciones, risas de alegría,
abrazos colectivos, todo demostraba que aquel era un día de fiesta para todos y
que lo celebrábamos con sincera unanimidad.
“Esta tarde no venga, Ripoll.
Celebre su aniversario y disfrute de su piano”.
Y así fue.
Los verdes ojos de mi padre se
humedecieron cuando fui a recibirle al llegar y le abracé con todo mi
irrefrenable entusiasmo. Luego me explicaron cómo y dónde lo habían comprado
ayudados por Dª Teresa, quien supo también guardar silencio.
La visión del piano en mi propio
hogar era algo verdaderamente maravilloso. Qué placentera paz, que gozosa
plenitud, qué luminosa realidad llenaba los rincones y, con qué intensa emoción
se hundirían mis dedos en el teclado grabando en cada nota una acción de
gracias. Mi piano y yo seríamos desde entonces una auténtica unidad.
Una vez todo en orden, nos
decidimos a visitar al Dr. Pell y Cuffi. No estaba en su casa cuando llegamos y
su esposa muy amablemente, nos acompañó mientras le esperábamos.
“Esta cara la recuerdo yo, dijo
mirándome. Déjenme pensar, prosiguió. Y juntó sus manos en la barbilla, apoyó
en ellas su cabeza, y sus ojos inquietos era como si buscara una aguja en un
pajar.
“Vamos a ver”, seguía. En su
rostro asomó una alegría y exclamó:
“Ya está. Es la primera del
catálogo, la niña de Menorca. ¡Oh, que contento estará mi esposo, como yo
también!
Momentos después. “¡Federico!
Llamó. A ver si adivinas quién está aquí.” Y entró el Dr. Me miró y...
“¡Onésima!”,exclamó abrazándome. Ahora tienes nueve años. Me acuerdo tanto de
ti. Estos ojos los conoceré mientras viva. Vamos a ver estos pies. Y los
examinó. Bien. Pronto podrás llevar zapatos bajos. Y, dirigiéndose a mi madre
le dijo: unos de corte bebé, ¿sabe?.
Mi corazón dio un vuelco. Como
los zapatos de charol de los niños de “Es Castell”. Otro sueño hecho realidad.
Y los primeros zapatos fueron un
verdadero acontecimiento. Al subir a un tranvía yo sentía la necesidad de
compartir con los que iban en él las primicias de mi intensa satisfacción. Así
que, sin más rodeos, les enseñaba mis pies y les decía: mire, llevo zapatos,
zapatos bebe. ¿Ve?
Y mi madre daba ciertas
explicaciones mientras yo aprendía a callar. Y guardé en el silencio la
confesión al ángel que me acompañaba y que compartía mi propia vida.
Algo había quedado en el
cochecito azul. Una porción de cielo inconquistable tal vez.
La niña de Menorca, cuántos recuerdos tenía en su mente aún al escribir su vida. Curioso ver lo que estudiaban entonces las niñas, me ha recordado a mi madre cuando hablaba sobre su bastidor y sus labores. Cómo refleja la Barcelona de aquella época. Espero los nuevos capítulos.
ResponderEliminarGracias Merchi. Cuando escribió esto tenia la cabeza muy clara y sus recuerdos vivos. Era una persona que siempre estaba haciendo algo: pintar, tocar el piano, escribir o hacer un jersey. Me alegra que os guste y a ella también le habría gustado. En realidad, cuando lo escribió, hicimos una edición para todos sus amigos y familiares.
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