11 abr 2013

Pinceladas - La vida de mi madre - Capitulo 4º - Transformación.



T R A N S  F O R M A C I O N



Inmediatamente luego de haber situado cada cosa en su lugar, de conocer cada cual el rincón en el que iba a desenvolverse su vida y de arreglarlo a su gusto y comodidad, enfocamos nuestra atención  al conocimiento de los alrededores de la casa. Cerca, muy cerca, teníamos una lechería con leche natural que se ordeñaba allí. Seguía un centro de comestibles donde había cuanto podíamos menester. Sus dueños, muy amables, tenían cuatro hijos, dos de ellos varones: de las dos hijas, la mayor ayudaba a los padres en la tienda junto a un dependiente que se llamaba Desiderio, (nos pareció de los nuestros) y la hija menor iba a la escuela. En la misma acera había una fábrica de tejidos, Blanch y Murillo, y casi ya en la esquina una pequeña mercería donde hallábamos lo más preciso. En la acera de enfrente había una carnicería, una fábrica de galletas Nelia, una escuela Academia Serra, una lavandería, una cafetería y en los bajos de una gran casa, un laboratorio y una perfumería.
Por lo tanto estabamos muy bien situados. No muy lejos había un gran mercado, el de San Antonio que daba nombre al barrio en que estaba circunscrito. Allí íbamos a comprar mi madre y yo cuando mis hermanas ya trabajaban.
De mis hermanos, Leovigildo entró a trabajar en la ferretería Marsal y Hnos., en la calle Hospital, Leandro estudiaba en la escuela del trabajo pues él quería seguir un oficio; mis hermanas trabajaban en los cafés La Garza, y María, la mayor, en un laboratorio en la misma calle Viladomat, pero cerca del Paralelo.
Y para mi el problema fue encontrar una escuela laica. En todos los centros escolares era obligatoria la religión. Por fin, tras largos días de infructuosa búsqueda, fue en la Escuela-Academia Serra donde aceptaron acogerme sin el compromiso religioso. Las maestras y dueñas de tal escuela eran dos hermanas, Dª María y Dª Margarita Serra Gramunt. La primera era la directora y la segunda se ocupaba de los párvulos y primera enseñanza, aunque también presidía las matemáticas y las clases especiales de dibujo, pintura, francés, mecanografía y rítmica y danza.
El primer día de clase me hicieron escribir una carta a una amiga agradeciéndole su invitación a pasar una tarde en casa donde irían otras niñas a jugar.
Yo escribí excusándome por no poder acudir, agradeciendo al propio tiempo su atención. El motivo de mi negación era el no disponer del tiempo necesario para cumplir con mis deberes escolares que para mí estaban en primer lugar.
Esta respuesta me valió una buena nota, me situaron a una clase algo superior a mi edad. Nos unió para siempre un muy sincero cariño y, por mi parte, además, una merecida devoción. Su presencia en mi vida fue casi tan importante como la de mis padres y su recuerdo tan amado como igualmente fiel.
Vivían consagradas a su profesión, cuidando sus distintas actividades con alto sentido de responsabilidad. Tenían en cuenta la necesidad de una enseñanza amplia y esmerada y, paralela a ella un profundo respeto a la educación les hacía unir, al estudio, la práctica de las leyes cívicas, morales y espirituales. Nunca me forzaron ni influyeron sobre nuestra actitud antireligiosa. Pero yo estaba en la clase cuando se estudiaba y repetía la doctrina, la historia sagrada y poco a poco se dieron cuenta de que había en mi un misticismo oculto a punto de florecer. Ellas no insistieron pero tampoco fueron la barrera opaca que se opusiera a la transparencia que empezaba a denunciar una espontánea y nueva floración.
En la clase de labores era fácil encontrar debajo del bastidor, una vez terminada la tarea, un pequeño bloc de dibujos, siempre del rostro de Cristo. Yo, había encontrado al fin algo en que verter, en que depositar mis ansias de pureza y de eternidad. Y esto lo mantenía lejos de cuanto no fuera mi sagrada intimidad.
Entretanto mi padre había hallado ocupación en la Diputación de Barcelona, como cobrador. No era definitivo; pero se sentía satisfecho por la confianza demostrada y porque ya toda la familia estaba situada. Pronto fue ya contratado como gerente de la casa de muebles de la que eran propietarios los primos de mi madre. La nueva situación fue, desde aquel momento, mucho mejor en todos los aspectos de lo que todos nos congratulamos.

Mi vida en la escuela continuaba rigurosamente conectada a un proceso de renovación. Una de las especialidades de la escuela, además de las ya mencionadas, era la clase especial de música, cuya profesora era Dª Teresa Rovira. En un saloncito aparte con balcón al exterior, había un piano. Los primeros domingos de cada mes íbamos a pasar la tarde (los que queríamos) con nuestras maestras. Habían juegos, algunos de adivinanzas, que yo hallaba muy divertidos; ensayos de alguna obra para fin de curso, etc. y en estas tardes yo tocaba el piano.
Durante la semana (la profesora de piano daba las clases por la tarde al finalizar el horario escolar) yo me quedaba para irle a buscar merienda, así las alumnas no tenían que dejar la clase y yo aprovechaba el momento para oír las explicaciones, mirar el libro de solfeo, aprender a llevar el compás, etc. Dejé de comprarme el chocolate o galletas para mi merienda y, con el ahorro pude comprarme el libro Solfeo de los Solfeos y otro de Teoría de la Música. Y en casa leía y solfeaba. La portera tenía una hija que estudiaba el piano y me permitía tocar en él, así podía practicar. En la revista “El hogar y la moda” publicaban a veces piezas musicales que yo me aprendía y tocaba en la escuela. Así que mis maestras notaron mi progreso y se lo dijeron a Dª Teresa. Esta me llamó y quiso escucharme en el solfeo y en el piano. Y me hizo una proposición.
Yo te prometo- me dijo- darte clase desde ahora gratuitamente. En Navidades tocarás una pieza y cantarás una canción. Invitaré a tus padres para que te oigan y veremos su respuesta. Creo que seguirás en la música.
“Gracias. Es cuanto deseo”, contesté.
“A veces, añadió Dª Teresa, deseamos algo que encarna nuestra aspiración y no nos damos cuenta de que aquella misma cosa nos desea, nos atrae o nos subyuga implícitamente, a nosotros. Yo creo que la música te espera a ti, niña”.
Yo, enmudecí. El cielo se había abierto para mi y me sentí acogida en un mundo de ensueño con un creciente interrogante. ¿Cómo? ¿cuándo? ¿qué?... Algo impalpable, incorpóreo, suprasensible, vibraba en mi en una frase solemne: la música te espera a ti, niña.
Y empezaron las clases. Mis maestras me permitían estudiar en su piano y a menudo, me decían; “Hoy improvisabas luego de estudiar. A ver que dirá Dª Teresa”.
Y Dª Teresa sonreía y me aconsejaba. “Sobre todo los dedos bien hundidos en las teclas. Así obtienen más firmeza y seguridad: la muñeca suave, muy suave, como una pluma que quiera pulsar”.
Era el lenguaje que yo necesitaba y me repetía al estudiar: dedos fuertes, muñeca suave... Y pasaban las horas sin que el tiempo se relacionase con mi conciencia.
Una mañana entró una compañera en la clase:
“Ripoll, en tu escalera suben un piano...”
Me levanté como un rayo. “¡ Dª María! Grité: ¿voy?...”
La escuela estaba tan cerca de mi casa que en un salto llegué allí, y ... sí; era en mi casa. Un piano negro, reluciente, marca Estrella, con un sonido dulce y aterciopelado. Yo no sabía que hacer ni que decir. Abracé a mi madre. Las dos mezclábamos lágrimas de alegría, regocijo y en mi una indescriptible gratitud.
Mi madre muy emocionada me decía:
“No te lo esperabas, ¿verdad?, pero es que hoy cumples nueve años”.
“Nueve años, dije yo. El primer cumpleaños en Barcelona y... ¡un piano!
Hubiera querido añadir tantas cosas, se almacenaban en mi ternuras tantas y tantas promesas y gratitudes por el inmenso caudal recibido, que tan sólo pude exhalar un trémulo “gracias” y desahogarme en llanto.
Volví al colegio. La noticia había sacudido el ambiente y el griterío, felicitaciones, risas de alegría, abrazos colectivos, todo demostraba que aquel era un día de fiesta para todos y que lo celebrábamos con sincera unanimidad.
“Esta tarde no venga, Ripoll. Celebre su aniversario y disfrute de su piano”.
Y así fue.
Los verdes ojos de mi padre se humedecieron cuando fui a recibirle al llegar y le abracé con todo mi irrefrenable entusiasmo. Luego me explicaron cómo y dónde lo habían comprado ayudados por Dª Teresa, quien supo también guardar silencio.
La visión del piano en mi propio hogar era algo verdaderamente maravilloso. Qué placentera paz, que gozosa plenitud, qué luminosa realidad llenaba los rincones y, con qué intensa emoción se hundirían mis dedos en el teclado grabando en cada nota una acción de gracias. Mi piano y yo seríamos desde entonces una auténtica unidad.
Una vez todo en orden, nos decidimos a visitar al Dr. Pell y Cuffi. No estaba en su casa cuando llegamos y su esposa muy amablemente, nos acompañó mientras le esperábamos.
“Esta cara la recuerdo yo, dijo mirándome. Déjenme pensar, prosiguió. Y juntó sus manos en la barbilla, apoyó en ellas su cabeza, y sus ojos inquietos era como si buscara una aguja en un pajar.
“Vamos a ver”, seguía. En su rostro asomó una alegría y exclamó:
“Ya está. Es la primera del catálogo, la niña de Menorca. ¡Oh, que contento estará mi esposo, como yo también!
Momentos después. “¡Federico! Llamó. A ver si adivinas quién está aquí.” Y entró el Dr. Me miró y... “¡Onésima!”,exclamó abrazándome. Ahora tienes nueve años. Me acuerdo tanto de ti. Estos ojos los conoceré mientras viva. Vamos a ver estos pies. Y los examinó. Bien. Pronto podrás llevar zapatos bajos. Y, dirigiéndose a mi madre le dijo: unos de corte bebé, ¿sabe?.
Mi corazón dio un vuelco. Como los zapatos de charol de los niños de “Es Castell”. Otro sueño hecho realidad.
Y los primeros zapatos fueron un verdadero acontecimiento. Al subir a un tranvía yo sentía la necesidad de compartir con los que iban en él las primicias de mi intensa satisfacción. Así que, sin más rodeos, les enseñaba mis pies y les decía: mire, llevo zapatos, zapatos bebe. ¿Ve?
Y mi madre daba ciertas explicaciones mientras yo aprendía a callar. Y guardé en el silencio la confesión al ángel que me acompañaba y que compartía mi propia vida.
Algo había quedado en el cochecito azul. Una porción de cielo inconquistable tal vez.

2 comentarios:

  1. La niña de Menorca, cuántos recuerdos tenía en su mente aún al escribir su vida. Curioso ver lo que estudiaban entonces las niñas, me ha recordado a mi madre cuando hablaba sobre su bastidor y sus labores. Cómo refleja la Barcelona de aquella época. Espero los nuevos capítulos.

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  2. Gracias Merchi. Cuando escribió esto tenia la cabeza muy clara y sus recuerdos vivos. Era una persona que siempre estaba haciendo algo: pintar, tocar el piano, escribir o hacer un jersey. Me alegra que os guste y a ella también le habría gustado. En realidad, cuando lo escribió, hicimos una edición para todos sus amigos y familiares.

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