Una
próxima lucha nos esperaba y que había de ser trascendente en nuestras vidas,
no en nuestros sentimientos. A finales de setiembre, al llegar a casa al
atardecer, me contó su madre que habían ido dos hombres preguntando por su
hijo, y que luego de hablar con ellos, tuvo que acompañarles. Ignorábamos el
motivo y supusimos que volvería a la misma noche.
Decidimos
irnos a casa de mi madre y con ayuda de mis hermanos, cambiar impresiones y
decidir actitudes. Yo dejé una nota a Enrique comunicándole nuestra decisión y
que esperaríamos allí. Entrada ya la noche llamaron a la puerta y vinieron a
buscarme. Algo supimos en aquel momento del por qué de la detención. Habían
detenido a Augusto Engelke y éste nos había acusado a nosotros y debíamos ir a
Valencia a declarar.
Llovía.
Conque fuimos a casa, recogí ropa, el impermeable y las botas, la última paga
que había cobrado y la ropita que estaba cosiendo para mi hijo.
Tras
angustiosa despedida emprendimos el viaje a la mañana siguiente hacia Valencia.
Paramos en Tarragona para comer. Hubo un cambio de impresiones en este
intervalo. El sueco estaba detenido por espía, cosa que no admitíamos en
absoluto. Después de comer nos autorizaron a dar una vuelta por Tarragona y
reunirnos con ellos allí mismo dentro de una media hora. Nos pareció imposible
e inaceptable la idea de un posible acto de confianza. Antes al contrario,
supusimos que era una táctica policial y, como que no teníamos nada que ocultar
ni temer, dimos un paseo por el mirador y a la hora convenida, estuvimos allí.
La satisfacción de los policías nos pareció sincera, que actuaban de buena fe.
Subimos
de nuevo al coche y paramos en plena carretera, pusieron un disco de tiro al
blanco en el tronco de un árbol, nos dieron un arma a cada uno y nos hicieron
disparar. Yo no había cogido un arma en mi vida. Enrique, naturalmente, sí.
Comprobados los resultados, volvimos a subir al coche y al llegar a Valencia
nos sentimos engañados. Nos habían dicho que nos acompañarían a casa de unos
amigos evangélicos, ella maestra también y hermana de López, de quien hablé ya
cuando los hechos acaecidos a motivo de
las oposiciones. Fuimos conducidos a un piso, a una habitación muy reducida, tuvimos
que dormir sentados en duras sillas. Yo no dormí. Pensé; pero tranquila.
Cualquier acusación sería falsa; por tanto no había por qué temer. Sin embargo
pasaban las horas con asombrosa lentitud y se acentuaba una progresiva
inquietud que debía de agobiar a nuestros familiares con los cuales no había
posibilidad alguna de comunicación.
Serían
las seis de la mañana, cuando nos vinieron a buscar entrando de nuevo en el
coche y bajo repetido engaño. Estaríamos en un hotel –se nos dijo- y ya
pasarían a recogernos para ir a declarar. El hotel fue el convento de Santa
Ursula, que había sido habilitado como checa. Entramos. La impresión fue la de
entrar en una pocilga con tan evidente desorden y suciedad que eclipsaba todo
motivo de esperanza de bien. Se respiraba un ambiente de tortura, de suplicio o
mortificación. Nos rodeaban numerosos guardias de Asalto y miembros de la
F.A.I. con sus pañuelos rojos y ademanes amenazadores.
Pronto
nos separaron. El fue conducido a una celda con otros detenidos. La acusación
que pesaba sobre mí era más grave; por lo tanto estuve incomunicada. No es de
extrañar la dureza del trato ni las precauciones mantenidas. El caso no era
para menos. Se me acusaba de guardar la documentación secreta de Hitler en
Barcelona, de haber asistido a reuniones de espionaje en Cartagena en días
determinados.
La
operación de registro fue muy desagradable. Pieza por pieza fue arrancada la
ropa de mi cuerpo hasta dejarme desnuda. Me despojaron de todo, hasta de la
ropita que confeccionaba para mi hijo y que conservo todavía, lavándola de vez
en cuando y guardándola con el perfume
de un beso. Mi hijo fue mi lucha y mi consuelo. Lucha porqué sabía que querían
provocarme el aborto, pues no estaba permitido fusilar en estado de embarazo.
Consuelo porqué cada pequeño movimiento del hijo en mi vientre, me revelaba su
vida y ésa era mi única voluntad de vivir.
En
la celda, había un banco de piedra adosado a la pared. Arriba había una pequeña
ventana cubierta por una espesa tela metálica. Me subí al banco y desde allí
divisé un grupo de hombres que paseaban por el patio tomando el sol. Un intenso
jubilo me invadió. Entre aquellos estaba Enrique paseando lenta y
preocupadamente. Su mirada recorría los
pequeños espacios de las ventanas pensando en descubrirme en alguna de ellas.
“Le
diré que estoy aquí” y, sin pensar en posibles consecuencias, rompí la tela
metálica y por el pequeño agujero abierto saqué la camisita color de rosa que
estaba cosiendo. “Estoy aquí. Te amo” le decía a través del movimiento. Mi
intención fue como un cable telefónico que, cruzando el espacio llegaba a él
como un aviso. Me localizó con triunfal regocijo; pero se mantuvo inmóvil.
Lentamente retiré la mano de la ventana, bajé del duro asiento y esperé. Un
natural temor me invadía y no me atrevía
a movimiento alguno. Al cabo de un rato se abrió la puerta. Entraron dos
milicianos con una fuerte madera y cubrieron la ventana dejándome sin aire y
sin luz. Tres días consecutivos a pan y agua junto a varias amenazas durante el
día, como: “ya veras lo que pasará ahora”. Y yo estaba pendiente de cualquier
ruido y sobre todo al sensible tacto de mis dedos apoyados en mi vientre
percibiendo los delicados movimientos de mi hijo y estableciendo un elocuente y
bellísimo dialogo con él. ¡Qué bella, qué reconfortante, qué deliciosa experiencia, qué grandioso
prodigio la maternidad! Aquel día se
cumplía la quinta falta y una sorprendente ayuda vino a suavizar la tremenda
inquietud de aquel momento.
Estaban
sirviendo la comida. El que la repartía era un preso también. Iba acompañado de
dos guardias. Al agacharse para vaciar el agua en el jarro que yo tenía, en voz
muy baja me dijo: “En la primera ventana de la derecha”, y luego en voz alta:
“¡Anda!
Ve a buscar la ropa que tienes tendida. Y no te entretengas que te esperamos”.
Yo
salí ansiosa y llena de disimulada alegría. Sí, en la última ventana, la
primera a la derecha, estaba Enrique con cinco más. Con gestos y valiéndome de
los dedos, le indiqué que se cumplían los cinco meses de embarazo: lo
compartimos y nos mandamos un beso. Motivos de una unión que sonreía a la
adversidad y perpetuaba una promesa. ¡Siempre!
Sin
poder prestar atención al emotivo encuentro, recogí la ropa que tenía más a
mano y regresé a la celda dando las gracias a los que me habían favorecido.
Hasta la noche, en que tuve que salir para mis necesidades, no pude decir a una
mujer desesperada que no encontraba sus enormes bragas, que las tenía yo. Ella
llevaba casi un año allí y entraba y salía cuantas veces quería de la celda y
las pudo recuperar.
Días
después hubo una gran redada. Cuatrocientas personas a las que iban acomodando
en las diferentes cárceles o checas. En mi celda entró una mujer alemana. Su
esposo estaba igualmente detenido; los dos eran espías.
Se
cumplieron los tres días de castigo y restauraron la ventana. Volví pues, a
tener aire y luz y pude volver a ver el sol y el cielo azul.
La
mujer espía hablaba un poco el español: pero yo nada sabía de alemán. Incluso
en las cárceles había discriminación de sexos. Mientras los hombres salían cada
día a pasear y tomar el sol, charlar, caminar, etc. las mujeres permanecíamos
encerradas y vigiladas con mucha más intolerancia.
La
alemana se entendía con su marido por medio de movimientos. El, agachándose y
enlazando o desligando los cordones de sus zapatos; ella manipulando un pañuelo
de cuello que llevaba puesto, de fondo marrón con lunares de apagado amarillo,
anudándoselo en distintas posiciones se entendían perfectamente bien.
Por
las noches pasaban lo que llamaban “la requisa”. Consistía en llamar a la
puerta de las celdas en las que habían presos a fusilar. Y era alrededor de las
once horas cuando empezaba el macabro sonido y pocas horas después empezaban
los terribles fusilamientos. De vez en cuando a alguno de los presos se le
obligaba a presenciarlos y a determinar después si conocían a alguno de los
muertos o moribundos.
La
alemana me había enseñado una muy corta melodía que yo aprendí a entonar. Me
pidió que el día en que me eligiesen a mi para tan inhumano enfrentamiento, si
su marido se hallase entre los agredidos, le entonase aquella melodía y él
sabría así que ella estaba con él. Y una noche, inolvidable noche, vinieron a
por mí. Descendimos un piso. Entramos por un corredor a una galería en forma de
herradura. El cielo estaba sembrado de estrellas; pero a mi se me antojaban
aves de rapiña.
El
patio, en la base inferior, estaba vacío. Pronto aparecieron los presos
alineándolos alrededor. Algunos se desabrochaban el cuello de sus camisas, con
expresión de ahogo, de falta de aire para respirar. Sus rostros graves, sus
bocas cerradas como sus puños que parecían contener y retener una energía que
se les iba a quitar. Eran un número de treinta; pero aparecían como una masa
compacta y homogénea que el intenso, terrible y desesperado sentimiento
convertía en una íntegra unidad.
Yo
creía que morirían todos al mismo tiempo; pero no. Formaron grupos de cinco en
cinco y fueron seis las veces que tuve que oír aquellas voces crispadas por el
odio, por la venganza y el miedo gritando: ¡disparen!. Y un ruido seco,
hiriente, punzante como la punta de una afilada espada, atenazadora como un
huracán, se hundía en los aires y temblaba en los corazones tristes y
amenazados. Algunos gritos de dolor, expresión de desespero, otros de ¡viva! a
algo que despedían para no volver. Y luego un silencio amargo y espeso. Un
enorme charco de sangre que tuve que pisar atravesando el espacio en el que,
cada pie que se hundía en él, llevaba aquella negra, oscura y horrible
orden...¡¡Disparen!!
Y
hallé al marido de aquella mujer espía, pero esposa; espía, pero también madre
tal vez. Quizás era justo; pero yo no lo sabía, y me fui junto a él. Tenía los
ojos muy abiertos, tanto que parecían redondos con sus pupilas rojas de
lágrimas de sangre.
En
un enorme esfuerzo entoné cinco, seis o tal vez siete notas y, no pudiéndolo
evitar, le besé. Le besé y me alejé. A los vivos los remataban; pero no lo vi;
me marché. No conocí a nadie más. La acuciante pregunta adquiría caracteres más
y más apremiantes, más intensamente imperativos: ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué?.
Y
una oleada de amor convertía en suave pincelada y extendía un sedoso manto de
ternura que transformaba el charco de sangre en un amoroso lecho fraternal.
Eramos,
somos hermanos, hijos de una misma creación; frutos del mismo árbol, miembros
del mismo mundo, todos con los mismos derechos e idéntica obligación. Entonces
...¿Por qué?, ¿la guerra? No. eso no era ninguna solución.
Y
el olor, el hedor a sangre me duró varios años.
Cuando
yo salga, me dijo la esposa, tú saldrás de aquí ocho días después que yo. No
recuerdo los días más o menos que ella estuvo aún en la checa; pero sí que a
los ocho días de haber salido ella, se hizo el juicio y fuimos trasladados a la
cárcel. Durante el tiempo que estuvimos en la checa aprendimos ciertos trucos
para estar más o menos en comunicación, no suficiente; pero cuando estás
privado de todo, un poco basta. Uno de ellos era quitar el taponcito verde de
la naranja y colocar en el hueco un papelito enrollado, con unas palabras que
nos aportasen cierta tranquilidad y un estimado mensaje de alegría.
Conservábamos el papel, por lo menos una noche o lo comíamos si lo creíamos
necesario. Pero este mensaje contenía un sagrado valor, pues lo que
compartíamos juntos contribuía a la renovación de una mermada confianza, a la
anulación de ciertos escollos y a disminuir la importancia de las dificultades.
A veces me parecía recuperar el encanto virtual del mar y del cielo y que el
irisado conjunto, transformaba la faz oscura y dolorosa de la checa en pura
luminosidad.
Las
cosas más caóticas y tenebrosas pueden ser reversibles y convertirse en
agradables contingentes de realidad bienhechora. Todo lo manifestado tiene su
cara y su cruz. Así las experiencias vividas en estos tan crudos momentos,
sumergidas en la integridad y asegurados en la entera aceptación de los dones
de la vida, atraen la consolidación de unas consecuencias legítimamente
depuradas. El resultado es el aumento de la energía en el bien.
Llegó
el día del juicio. Los presos íbamos en el coche policial, esta vez con los
cristales con visibilidad externa también. La luz nos dañaba; pero la pequeña
sombra de libertad nos entonaba y comunicaba un tímido gozo. Nos enteramos allí
de que no se había realizado el juicio con anterioridad por el fallecimiento de
Augusto Engelke, torturado con el martirio de la gota de agua. Los días
asegurados como prueba en contra, eran el 6 de enero de 1937 y el 16 de febrero
del mismo año. La comprobación era milagrosamente fácil. El día 6 de enero yo
daba una conferencia junto con el Dr. Martí Ibañez y recogido donativos a
beneficio de Pro Infancia Obrera. Habían los anuncios y catálogos con las
fotografías, y las firmas de los donantes. El día 16 de febrero era mi
aniversario y había recibido flores de una floristería de la plaza de
Urquinaona. Los datos completados por las direcciones serían sometidos a
investigación y según los resultados así sería la condena: ejecución o
libertad.
Fuimos
conducidos a la cárcel, no se si la de mujeres era en San Juan de Reyes y la de
hombres en San Julián de Reyes o viceversa. De nuevo separados pero en mejores
condiciones y más fortalecidos.
La
estancia en la cárcel fue más llevadera por el trato más humano recibido. La
celda impresionaba más pues daba un sentido más auténtico de reclusión. El
techo altísimo y la voluptuosidad de las puertas, acentuaban la sensación de
soledad. No podía verse el exterior pues la pequeña ventana no estaba al
alcance ni aún subiéndote al camastro. En cambio la carcelera me trataba con
consideración y algunas veces me traía cacahuetes, avellanas, almendras o
nueces, cosas que no entraban en absoluto en la comida normal y obligatoria.
Pasaba algún que otro rato conmigo, cortos; pero me demostraba confianza y creo
que no quería traslucir una esperanza que seguramente guardaba en su interior. Pasaron
las Navidades y Año Nuevo. Nos dimos cuenta por los ruidos y voces del
exterior. Yo ya había cumplido las siete faltas cuando una noche entró
sonriente y muy azarosa me dijo:
“¡Onésima,
vaya! Arréglate y recoge tus cosas. Te vas. Ha llegado la orden de tu libertad
y sólo puedes estar cinco minutos”.
“¿Mi
libertad?, pregunté yo. ¿Qué día es hoy?”
“Treinta
de enero, contestó”.
Habían
pasado cuatro meses largos, intensamente dolorosos.
Pero
al fin, ¡libre!
“Como
que hay alarma –añadió- no hay luces ni en las calles ni en las casas. Fíjate
en el suelo. Verás un raíl; síguelo; conduce a una avenida por la que llegará
un tranvía que te llevará a Valencia. Adiós. Salud y suerte. ¡Ah! Y un beso al
niño de mi parte cuando llegue.
Y
nos abrazamos.
La
oscuridad era tan intensa que desconocía dónde ponía los pies. Tampoco la luna
iluminaba el camino. Mis pasos eran temblorosos, inseguros; temía hundirme en
algún hoyo y que algún agente extraño pudiera dañar a mi hijo. Al fin llegué a
la anunciada Avenida. Sentada en el suelo había una mujer víctima también como
su marido, al que esperaba, de una denuncia del mismo origen que la nuestra,
aunque no tan grave. Supusimos que, en ambos casos el motivo habían sido los
celos, pues se había prendado, también, de una hija suya de mi edad.
Hubo
una nota llena de comicidad. Esperando a su esposo que debía de llegar a San
Julián de Reyes, vimos una sombra a lo lejos. Ella empezó a gritar:
“¡Fernando!
¡Fernandoooo!
Y
la sombra se iba acercando, pero no había en ella movimiento alguno que
contestase con evidencia. Ella insistía con sus gritos ya nerviosos y, de
repente, un rebuzno fuerte y lastimero fue la única contestación. Yo no podía
parar de reír. Era un asno, así, con todas las letras.
Al
fin llegó su marido y juntos nos fuimos a Valencia. Nos hospedamos en el Hotel
Regina y tuvimos que estar juntos pues no había más que una habitación. Y,
nueva exhalación de risas. El marido nos salió del cuarto de aseo con un largo
camisón blanco y un gorro con una estupenda borla de colores en el pico. Yo
perdí todo poder de discreción y no podía contenerme. De vez en cuando aparecía
el comprometedor chirrido de hip. hip. aspirado y los contagié a los dos. Al
fin pudimos dormir.
De
buena mañana me fui a Correos con el fin de poner un telegrama a la familia. Y
al salir, con gran sorpresa, nos hallamos uno frente al otro mi hermano Juan y
yo. El llevaba varios días en Valencia para averiguar algo sobre nosotros. Supo
que estábamos en la cárcel; pero nada más. Y se hospedaba en el mismo Hotel Regina.
Enrique estuvo unos días más y llegó también mi hermana Sinesia.
A
partir de ahí estuvimos todos en casa de los amigos evangélicos hasta regresar
a Barcelona.
Había
llegado más o menos el fin de una triste odisea que pudo haber sido mucho peor.
El celo de los policías nos había conducido a la libertad.
Habíamos
sufrido tanto, por variados e insospechados motivos que nos sentíamos como
incapacitados para saborear, para disfrutar de la gran nueva aventura de
nuestra libertad. Era una extraña sensación de gozo, una mezcla de atrevida
esperanza y de inquieto estado de alerta. Quizás esto era lo más parecido a
cuanto podíamos vivir en aquellos momentos. Nuestro reencuentro, la gozosa
reunión familiar, el agua bebida y el pan comido sin miedo, sentarnos todos en
la misma mesa, ver los rostros con tanta amargura vivida mirarnos con aquel
amor, la paz que traslucía a los ojos un sin fin de calidades imprevistas pero
que surgían con ímpetu arrollador luego de un largo silencio, era de
incalificable, indecible valor. Era como un dulce y reparador sueño tras la
amargura de una injuriosa pesadilla. Estábamos juntos.
Enrique
fue destinado a la batería de Montjuich. Yo a un grupo escolar en Montjuich
también. Pero Enrique tuvo que marchar al frente.
Un
accidente en el coche que conducía mi hermano Leovigildo, en el que íbamos mi
madre, mi hermana Sinesia y yo precipitó unos días el parto. Mi madre se había
roto una costilla. Nosotros una herida sin importancia. Pero poco después se
manifestaron las molestias naturales y escribí una carta a Enrique anunciándole
que el hijo iba allegar de un momento a otro y la llevé yo misma al motorista
que salía para el frente a fin de que fuera el primero en saberlo. Al llegar a
casa de mi madre ya pronto rompí aguas y bajo un cielo enrojecido por el
fantasma de la guerra empezaron los dolores, más felices y más llenos de bellos
anhelos y más majestuosamente recibidos. Y a las nueve de la mañana del día 29
de marzo de 1938 nacía la más auténtica bendición de mi vida. Mi hijo. Edmond.
Pesó 4.200 grms. En una cama contigua estaba mi madre, bendiciéndonos a los
dos. Mi hijo tiene ahora sesenta años. No sé si los tenía al nacer ni si los
tiene ahora. Un hijo no tiene edad. Es Vida y encarna sus misterios.
Cuando
pude reintegrarme a las clases, al cabo de un mes, la mayoría de las veces las
daba al aire libre; y en uno de estos días, la escuela fue bombardeada. El
parvulario quedó destruido; pero no hubieron víctimas y mi nuevo destino, en la
calle Vila Vilá, sufrió la misma consecuencia. Entonces Puig Elías que en
aquellos momentos regía como director en el Ministerio de Cultura, me instaló
en él como jefe del departamento de 2ª Enseñanza Musical. Trabajé allí con
verdadero entusiasmo; pero el ambiente era inseguro y desorganizado. Hacía poco
que el Ministerio de Cultura estaba en Barcelona y todo estaba aún algo
revuelto. Diariamente tenía contacto con Federica Montseny, hija de Federico
Urales. Todo un carácter.
Había
empezado la temporada del Liceo, y creo que había un cierto abuso de las
actividades lúdicas. ¿Era la guerra que lo trastornaba todo?
Si
en la checa había discriminaciones de sexo aquí las había de clases. Me enteré
por las mecanógrafas de que en los dos horarios de comida que habían
establecidos, el de la una correspondía a los subalternos y el de las tres a
los superiores. Pues bien. La comida no era en los dos de la misma calidad, y
durante unos días fui a comer en el primer horario para comprobarlo. Y si, era
cierto. Y así se lo comuniqué al Sr. Negrin, en una comida en el Ministerio
luego de una reunión. Y hubo un cambio: cambio que no duró mucho pues las
tropas fascistas se iban asegurando y las republicanas, carentes de ayuda, iban
retrocediendo.
Por
las tardes, el Ministerio de Cultura quedaba casi vacío. Había un señor cordobés
que llevaba muchos años trabajando en el Ministerio. Nos hicimos buenos amigos
y él me advertía del movimiento polítco-militar y se sentía muy pesimista. Una
noche vino a mi casa (yo vivía en la casa de mi madre) a avisarme de que no
fuera al Ministerio a la mañana siguiente, pues no encontraría a nadie.
“No
puede ser, contesté yo. Me habrían advertido”
“Pues
se han ido esta tarde y están en Gerona”.
A
la mañana siguiente fui al Ministerio. Realmente estaba vacío. En el despacho
del Director estaban los nombramientos de los maestros y directores de
distintos centros escolares así como las de los empleados del Ministerio. Se
habían llevado parte de la documentación, pero recogí lo que quedaba y me lo
llevé pensando que eran posibles vidas en peligro.
En
un coche del cuartel de Artillería donde estaba mi hermano Leovigildo, salimos
mi madre, Edmond y yo con unos de los jefes del cuartel. Junto a Cardedeu
tuvimos que parar y descender del coche. Mi madre y yo, con mi hijo en brazos,
nos escondimos entre el trigo de un campo cercano. Sin saberlo nos habíamos
refugiado en un campo de aterrizaje. Pasaban las pavas y disparaban locamente.
Yo cubría a mi hijo con mi cuerpo; pero recogí un trozo de metralla que cayó
muy cerca de su cabecita. Mi madre estaba protegida por unas matas muy espesas
y no se movía. Calmóse el ataque y volvimos al coche. Los militares que iban
también en él nos ayudaron a salir y
seguimos hasta Gerona sin más problemas. Allí descansamos en un local de Pro
Infancia Obrera, repleto por cierto de alimentos infantiles y a la mañana
siguiente fui a la Catedral donde estaban reunidos. Les hallé quemando papeles
en uno de los patios. Entregué lo que yo había reunido y, mi sorpresa y
desengaño a la vez fue la acogida que tuvo mi gesto.
“¿Y
para esto has venido?
“Sí.
Creí salvar vidas, contesté”.
Se
me ofreció ir a México o al congo Belga.
“No.
Me espera mi madre con mi hijo y nos reuniremos con mis hermanos en Banyolas.
Me
despedí y me fui. No supe nada más.
No
se me ocurre ningún comentario. Entonces tampoco, ni contesté. Al recordarlo
siento el mismo cansancio que me agobió entonces.
Rápidamente
me reuní con mi madre y mi hijo. Durante los primeros cinco meses pude
amamantarle. Es el mejor gozo para la madre y el mejor alimento para el hijo. En
el transcurso de mi vida he conocido a madres celosas, posesivas. ¿Cómo tener
celos de algo que nos ha dado lo mejor de su vida? Sus primeras miradas, sus
primeras sonrisas, sus primeros besos y primeros pasos. Su primer despertar a
todas las primicias y amaneceres de la vida en manifestación. Nos hemos dado y
recibido los encantos primorosos de nuestras mútuas exhalaciones.
Luego,
nuestro paso por la vida construye o diluye, conserva o dilapida los tesoros
adquiridos y que han de ser nuestra suprema ofrenda a la creación.
Llegamos
a Pro Infancia Obrera y allí esperamos a mi hermano y al resto de la familia.
Nos dirigimos a Banyolas donde mi hermano ya nos había encontrado un hogar
donde albergarnos.
En
él vivían dos mujeres y una niña, madre, hija y nieta. El padre estaba detenido
en la cárcel Modelo de Barcelona. Era una calle silenciosa y la casa grande,
una especie de masía. Nosotros fuimos instalados en la parte superior; pero
pasábamos el día en el comedor, con ellas y junto a la chimenea, entrando y saliendo
de un huerto en el que había aves (gallinas, pollos, conejos) verduras y
árboles frutales.
Las
tropas se iban retirando. Yo preguntaba a cuantos podía, orientación sobre la
situación de la batería donde estaba Enrique. Un día me dijeron: están en Banyolas,
al otro lado del lago. Y cogí a mi hijo y en una barca, remando, fuimos al
lugar indicado; pero ya no estaban; se habían ido a Francia. En otra ocasión
habría admirado la belleza del lago y sus alrededores; pero en aquel momento mi
único interés era encontrar a Enrique y que viera a nuestro hijo. Regresé
desazonada y cansada también por el esfuerzo; nos acostamos pronto a fin de
dormir.
La
abuela de la casa tenía unas ocurrencias muy graciosas y nos distraía en muchas
ocasiones en que podía dominar la angustia y en algunos la depresión.
Entraron
los fascistas con uniforme republicano y, a traición, mataron a los soldados
que estaban descansando. Los moros sembraron el miedo, la inquietud y la
desconfianza. Se apoderaban de todo, hasta de los niños, si podían. Yo me
quedaba arriba con mi hijo. Lo apretaba contra mi pecho, unía nuestros rostros
y procuraba que no se oyera su tenue voz. Ellos entraban cuando se les
antojaba; cogían comida, huevos, fruta, pan, y cuando descubrieron las aves no
dejaron ni una. Se habían convertido en los amos del pueblo y le tenían
atemorizado.
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