Ante todo quiero aclarar que, para mi, los años que colaboré con Ediciones B, fueron una prolongación de el tiempo de Bruguera, pues los redactores continuaron siendo algunos de los de aquella editorial. Miguel Pellicer, Gemma Bitrian, Julia Galan, etc. eran mis “amigos” y trabajar con ellos continuaba siendo como hacerlo con la familia.
Uno de los trabajos más interesantes de mi carrera, y lamentablemente más corto, fue la página de política que hice para la revista Tiempo, “Colegio Nacional”.
En la época que realizaba varias páginas para la revista TBO, de Ediciones B, pidieron muestras a varios dibujantes para una página de humor político para aquella revista. Me eligieron a mí, y así realicé las primeras páginas de “Colegio Nacional”, una historieta en la que los políticos españoles más importantes eran representados, como niños, asistiendo a un colegio en el que el director era el Rey.
Durante más de un mes hice el mismo ritual: dibujar una página a lápiz que se mandaba a la redacción de Madrid, por fax, (en aquella época, hace más de veinte años, el fax solo lo tenían las empresas importantes y no existía, como ahora, el “fax nuestro de cada día”) al día siguiente me daban la respuesta y si la aceptaban sin cambios, debía tenerla terminada un día después. Esto duró varias semanas, sin que publicaran ninguna de aquellas páginas que me pagaban religiosamente, hasta que un día me llamaron de la redacción a media mañana preguntándome si podía ir al aeropuerto, donde me esperaban ya con el billete para Madrid, y tomar el primer avión: tenía que dibujar una página aquella noche pues se imprimiría a la mañana siguiente. Salí a toda prisa, con el tiempo justo de coger papel, lápiz, pincel y acuarelas, y llegar al aeropuerto dónde me esperaban con un cartel indicando mi nombre.
Eran casi las seis de la tarde cuando llegué a la redacción de “Tiempo”, donde me esperaban Carlos Carnicero, con quien tuve una magnifica relación mientras duró aquella colaboración, y un grupo de redactores con quien discutimos el tema de la página que tenía que dibujar. Eran casi las nueve cuando Carlos y un par de redactores me llevaron a un bar cercano a comer algo, pues con todo el trajín del viaje no había probado bocado desde hacía horas. Allí empezó aquella larga noche: cuando me sirvieron, en la estrechísima barra del bar, aquel enorme plato con un entrecot, se volcó sobre mi regazo y me dejó camisa y pantalones completamente manchados de aceite. Yo sólo había tenido tiempo de coger mis bártulos de dibujar, pero nada para cambiarme, o sea que hasta mi regreso a Barcelona lleve aquella ropa llena de “medallas”.
A las diez de la noche estaba completamente solo en aquella enorme planta, dónde estaba la redacción de la revista Tiempo. Me habían dado unas llaves, para que pudiera salir de allí, si es que conseguía encontrar la salida en aquel laberinto que desconocía por completo, y empecé a dibujar la página según el guión acordado. Más o menos a las dos de la mañana la tenía terminada a lápiz y tinta, y estaba empezando a dar el color cuando unos timbrazos, que no sabia de dónde diablos salían, rompieron la monotonía de la noche. Pensé que era un teléfono que sonaba, y que tal vez querían indicarme algo sobre mi trabajo, o sea que salí del despacho dónde estaba y comencé la búsqueda. A medida que avanzaba por los intrincados pasillos de aquel edificio, el sonido, que a veces se interrumpía, cada vez era más cercano: al fin, cuando pasaba frente a una puerta, que resultó ser la que daba al rellano, me di cuenta de que el timbre que sonaba era el de aquella puerta. La abrí, y frente a mí estaba un tipo que parecía salir de una historieta: llevaba una capa negra hasta los pies, la cabeza cubierta por un sombrero de ala ancha y me gritó, más que me dijo: “¡Coño, las llaves no estaban en su sitio y hace horas que estoy llamando!. Tengo que dejar unos carretes de la fiesta para que los revelen”, y se introdujo en los pasillos como un personaje de opereta y, sin mediar otra palabra, poco después me dejaba tan solo como antes. Nunca supe quien era, aunque imaginé que se trataba de uno de esos tipos que frecuentan las fiestas de la “jet set”, y que traía un carrete de fotos de una de ellas.
A las seis de la mañana había terminado la página y salí de allí en busca del Hotel Eurobuilding, donde me habían reservado una habitación. Me di una ducha, me tumbe en la cama hasta las ocho y volví a la redacción para entregar la página. A Carlos Carnicero le gusto mucho y al día siguiente salía publicada mi primera página en aquella revista. Seguimos así durante unos tres meses, sin ningún problema por parte de Carlos, pero con cambios habituales que casi siempre afectaban a la misma persona: cada vez que hacía salir, entre los otros “colegiales”, a Miguel Roca, alguien que nunca supe quien era me lo hacía cambiar por algún político de Alianza Popular. Carlos Carnicero me pedía disculpas, y se notaba que lo sentía, pero aquel tipo desconocido me hacía sentir como “un polaco en la corte del rey Juan Carlos”. Durante todo este tiempo estuve trabajando sin contrato y, al fin, unos tres meses después me hicieron volver a Madrid en compañía del director de la delegación de Barcelona, a quien yo entregaba los dibujos habitualmente. Una vez allí concretamos el precio definitivo, Carlos me dijo que le gustaba mi trabajo, y que al día siguiente fuera a la delegación de Barcelona, que estaba en el edificio del Grupo Z, para firmar el contrato. El precio era muy bueno y volví a la ciudad condal más contento que unas pascuas. La sorpresa llegó cuando, a la mañana siguiente, siguiendo sus instrucciones, fui a la delegación de Tiempo y el mismo director que el día anterior había estuvo conmigo en Madrid, y que debía darme el contrato para firmar, me dijo que no le habían dado ninguna explicación, pero que aquella página no se publicaría más. Jamás me dieron otra explicación y solo oí rumores de que no querían tener problemas, pues estaban en negociaciones para conseguir un canal de televisión. Y así terminó mi incursión en el fabuloso mundo del periodismo político.