Han llegado ya las vacaciones y nuestra familia debe encontrar el lugar adecuado para las preferencias de todos: un camping en plena naturaleza.
30 abr 2013
28 abr 2013
La vida critica... 87 - Nadie más, seguro!
Confiar en uno mismo es imprescindible para triunfar, adquirir seguridad y, también, para confiar en los demas. ¡Sobre todo si tienes una cita!
Aunque a veces es mejor no mirarse en el espejo.
Aunque a veces es mejor no mirarse en el espejo.
26 abr 2013
"Pinceladas" - La vida de mi madre - Capitulo 6º - El regreso
Las siluetas de mis padres se
destacaban en el muelle. También algunos hermanos me habían venido a esperar y
agitaban sus pañuelos blancos con alegría. Llegamos a casa y todo allí tenía un
tono diferente.
De los vecinos, apenas conocíamos
ninguno. De nuestro rellano, en la letra D vivían unos señores, ella una dama
elegantísima, alta, morena, hermosa, ignoro si amable o no pues apenas
cruzábamos más palabras que los “buenos días” de ritual si coincidíamos al
salir y según la hora. El era un hombre raro, no únicamente por su joroba que
tenía con generosidad sino por la frecuencia con que se equivocaba de puerta,
cosa difícil toda vez que las puertas se correspondían en cruz. Un error de
piso era comprensible; pero el de puerta, no, y esto pasó varias veces y una de
ellas me movió a decírselo a mis padres pues entró, cruzó el pasillo y sólo al
llegar al comedor que estaba al extremo, se dió o dijo que se había dado cuenta
del error. Yo estaba sola; pero se me ocurrió llamar a mi padre y él,
inmediatamente, se fue.
Pues bien. Una mañana, mi madre
acababa de darme dinero para comprar en el colmado contiguo. Al salir tuve que
dar paso al jorobado y luego a la señora que salía tras él en actitud
amenazadora. El llevaba un enorme cuchillo, en la mano, y le decía: “Te voy a
matar”. Ella le arrojó una botella que contenía vitriolo y no me tocó a mi
milagrosamente.
Mi intención era la de refugiarme
en la portería; pero la ayudante de limpieza lo hizo primero y cerró la puerta
inmediatamente, lo que motivó que yo tuviera que presenciar el terrible suceso.
En la espaciosa entrada había un
hombre alto que cogió a la mujer y el jorobado empezó a apuñalarla. Ellos
salieron dejando a la mujer en el suelo, ensangrentada. Yo salí temblando y me
fui al colmado y, asustada, conté lo sucedido. La gente no creía el relato;
pero el dueño me conocía y salió inmediatamente a la calle y armado pues era
del somatén. Al ser más alto, más joven y por tanto más ligero, le pudo
alcanzar ya en la calle Diputación.
La mujer vivió aún unos momentos,
los suficientes, empero, para declarar. Hacían moneda falsa y ella se cuidaba
de pasarla; tenían la fábrica o taller en el Guinardó. Cosa rara, pero que
recuerdo bien, es que por la noche, mientras leían la prensa yo temblaba; pero
es que me temblaban las nalgas. Según la prensa fueron catorce las puñaladas
recibidas.
Cuando tiempo después se proclamó
la República, y liberaron a los presos, pasé una temporada encogida por el
temor. Ahora, me decía yo, se vengará de mí pues sabe que lo vi y que lo conté.
Y añoraba y valoraba la apacible y fraternal vida de mí isla.
En mi casa se empezaba a hablar
mucho de mí futuro y un importante suceso vino a determinar mí camino y a
cambiar el sentido de mí vida y colaboró a mitigar la desagradable impresión
del anterior impacto.
De la estancia en Mallorca cuando
el encarcelamiento de mi hermano Juan, había surgido un aumento del círculo de
amistades que, sobre todo mi madre había cultivado. Entre ellas había la del
cónsul de Bélgica en Mallorca. Era un hombre de gran cultura, de elevadas
tendencias espirituales. Vino a consultar algún problema con mis padres. Mi
padre era masón, tenía el grado de Gran Maestro. Ignoro si también el cónsul
era miembro de alguna Logia; lo que sí sé es que les unía una gran afinidad.
Vió el piano y preguntó:
“¿Alguien de Vds. toca el piano?
“Sí. La niña. Onésima”.
“¿Quieres tocar algo para mí?” Me
preguntó.
A mi no me satisfacía mucho la
idea, pues me daba mucha vergüenza; pero... bueno, contesté que sí.
Antes de hundir los dedos en el
teclado hay que sentir que entre el piano y tu no hay separación y esto es más
fácil en la intimidad; pero cuando los que asisten no oyen sino que escuchan
esta intimidad se ve fortalecida por un más rico valor. Creo que interpreté
algo de Vivaldi y una sonata de Mozart.
Al finalizar se dirigió a mis
padres y solicitó de ellos el permiso para volver acompañado de un gran amigo
suyo y que era un verdadero valor en el mundo musical. Al cabo de unos días y
con preciso aviso, vino acompañado de Pablo Casals. Ya su figura imponía por
cuanto desprendía de nobleza y superioridad, a la par que una gran sencillez.
Yo actué como si estuviera sola. Tanta fue la confianza que me inspiró que me
abandoné.
Cuando acabé, Pablo Casals se
acercó al piano, rodeó mis hombros con sus manos y me dijo lo mismo que Dª
Teresa:
“La música te espera, niña. Si
quieres, si decides acudir yo te ayudaré”.
No es fácil expresar cuanto sentí.
Un nudo en mí garganta me impedía hablar. Seguramente fijé mí mirada en él;
pero me mantuve en silencio. Sentía que mí ser entero era una oración; que mi
corazón desbordaba no sé que sentimientos; pero aquel nudo seguía en mi
garganta como inútil mensajero.
Habló con mis padres con la
siguiente proposición: se hacía cargo de mí formación artístico-musical, para
lo cual debía de irme con él a Milán y cursar allí los estudios. Ibase también
con él un chico que estudiaba violín y al que prometía también igual ayuda. Era
una grandiosa oportunidad ante la cual guardé silencio comprendiendo la enorme
responsabilidad que, en cualquier sentido, adquiría su decisión. Se acordó
aceptar unos días de espera durante los cuales en diversas ocasiones se
reunieron los familiares. Los primos de mi madre alababan el proyecto con
franco entusiasmo. Mis padres sostenían una intensa lucha de la que me tenían
alejada, incomprensiblemente para mí.
La presencia de mi hermano mayor
quien vino de Menorca para ayudar con su opinión, fue definitiva.
“¿Nuestra hermana artista?”, preguntaba con asombro. “¿No
avanza en sus estudios? ¿No dicen sus maestros que promete en el digno camino
del Magisterio?. Nuestra hermana ha de ser maestra, una honra para Menorca”. Esas
fueron sus palabras concretas y decisivas.
Y hubo un “jaque al Rey” mientras
yo no había jugado una sola pieza.
El mundo se hundía bajo mis pies.
No. No era eso, ni era otra cosa. No hay palabra alguna que exprese un
“quedarse sin vida y seguir viviendo.
Ante mí se abría un camino
angosto, largo y frío, sin horizontes. No había sol, ni noche de luna y
estrellas. Y el camino se estrechaba y se hundía en el vacío.
Pero en los momentos más crueles
y oscuros siempre aparece una luz. Y la mía tuvo un nombre, sí, un nombre de
algo que podía y que debía ofrecer con dignidad: GRATITUD. Yo andaba y corría,
danzaba y subía y bajaba las montañas, me internaba en el mar y jugaba con las
olas. Y esta suprema libertad, esta preciosa expansión natural de mi vida se la
debía a mis padres y hermanos que sufrieron y lucharon para que yo lo pudiera
realizar. Y eso fue lo que me ayudó a seguir como fuese: pero a seguir
aceptando las condiciones que la vida me presentaba y transformarlas, en lo
posible, para mejorar su condición. Y ese era mí deber. Si lo otro tenía que
ser, lo sería por añadidura-
Y esta decisión me devolvió la
paz y estableció la armonía. Ante esto ningún contratiempo tenía importancia.
Al volver a la escuela mis
maestras me hablaron seriosamente.
“Ripoll. (Nos nombraban por el
apellido y trataban de Vd.) Los ingresos en cualquier escuela oficial son a los
catorce años. Cualquier camino que Vd. Quiera seguir debe prepararse durante
este curso para examinarse el próximo. ¿Ha pensado ya qué carrera seguir?”
“Sí. Lo he pensado. El Magisterio”.
“¿El Magisterio? ¿Lo ha pensado
bien, Ripoll?”
“S´. Desde luego”.
“¿Y la música?”, insistieron.
“Seguiré con ella, lo que pueda”.
“Ripoll. Nos gustaría que viniese
a ayudarnos con los párvulos, aunque sea medio día. ¿Podrá?”
“Gracias. Gozaré haciéndolo.”
contesté.
“Y los niños también,”
respondieron.
Y yo me decía: trataré de ser una
buena maestra. Y creció ante mi un horizonte nuevo, mezcla de lágrimas y de
regocijos.
Los párvulos aprendían a leer en
un libro titulado Catón. En él había una frase que me conmovía intensamente;
era la de: “Enrique ama a su mamá”. Cada vez que tenía que oírla o
pronunciarla, me invadía una dulcísima y profunda emoción, ignorando por qué.
Como que la lectura era diaria esta emoción iba creando en mi un estado de sensible
añoranza. Me acostaba temprano con un nombre rigiendo los latidos de mi
corazón: ¡Enrique!.
Una noche entró mi madre en mi
habitación y cariñosamente me preguntó:
“Nena. ¿Qué te pasa?. Te has
disgustado con alguna amiga, o tus maestras? Estas triste, apagada, apenas
dices nada, estas como ausente. ¿Qué te pasa? ¡Dímelo!
“Nada, mamá. Pienso en Enrique”.
“Y, ¿quién es este Enrique?
“No lo sé, mamá. Me pasa esto”. Y
se lo conté.
Mi madre quedó pensativa y
preocupada. Pero yo, luego de la confesión, me sentí liberada y se restableció
la tranquilidad.
Días después me decidí a pintar
un tapiz. El motivo era un paisaje lejano en el que se divisaba una especie de
ciudad oriental con alguno de sus templos. En primer término, un gran árbol a
cuyos pies había una pareja. El la rodeaba con un brazo mientras con el otro
señalaba el mágico país de oriente. Entre el árbol y el templo, un arco iris
cruzaba el cielo uniendo las dos fronteras. Y, señalando al hombre, yo decía:
este es Enrique.
La escuela se iba convirtiendo en
otro centro familiar. Mis maestras conocían hasta mis pensamientos;
participaban de mi vida y penetraban en ella con el respeto que lo harían con
algo sagrado. Tuvieron que enseñarme y procurar que yo aprendiera religión. En
los exámenes de ingreso me preguntarían y yo debía de estar preparada. Pero
cuando llegaba a mi casa con una doctrina, mi hermano Leandro me la dejaba
hecha trizas. Mis maestras llegaron a disgustarse porque yo no aprendía las
obras de misericordia y, a su modo, me riñeron.
En mi casa, sobre todo mis
padres, notaron mi disgusto. Les explique la causa y lo comprendieron. Y
aprendí las obras de misericordia como para no olvidarlas jamás. Pero el examen
de ingreso fue algo digno de mención. Había un tribunal cuya directora era Dª Adela
Medrano, esposa del odontólogo Dr. Molleda que me arreglaba la boca. Era guapa,
simpática y agradable. Ella me examinaba de Letras.
“Dígame un verbo reflexivo”, me
dijo.
“Lavarse”, contesté.
“Y, ¿qué se lava Vd.?”
“La cara”
“Ella iba insistiendo... y, ¿qué
más?”
“Las manos”
“Y, ¿qué más?
“Los pies”
“Y, ¿qué más?”
“La boca”.
“Y, ¿qué más?” inquirió.
“Pues todo lo que tengo sucio”,
contesté ya no sé cómo.
Los exámenes eran públicos. Entre
los presentes estaba mi amado padre. Hubo una espontánea y explosiva risa que
yo, nerviosa, compartí.
En este estado pasé al examen de
religión.
“Dígame las obras de
Misericordia”.
“¡Anda!” me dije yo.
Y segura, segurísima, empiezo a
enumerar y llego al final.
“... y la última, la séptima
añadí, enterrar a los vivos y a los muertos”.
“Vaya, contestó la profesora.
Entierre Vd. A los muertos; pero a los vivos déjelos en paz”.
Y ... nuevas risas.
La carrera de obstáculos siguió
en los exámenes de Historia y Geografía. De los cabos de España los nombré
todos, sin olvido alguno; pero luego me los hizo repetir en sentido contrario y
me olvidé el Ortegal. Y no había modo de recordarlo. Me dio diez minutos para
reconstruir el recuerdo; pero así..., le quedan ocho, le quedan siete...seis...
y así hasta el final.
“¿Cómo se llama Vd.?”
“Pues, no me acuerdo.”
Y me fui al asiento, junto a mí
padre.
“¡Onésima!, ¿Qué te ha pasado?
Salté del asiento, extendí el
brazo y exhalé:
“Me llamo Onésima Ripoll Manent.
Y me suspendieron. Mi padre fue a
hablar con la directora y ésta le dijo: ¿Quiere ver la nota que tenemos de su
hija? Y le enseñó el resultado: Distraída.
Y eso fue todo.
Mi padre me dijo: pasarás las
vacaciones en Ibiza. No te llevarás ni un libro. Goza, disfruta y no te
preocupes y en setiembre te volverás a examinar con lo mismo que ahora sabes y
sin temor. Yo sé que estás bien preparada y tu también.
Y así se realizó. En Ibiza vivían
unos parientes de mi padre, uno de ellos también masón. Había venido algunas
veces a visitarnos. Tenía en Ibiza un café – restaurante en Santa Eulalia y en
la capital vivía una prima con una hija que en aquellos momentos era novia de
mi hermano Leovigildo. Se llamaba Dolores y ya la conocíamos.
Si mi estancia en Ibiza hubiese
cumplido tan sólo el propósito de cambiar de ambiente, descanso y distracción,
tal vez no transferiría consecuencia alguna digna de mención o de interés; pero
no fue así. Hubieron hechos y circunstancias que bien merecen atención por las
profundas huellas que dejaron en mí y por el recuerdo que dejé en la isla.
Ibiza, ya como forma constitutiva era muy distinta a Menorca. Ibiza era más
bien triangular, mientras que Menorca paralelógrama. Las calles de Ibiza,
estrechas e irregulares, se elevaban con tal rapidez que habían casas, la de mi
prima por ejemplo, que, dispuestas en bajos y primer piso, una parte, los
bajos, estaban situados en una calle y el piso superior tenía entrada y salida
por la otra calle lateral. En la primera parte había una tienda y en la segunda
la vivienda con las habitaciones particulares. Todas las habitaciones disponían
de un Don Pedro donde vaciar las más íntimas necesidades y, en el recibidor,
cubierto por una sólida alfombra, había lo que se llamaba “lloc comú”. Se
levantaba una tapadera y allí, en cuclillas se depositaban los excrementos si
había necesidad. Este descubrimiento fue para mí una especie de repelente
curiosidad.
Otras cosas me demostraban que no
era mi isla ni Barcelona sino una época muy afectada por la influencia de la
magia y la brujería. El hecho de haber llegado de Barcelona me convertía en algo
importante y despertaba un comprensible interés. Era por tanto, muy solicitada
y por parte de los primos, muy advertida.
“Cuidado; si vas a esta casa no
comas nada sobre todo de fruta. En las peras, manzanas, naranjas o melón, etc.
inyectan una substancia para conseguir que te enamores de algún hijo. No te
dejarán escapar.
Yo escuchaba por educación y
también para conocer más o menos el punto central de una cultura o más bien un
estado de civilización en gran parte nuevo para mí. Naturalmente comí con plena
tranquilidad de lo que se me ofrecía sin experimentar cambio alguno. Otra cosa
me extrañó. Mi hermano, enamorado, se portaba con su novia con una fidelidad
digna de admiración, casi excesiva. Si algún domingo iba al fútbol, amante como
era del deporte, en sus cartas diarias a su novia se lo contaba como si
confesase un hecho delictivo. Ella por su parte, recibía cada día a su puerta a
un hombre diferente con el que se translucía una relación más íntima que de
amistad. Un día se lo comenté. “Sí, dijo con naturalidad; son mis novios. Nos
tratamos y cuando nos queremos casar elegimos al que más facilidades nos ofrece
de felicidad”.
“Bueno, dije yo, se lo diré a mi
hermano y no sé cómo reaccionará”.
Otra costumbre, no tan sólo por
la curiosidad que despertó en mí, sino por las características tan opuestas de
una a otra isla. Los domingos, en la Rambla, los chicos se alineaban
correctamente en las aceras laterales, y en el centro y vestidas con los
típicos trajes del país, paseaban en grupos de dos, tres, cuatro o cinco chicas
que lucían en sus corpiños las célebres botonaduras de oro en hileras
verticales. El número de hileras denotaban el grado de riqueza de la entidad
familiar. Ellas paseaban arriba y debajo de la calle, cambiaban saludos,
sonrisas, algunas con cierta malicia o picardía, y elegían a quien más les
gustaba. Aquel era uno de los novios que festejaban, un día cada uno, a la
chica al atardecer.
Así que lo que en Menorca
sobresalía como aspiración cívico cultural, en Ibiza el ambiente respiraba ambición
y frivolidad.
Sin embargo, viví en ella
episodios de auténtica sensibilidad. Y fue en la cárcel, el único sitio donde
pude practicar el piano. Fue en el departamento del director que era amigo
íntimo de Dolores y familia. Los presos escuchaban y aplaudían; pero estaban en
sus celdas y no todos percibían el sonido por igual. Entonces solicitaron si
podría yo adaptarme a su horario de recreo, cosa que naturalmente fue fácil de
conseguir. Además el horario fue aumentado en una hora más, lo que permitió algún
que otro diálogo como también la oportunidad de una más extensa conversación
llegando a venir algún grupo al despacho, a consultar o a expansionar sus
inquietudes. Jamás me ocultaron la verdad. Habían dos presos, padre e hijo,
cuyo caso, (envenenamiento de reses de otros campos vecinos) no se había
aclarado porque ambos se declaraban culpables en mútua defensa.
Llegué a sentir verdadero cariño
por todos. Me pedían que cantase y sus canciones preferidas eran: “El desfile
del amor”, o bien, tanto el Avemaría de Gounot, como la de Schubert. Me
preguntaban, “¿dónde has aprendido?”, “¿qué estudios tienes?”, “¿nos
escribirás?”.
Y yo les hablaba de mis padres y
de mis maestras con mi natural admiración y reconocimiento. Antes de partir, al
despedirme de ellos, me pidieron la dirección y les di también la de la
escuela, pues me pasaba el día en ella y recibiría antes su noticias.
Pasaron unos meses y una mañana
llamaron a la puerta de la escuela. Llegaba un paquete muy grande a nombre de
mis maestras y una carta felicitándolas por su labor y agradeciendo en mí
nombre cuanto habían hecho por mí y por cuanto hacían por los demás.
Notificaban la libertad de padre e hijo y mandaban un gran saco de almendras de
su propiedad para repartirlas entre sus alumnos. Este generoso y fino detalle,
sembró en todos una profunda emoción difícil de describir. Creo que merecen mi
fiel recuerdo y el reconocimiento al valor de su nobleza y sensibilidad. Y, al
llegar a mí casa, encontré carta y paquete como el de la escuela.
Se acercaban los exámenes de
setiembre. Siguiendo los consejos de mí padre, no había repasado nada durante
el verano. Pero mi padre me hizo preguntas, me puso problemas a resolver y
quedamos satisfechos y tranquilos. Así que me presenté y entonces me
felicitaron y me preguntaban que dónde me habían preparado.
Entretanto un importante suceso
había sacudido a la nación. La proclamación de la República, lo que significaba
el nacimiento de un nuevo concepto de la libertad y del bienestar humano. En
educación se establecería la coeducación. El aumento de escolaridad conseguida
obligó a una nueva habilitación de los distintos locales, de la Escuela Normal
de la calle Fortuny y de la Rambla de Cataluña. El primer curso lo realicé en
la calle de Fortuny. Como es lógico los profesores estaban clasificados por
especialidades. Nosotros teníamos a Dª Mariana como profesora de Letras, a la
que los alumnos no tenían gran simpatía. Un día empezaron algunos: “Hoy vamos
muy flojos. Tendríamos que hacer algo para entretenerla. Ripoll, ¿por qué no
ideas algo?
“¿Yo?”, dije.
“¡Si, si, va!”.
Pasaba un gato que teníamos en la
Escuela. Yo le tenía entre mis manos, cuando...
“¡Que viene Dª Mariana!...”
Lo más cerca que tenía era su
propio pupitre. Con que lo metí en él. Entró la profesora con su gesto
habitual, algo brusco y altanero. Se sentó y llamó a uno de los alumnos para
preguntarle la lección pertinente. “Póngame un ejemplo”, le decía.
Y el alumno no acertaba. Y ella,
decidida y segura a la vez, ponía su mano derecha en la tapa del pupitre,
diciendo a la vez:
“No se apure. En la Real Academia
tenemos...”
“Un momento Dª Mariana. ¿Vale
éste?...”
Hasta que al fin abrió la tapa
y...¡puf!, salió el gato de estampida.
“¡Una rata! Empezaron todos.
Y entre gritos, voceríos,
búsquedas, subidas a los asientos, etc. llegó el bedel anunciando el final de
la clase y nadie dijo nada.
Fueron los exámenes finales los
únicos celebrados en esta Escuela Normal. El próximo curso se realizaría en la
Rambla de Cataluña.
Una cosa empezaba a manifestarse
causando cierta preocupación. Mis pies volvían a deformarse. Una curva
aumentada del empeine exigía cada vez más
altura en el tacón a fin poder andar más fácilmente y con menos dolor.
Yo seguía haciendo ejercicios en la escuela y en casa. El Dr. Pell y Cuffi
examinó de nuevo mis pies y determinó aprovechar las próximas vacaciones de
verano para la operación.
Habíamos cambiado de piso, en la
misma calle de Viladomat; pero en el chaflán a Provenza, junto al club
deportivo Layeta, más grande y con mejores condiciones. La operación se hizo en
el propio hogar. El Dr. Pell y Cuffi vino acompañado de otro médico y una
enfermera. Se organizó un pequeño quirófano y antes de empezar el Fr. Me dijo:
“No podemos anestesiarte como
quisiéramos pues, en tu caso, no es aconsejable. Pondremos una inyección de
cocaína; tu madre no estará presente, pero estará en el hogar. Procura que no
sufra.”
“¿Quiere que me duerma? Creo que
lo podré conseguir; y no gritaré, no me oirá. Se lo prometo”.
Me dormí. Desperté cuando
cortaban el tendón a ambos pies. Era muy intenso el dolor; sé que rompí
toallas; pero no grité. Me alegraba pensar que mi madre podía estar más
tranquila y que yo tenía ayuda para aportar mi parte contributiva al bien que
se me estaba haciendo. Mis pies caían de la mesa. En el suelo habían colocado
un cubo que recogía la sangre que caía a borbotones. La enfermera me hablaba y
secaba mi sudor. Pero aguanté tranquila, con un indefinible gozo interior, no
por cuanto yo sufría, si no por cuanto se me estaba ayudando.
Me enyesaron otra vez y ya listo
todo entró mi madre. Su bello rostro reflejaba la inquietud sufrida. Vio los
guantes en mis manos y la enfermera, sonriente, le dijo que yo la había ayudado
mientras cosían la herida.
Durante el mes de julio, el Dr.
Venía a menudo a visitarme. Pero en agosto hizo vacaciones. Me habían colocado
un tensor en cada pierna y yo debía de apretar una vuelta cada día y aguantar
el dolor lo que pudiera a fin de colaborar a la más perfecta solución. Yo me
daba más para adelantar el proceso. Con una aguja de calceta me rascaba por
dentro del yeso pues el picor era inquietante y molesto. En setiembre me lo
quitaron. El Dr. Me dijo: “dentro de unos días vendré a enseñarte a caminar”.
“¿Qué? Respondí yo. Hoy le
acompañaré a la puerta, cuando salga”.
Y lo hice. Al llegar a la puerta
mis piernas parecían las patas de un elefante. Pero empecé el curso.
Un taxista venía a buscarme por
las mañanas y me subía las escaleras de la Normal; y al mediodía volvía y me
llevaba a mi casa. Allí el problema era más leve ya que había ascensor.
En la primera clase, el Director,
el Sr. Juncal nos reunió en la sala de actos para darnos la bienvenida; nos
felicitó por el cambio que significaba el nuevo plan de educación y nos
recomendó el máximo respeto entre todos. No toleraré, nos dijo, parejas
amorosas en los pasillos. Amigos y hermanos en las clases y en el centro. En la
calle lo que queráis. Bienvenidos.
Tres de las alumnas veníamos de
la Academia Serra; Carmen Sastre (que dejó de estudiar), Margarita Prats y yo.
Luis Gausachs, la hija de Puig Elias, Prim y yo veníamos también del campo
anarquista. En las nuevas amistades las hallé de gran valor en Rosario Ramia,
Juan Rabascall, Carmen Soler, las hermanas Yarza de San Pedro, Felicia Casals,
Ricardo Cucala, Juan Miró y otros muchos con los que compartí estudios, luchas
y esperanzas.
Un día el periódico “El Matí”,
del que era director Francesc Maciá, publicó un artículo en el que se decía que
la Escuela Normal se había convertido en un centro anarco-sindicalista.
Protesté enérgicamente ante el mismo director a quien fui a visitar.
Defendí cuanto pude la actitud
correctísima del director Sr. Juncal y le rogué al Sr. Maciá que contestase
como se debía al anterior artículo del cual él no tenía conocimiento.
Efectivamente, a la mañana siguiente aparecían disculpas y aclaraciones a
posibles mal entendidos y todo quedó bien.
Durante este período no fue sólo
la coeducación la única innovación. También la puntuación por notas había sido
sustituida por la evaluación numérica que del 1 al 10 indicaba el paso de
suspenso a sobresaliente. Desaparecían, por tanto, los calificativos que
denotaban superioridad o inferioridad.
Otra ley vino a dar al Magisterio
un grado más de esperanza, de seguridad y de justicia. Implantación de un Plan
Profesional en el que, estudiando dos años más, se aseguraba la plaza al final
de la carrera. Esta garantía estimulaba los esfuerzos y desvanecía las dudas
sobre un futuro incierto.
Mis padres se alegraron mucho de
la reciente disposición. Ellos hubieran deseado que yo ampliase los estudios
como profesora de Escuela Normal. Pero a mi lo que más me seducía era la
formación infantil.
Los alumnos nos ayudábamos
mútuamente. Uno de ellos, Juan Miró que era de cursos anteriores, me ayudó
mucho en los estudios de ciencias químicas. Incluso organizamos un pequeño
laboratorio en casa y él venía asiduamente. Mis padres me decían: “Este chico
está enamorado de ti”. “¡No!” contestaba yo. Mi entrega al estudio era absoluta
y no tenía tiempo para otras manifestaciones ni me sentía atraída. Pero él
manifestaba un especial cariño hacia mis padres, cosa que yo le agradecía
sinceramente. Pero nada más.
Mi amado padre llegó un día mucho
antes de lo acostumbrado. Apenas podía andar y él, que no era de fácil queja,
nos pidió que avisásemos al médico. Llegó éste y ordenó el inmediato ingreso en
una clínica. Fue la de Nª Sª del Pilar. Allí diagnosticaron hernia doble
estrangulada. Había que intervenir inmediatamente. La operación fue bien, pero
sobrevino una bronco neumonía y su estado era muy grave. Mi madre estuvo con él
todos los días y nosotros, los hijos, íbamos por la tarde. Cuando parecía estar
mejor, una imprudencia contra la que el médico había advertido, le produjo una
fuerte recaída de la que no era posible salvación. El, que no entonaba ni tenía
voz, pasaba ratos cantando y hablaba en castellano. El Dr. Revilla, nuestro
médico, me llamó a mi y me pidió que me llevase a mi madre pues estaba delicada
del corazón y su vida también peligraba. “Eres la más fuerte; llévatela y engáñala
entre tanto. Despídete de él ahora pues no creo que pase de unas horas”.
Besé a mi padre, no sin
esperanza, y él me dijo:
“Onésima. Cuando esto pase, vivo
o muerto yo te diré qué camino has de seguir”.
Me autorizó a comprarme un
Diccionario Enciclopédico que me faltaba y me volvió a besar.
No volví a verle. Su rostro, tan
lleno de amor, de honestidad, de tan honda bondad, me siguió envolviendo. Pero
no le vi más. Lo más doloroso de la muerte es este: ¡ya no!, ¡nunca más!.
Murió a las cinco de la mañana. Engañé
a mi madre diciéndole que estaba mejor, que le mandaba besos. Habían puesto
tapa de cristal en el ataúd para que yo pudiera verle. Pero, aunque el coche
fúnebre paró junto al hogar, me llamó mi madre cuando me disponía a bajar y
acudí a su lado. Ella me necesitaba y eso era el primerísimo lugar.
Los días que siguieron fueron
duros, fuertes. Exigían una extrema serenidad. Mi madre ya no se dejaba
engañar. Y llegó la verdad suave, dulcemente, pero definitiva y dolorosa.
Yo quedé sin poder desahogar un llanto
contenido. Se me ponían a mi alcance los recuerdos de mi padre; su pipa, su
bastón, su sombrero, su abrigo, todo cuanto podía producirme una emoción y
provocarme la expansión que necesitaba; pero no había respuesta. Hasta un día,
era un domingo del crudo invierno y nevaba copiosamente. Me fui a Montjuich a
contemplar el gran espacio nevado. Me hallaba en el mirador donde está la
estatua del Galo herido. Mientras estaba allí llegó un señor con una chica
joven. El le hablaba y le mostraba el paisaje. No me pude contener. Mi ser
entero era una entrañable voz y un gemido:
“¡Padre!, ¡Padre!”.
Bajé de Montjuich sin parar de
correr hasta mi casa. Entré en mi habitación y lloré, lloré hasta no poder más.
Cuando salí ya estaba serena; pero hasta la mañana siguiente no conté lo
acaecido.
La promesa de mi padre antes de
morir, no se hizo esperar. Desde su muerte yo dormía en la habitación de mi
madre para hacerla compañía. Y una noche, estando yo despierta todavía, de la
pared frente a mi cama surgió una potente luz, como un camino a cuyos lados
surgían infinidad de finísimos hilos luminosos también pero con suavísimos y
variados colores. Dicho camino avanzó hasta unirse a mi cabeza. Entonces, a mi
derecha, apareció un grupo angélico formado por cinco seres de gran luz y de
delicado color azul pálido, ténue y transparente. Cantaban con tan dulcísimas
voces que era una verdadera delicia poderlos escuchar. Iban elevándose
lentamente mientras aparecían otros cinco igualmente bellos, con sus
transparencias blancas y otros cinco con matices rosados de sin igual
delicadeza. Se elevaban y se perdían en la infinidad. Al desaparecer esta
exuberante belleza, se transformó todo en el interior de una especie de taberna
con dos puertas. Una de ellas cubierta por una pizarra y la otra con entrada y
salida a la calle. Adultos en la calle, quedaban, al entrar, transformados en
niños y niñas. Alguien escribía en la pizarra:
“Los ancianos de ayer son los
niños de hoy”.
Y de nuevo desaparece esto y
surge en su lugar una gran sala de espectáculos. Los asientos blancos tapizados
de rico terciopelo granate. Un escenario con un piano de gran cola, blanco
también y con una música que parecía surgir de mi interior y que yo percibía
cada vez más íntima y perfectamente. ¿Quién toca el piano? Me preguntaba yo,
pues no se veía a nadie. Como si estuviese en el escenario, miraba yo el patio
de butacas y en todas ellas veía a mi padre. La intensa emoción que me llenaba
por entero, me fortalecía al mismo tiempo. La música no cesaba y yo no tenía mi
piano pues lo habíamos trasladado a la escuela privada que habíamos organizado
en la calle Joaquin Costa. Eran las cinco de la mañana. Demasiado pronto para
ir; pero cuando dieron las siete me fui allí y desde las ocho en que empecé
hasta las once en que vino mi hermana Sinesia a avisarme, yo no me había
apartado del piano interpretando una y otra vez una composición a la que titulé
“Impromtus en Mi bemol menor”.
La música había prendido en mí
con caracteres de fuego inextinguible. Las notas y yo formábamos un todo
indisoluble. Y las palabras de mi padre abrían la puerta a una incógnita
indescifrable aún; pero que conducía a una actitud de seguridad en la espera.
¿Cómo?, ¿Cuándo?, ¿Qué?.
23 abr 2013
TelaVision 25 - Las vacaciones y algo más
Hay chicos como nuestro amigo que viven para ver la televisión. Bien, hoy tendriamos que añadirle el ordenador y el telefono mobil, claro.¡
Pero lo más importante es hacerlo todo al aire libre!
Pero lo más importante es hacerlo todo al aire libre!
21 abr 2013
La vida critica... 86 - Discriminación sexual
Afortunadamente años atras habia más descriminación que ahora.¡ Entonces las mujeres no podían ni
votar! Por suerte hoy en dia estudian y leen más que los hombres. Yo he tenido la suerte de tener la atención, tanto para mi familia como para mi, de doctoras y os aseguro que las prefiero a los hombres. Y parece que en esta oficina tratan a todos por igual...
18 abr 2013
Pinceladas - La vida de mi madre - Capitulo 5º - El viaje
Cuanto más retenía en el
silencio, más una extraña vivacidad se apoderaba de mí. Lo que no podía ser una
espontánea y vigorosa explosión de mi naturaleza interior, se traducía en una
intensa necesidad de movimiento. Acostumbrada a subirme a los árboles de mi
huerto, no me fue demasiado difícil subirme a los faroles, a los postes de
teléfono, a las ventanas muy altas y protegidas por fuertes hierros que
guardaban la fachada de la fábrica de tejidos. Una vez alcanzada la mayor
altura, entonces disfrutaba en soltarme de una mano y de un pie quedando el
cuerpo solamente protegido por un lado, generalmente el izquierdo. El lado
derecho quedaba ligero, libre, parecía sin peso y como dispuesto a volar.
Esta sensación era parecida a la
ternura, al cariño, a la voluntad. Era la misma voz que, en el esfuerzo, me
decía: “Lo conseguirás”.
Y lo conseguía. En los ejercicios
de danza, por ejemplo, conseguí hacer puntas, para lo que hube de luchar
intensa, desmesurada y dolorosamente. Pero con sus resultados conseguí una
elasticidad y una fuerza que otorgaban la sensación, no de correr sino de
volar. Mis saltos eran más que suficientes en altura y extensos en longitud, y
el choque con el suelo, al descender, era suave, acariciador, como si me
moviese entre nubes que, a su vez, me sostenían. Esta mi seguridad, estaba en
pleno contraste con la opinión ajena. Siempre temían que iba a caer. Cuando se
acostumbraron, la duda se transformó en algo más desagradable y que me
entristecía. Fue la frecuente burla de algunos que no consiguieron doblegar ni transformar
el amor y la gratitud que yo he conservado siempre a mis pies deformes sí; pero
que me han ayudado siempre y sostenido durante mi vida con fidelidad.
La auténtica felicidad llega a
veces a través de la transformación del dolor, difícil de conseguir; pero que
está en nuestras manos el poderla conquistar.
Generalmente y durante más
durante los primeros años de vivir en Barcelona, pasaba los veranos en “Es
Castell”, en casa de mis tíos Rafael y Anita la hermana de mi madre que era
modista: con ella se había quedado mi hermana Eulogia, pues mis tíos no habían
podido tener hijos y ella llenaba su soledad. Uno de los viajes lo hice en un
velero, el “Pons Martí”, cuyo primer maquinista era Miguel Coll, novio de mi
hermana Eulogia. Fue un viaje de enorme experiencia para todos.
Yo tenía entonces doce años. Me
habían cortado el cabello. Mis trenzas o rizos y largos tirabuzones fueron
cambiados por un peinado corto, “a lo chico”, y que daba a mi semblante una
expresión mezcla de simpatía y de travesura. Habían advertido de posible
temporal y eso hacía el viaje, aunque atractivo, peligroso y atrevido. El
barco, mucho más pequeño que el vapor y por tanto más débil e indefenso,
¿tendría fuerza, capacidad para luchar contra las dificultades?. Y la incógnita
me seducia con un encanto especial, en mayor grado cuando no me era posible
ayudarme con la imaginación. En cierto modo, era como lanzarme al vacío,
parecido a la primera vez que, desde una importante altura en una de las calas
de la isla, me lancé al agua ignorando el grado de profundidad que debería de
ascender ni cómo. Nadaba horizontalmente y no conseguía nada. ¿Y si me pongo de
pie?. Por lo menos lo que tengo de altura habrá menos de agua. Y así, haciendo
fuerza de arriba abajo, subí al exterior. Muy poco recordé de aquella primera
inmersión de lo que contenía el fondo del mar. Además no podía aguantar mucho
rato la respiración y fue dificultoso subir, pero, subí. Pasase , pues, lo que
pasase, se resolvería también. Además, éramos muchos.
Miraba a Montjich cada vez más
pequeño, perdiendo color, fundiéndose como una mancha lavada por el cielo y por
la luz del sol que se sumergía en el horizonte del lado opuesto con su siempre
bella y renovada imagen.
Poco después el cielo se
oscurecía. Densas nubes amenazaban lluvia, y el mar, embravecido, empezaba a
chocar contra el barco presagiando inminente tempestad. Las olas venían de
lejos y crecían como montañas que rugían como fieras salvajes impacientes por
devorar. A mi me instalaron encima de los sanitarios cubierta con pesadas lonas
y atada con gruesas cuerdas. El mástil mayor se rompió casi en su base cayendo
sobre uno de los marineros causándole la muerte. Otro, de mi pueblo y muy
querido de todos, se llamaba Quicus Penchu. Este cayó al agua arrastrado por
una cuerda enrollada que estaba en el suelo y en cuyo hueco tenía apoyados sus
pies. En vano se debatía contra las olas, sus gritos desesperados de ¡socorro!
¡socorro!, quedaban ahogados por el hondo y macabro susurro de aquel mar
azotado por un viento airado, felino, atronador. Yo no podía moverme atada
fuertemente como estaba y, a pesar de gritar con todo el ímpetu de mi ser
dolorido y ansioso, la voz salía apagada. Tampoco me era posible ver a mi amigo: sentía su
lucha fiera, su desesperado esfuerzo tan intenso como su imposibilidad; al fin
me oyó mi cuñado.
“Quicus, le dije. Se ahoga,
Miguel”.
Y él prontamente saltó al agua.
Momentos después aparecía una mano sangrienta en la barandilla del barco
inseguro.
Fueron acudiendo el capitán y
algún otro marinero. La situación era trágica, enormemente difícil pues, aparte
de la enorme cantidad de agua que entraba en el barco, el incesante movimiento
hundiéndose ahora la proa, ora la popa, obstaculizaba la posibilidad de agarrar
fuertemente la mano que había conseguido aferrarse al borde.
Por fin fue Quicus quien primero
apareció. Luego Miguel, ensangrentado, con las ropas hechas trizas y un rostro
jadeante y apenas podía respirar.
“Y Onésima, preguntó”
“Estoy aquí. Estoy bien, Miguel.”
Sentí un rostro mojado junto al
mío. Unos labios se apoyaban con fuerza sobre mi frente. Y lloramos los dos.
Cuando escribí a mis maestras sé
que les dije: “Nunca me había sentido tan cerca de Dios”. El Dios de las nubes
estaba en las montañas de agua, en el oscuro gris del cielo, en el grito
ensordecedor del trueno, en el ardiente fuego del relámpago y, sobre todo en el
profundo y tempestuoso lecho que albergaba al amigo marinero.
Y yo me repetía: nunca me había
sentido más cerca de Dios y sigo sin conocerle”.
Fueron tres días de lucha encarnizada.
Hubo un forzoso cambio de rumbo; viramos hacia el norte y nos refugiamos en el
Golfo de León. Una vez restablecida la calma nos dirigimos de nuevo hacia
Menorca.
Mi propósito había sido llegar el
23 o el 24. Arribamos el día 26 luego ya de San Jaime.
Desde La Mola veíamos gran
muchedumbre en Calafons y orilla bordeante del pueblo. Luego de desembarcar en
Mahón y coger el coche hasta Villacarlos supimos el por qué de tanta gente en
las calas y diferentes lugares de la costa. Habían corrido la voz de que
habíamos naufragado y, sobre todo los familiares, se habían reunido y pasado
juntos aquellas interminables horas de espera sin posibles noticias.
Es indescriptible la emoción al
vernos y abrazarnos. Mi hermana no me había reconocido, no únicamente por el
corte de mi cabello, si no además, el rostro quemado por el sol, los azotes del
viento y luego, como que había quedado sin ropa , llevaba puestos unos
pantalones de no se qué marinero, una chaqueta impermeable y unos zapatos en
los que cabían dos pies. Pero estábamos allí y todo empezaba a parecer una
horrible pesadilla.
El domingo que seguía a la fiesta
de San Jaime, se celebraban unas regatas a remo entre los dos partidos Ateneo y
Casino. Los del Ateneo me solicitaron colaboración pues uno de los remeros se
había puesto enfermo. ¿Cómo no? contesté. Pero he de practicar antes, pues en
Barcelona no puedo hacerlo. Y me pasé el sábado remando y el domingo las palmas
de mis manos estaban llenas de ampollas.
Nuestra barca se llamaba Electra
y la del Casino se denominaba Rayo. Y ganó Electra. Fue una deliciosa
compensación, un bello remate para el duro pero enriquecedor viaje.
Toda circunstancia, si la vivimos
con intensidad y serena introspección, aporta un sensible enriquecimiento a
nuestra conciencia y ésta, renovó en mi el intrincable problema dual:
muerte-Dios, Dios-muerte. Vida y muerte; dos aspectos igualmente seguros,
igualmente aceptados y los dos también
atributos de Dios. El mástil que mató al marinero, ¿por qué no me mató a
mí, por qué a mí me había respetado cuando estaba tan cerca? Y si en realidad
no hubiese muerto y se debatía en vano casi en el fondo del mar, clamando por
vivir, luchando contra fuerzas que, desde su superioridad vencían en su empeño.
¿Era ésa, me pregunto, la imperante voluntad de Dios?
Y la respuesta no era la copa de
agua que apagaba la sed. Tan sólo el amor envolvía las preguntas en una especie
de vaho tan inmensamente ténue que desaparecía dejando en su lugar la paz, esa
paz excelsa que no pregunta ni responde. Es.
El verano transcurría y en la
vivencia con mi familia se presentaban otras oportunidades de lucha y de
expansión. Mi hermana Eulogia y yo nos queríamos mucho. Por la diferencia de
edad su experiencia podía haber adquirido matices desconocidos para mí y serme de
gran ayuda. Pero estaba invadida por una serie de problemas que perturbaban su
alegría de vivir y la convertían en una amarga pesadilla. Era hermosa,
elegante, gracia y simpatía se desprendían de ella con una adorable
espontaneidad. Y, sin embargo, la limitación a que estaba sujeta por unas ideas
que yo no podía compartir, la tenían agobiada por continuos estados de
sufrimiento inferidos por sistemas ideológicos de tipo espiritual nacidos en un
esperitismo vano, inculto, mezcla de magia y brujería.
Cuando venían determinadas
personas, su estado de ánimo cambiaba bruscamente. Luchaba con violencia contra
dolores de cabeza, malestar; se erigían en su mente pensamientos tales como:
“Me están haciendo mal”, o bien, “claro, como que tienen mi fotografía, o tienen
mis tijeras...”, cosas así.
Yo le decía: “No sufras. Nada de
esto es cierto. ¿Por qué no te vas al patio y te mojas bien la cabeza con agua
fría. Mira el sol y el cielo y contempla en el jardín cómo se abre un girasol.
¿Cómo puedes estar triste cuando se abre un girasol y florecen los jazmines?
Contémplalo y verás cómo todo eso desaparece y te sientes bien y feliz. Es muy
fácil, le decía yo. ¿Por qué no lo pruebas?
Pero el resultado de mi
intervención era fatal. Dormíamos juntas. Pues bien. Cuando daban las dos o las
tres de la madrugada, bruscamente me echaba de la cama. Yo recogía mis cosas y
me iba a la habitación de mis tíos. Y allí dormía sobre la tabla de planchar
apoyada en dos sillas y protegida por un grueso cubrecama. Y yo sé que me
quería mucho; pero a veces me odiaba.
Mi tío Rafael a veces le decía:
“Si fueras cariñosa como Onésima...” Seguramente no eran estas las palabras que
más le convenían. Tampoco las contrarias la habrían satisfecho; no las hubiera
tolerado, me habría defendido, pues me amaba.
En mi casa, con mis padres, todos
colaborábamos en los quehaceres del hogar. Pero a mi hermana los tíos la
trataban como a una princesa y le consentían todos sus errores y satisfacían
sus caprichos. Indudablemente la vida de nuestro hogar era más rica y
auténtica. Eramos libres; pero ayudábamos y eso era a la vez un esfuerzo y una
felicidad, la cual mi hermana no conocía. Seguramente que dejó muchas cosas en
el olvido, pero las que acuden a mi recuerdo fieles y los pequeños detalles me
invaden aún sin querer, como si formasen parte de un ovillo del que estoy
tirando.
Las vacaciones llegaban a su fin
y empecé los preparativos para mi regreso a Barcelona. La noche anterior a mi
partida fui a despedirme del mar. Añoré a Francisca, mi fiel ayuda de cuando estábamos
allí. Ya no vivía. Me senté en las mismas rocas donde ella me acompañaba. Me
sumergí en el agua que en la oscuridad podía confundirse con un manto de seda,
tal era su suavidad. Busqué mi antiguo hogar. Sus ventanas no estaban
iluminadas y como que era una noche de luna nueva, casi no pude vislumbrarlo.
En parte me alegré, pues me liberé así del deseo de entrar, sentarme en un
rincón y no marcharme más.
“¿Cuándo volverás? Me
preguntaban”.
“No lo sé. Si no puedo antes, en
el verano próximo, y no en un velero sino en el Jaime I o en el Jaime II. En el
mejor de los dos.
Y a la mañana siguiente partí
para Barcelona. Me quedé en cubierta hasta muy tarde. Luego, entré en el
camarote y me dormí. Me levanté pronto; no quería perderme el nacimiento del
sol en el horizonte. La maravilla de color, que presagia su salida, los ricos
matices que tan generosamente ofrece y que se esparcen suaves como una
bendición hasta emerger su disco naranja de oro, con disparos verdes y azules a
veces de rojo intenso y cuyo reflejo en el mar avanzaba desde el infinito azul.
Eso lo quería saborear en la intimidad de aquella hora sagrada y en el silencio
profundo de una interna oración.
Pronto empezó a divisarse la
densa neblina que denunciaba la costa. La atmósfera era nítida, transparente, y
lejos, muy lejos se percibía la isla de Mallorca como una leve pincelada gris.
El barco avanzaba con rapidez en aquel mar en calma. Algunos delfines nos
acompañaban y yo seguía sus saltos con alegría. Sus vientres blancos como el
marfil decoraban aquel conjunto de variados azules y los destellos rojos
desprendidos del sol salpicando el mar extenso. A pesar de tan mágica entrega
inoportunas ráfagas del recuerdo de la tempestad anterior enturbiaban la
majestuosa belleza de aquella hora solemne.
Por fin se divisó la costa
catalana y rápidamente nos albergó el puerto de Barcelona. El día era luminoso
y claro; era fácil localizar la estatua de Colón y no extrañé que “Sobresada”
le llamase amigo suyo pues yo empezaba a sentir un cierto cariño hacia él,
sentía y correspondía a su saludo de bienvenida. Y es que Barcelona se había
convertido ya en mi hogar.
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