He contado muchas de mis anécdotas de mi época
en Bruguera. Esta sucedió antes, cuando tenía unos dieciséis años y empezaba
mis primeros trabajos en publicidad.
En casa habíamos pasado los años de la
posguerra con estrecheces económicas y, cuando empecé a realizar trabajos de
publicidad ya ganaba lo suficiente para tener una vida mejor. Mi madre
continuaba dando clases de piano y pintando también.
Un buen día sonó el timbre de la puerta y se
presentó un caballero preguntando por ella. Era el director de un orfeón, (no
recuerdo si dijo de Vich u otra población algo alejada de Barcelona). Sabía que
mi madre era profesora de piano y venía por eso. Le habían ofrecido dar clases
particulares al hijo de una familia acomodada, que vivían cerca de casa, y el
no podía darlas porqué estaba muy ocupado con su trabajo, y las horas que le
quedaban las dedicaba a dirigir el orfeón. Las clases estaban muy bien pagadas
y pensaba que a mi madre podían interesarle. Ella estaba encantada y, poco
después, tomábamos café y charlábamos de las experiencias musicales de ambos.
El director del orfeón (no recuerdo su nombre)
preguntó si podía tocar el piano y se sentó frente a él y comenzó a interpretar
algo de Chopin. No lo hacía mal, aunque no era tan bueno como mi madre. Al poco
rato tocaban a cuatro manos y cantaban a dúo canciones típicas. Así pasaron un
par de horas, tomando café, cantando, tocando el piano ahora uno ahora el otro,
y explicando sus experiencias en el orfeón.
Llegó el momento de marcharse y, antes de
hacerlo, le dio a mi madre su tarjeta con la dirección de la familia a quien
debía dar las clases, y se dirigió a la salida. Cuando la puerta estaba ya a
punto de cerrarse, se volvió y comentó: “A propósito, yo me dedico a la venta
de aceite de oliva virgen al por mayor. Tengo el almacén aquí al lado, frente
al Mercado de San Antonio. Si les interesa una garrafa de cinco litros que
venga la chica conmigo y se la entrego. Son tan solo cincuenta pesetas y es un
aceite que no se encuentra normalmente. Y además les regalaré unas pastillas de
jabón”.
La “chica” era Concha, una muchacha que venía a
hacer la limpieza, que se fue a continuación en compañía de aquel simpático
director y vendedor. En casa, mi madre satisfecha pensando en las clases tan
bien pagadas que iba a dar.
Pasaron veinte minutos, media hora, casi una
hora y Concha no volvía. Preocupados ya, fuimos a buscarla al lugar donde aquel
hombre había dicho que tenía el almacén. Y allí, sosteniendo el cesto que se
había llevado, estaba Concha esperando. Le había dicho que volvía en un
instante, con el aceite y el jabón, y no había regresado . Tampoco las
cincuenta pesetas que cobró.
Naturalmente fue un pequeño timo, y la verdad
es que siempre pensamos que se ganó aquel dinero con todo lo que hizo aquella
tarde: tocar el piano, cantar, explicar su vida… Siempre he recordado aquel
timo como digno de recibir un premio.
Lo que no os haya pasado! jaja
ResponderEliminarEs verdad Candela. Nos ha pasado de todo. Esto fué muy curioso pienso que este hombre se ganó aquel dinero cantando y tocando el piano. No era un timador habitual, y aquel dinero ya lo amortizamos con las risas cada vez que lo hemos contado.
ResponderEliminarCuantos timadores había por aquella época; muchos por necesidad verdadera... Al menos, como dices bien, este hombre se ganó las 50 pesetas con su actuación. Un abrazo.
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