La
incapacidad económica no nos permitía recorrer a la prótesis dental una vez
terminada la extracción de los dientes y, ante la necesidad de atender al
público y de hacerlo en adecuadas condiciones, se me ocurrió hacerme los
dientes de cera. Calentaba la cera y con la ayuda de un palillo y un espejo
moldeaba la pasta de forma que la apariencia, algo rara como es natural, por lo
menos no ofrecía el aspecto desagradable de una boca desnuda. Llegué a hacerlo
con bastante similitud. Como que para ir a las Galerías iba a pie, aprovechaba
para andar respirando por la boca; así el aire fresco ayudaba al mantenimiento
de la falsa dentadura. Pero ya en las Galerias, se fundían con demasiada
rapidez. Había un bello biombo en la sala de pinturas y yo me escondía allí;
sacaba la vela, las cerillas, suavizaba la cera, etc. y salía con apariencia de
felicidad. Un día a Salord, un íntimo amigo de Enrique me avergonzó un poco con su pregunta: “Oye,
¿qué pasa con tus dientes? Unas veces los veo de un color, otras de otro. ¿Qué
es? Le conté la verdad, no en forma dramática si no como si explicase un
chiste. (Es que en realidad tenía su parte groseramente cómica, ¿no?) Bien. La
cuestión es que una vez en Menorca se lo dijo a la madre, a la que yo llamaba
mamá porque a mi madre la llamaba “may” que es la palabra menorquina. Así las
dos tenían distinto nombre pero idéntica calificación. La respuesta fue que
escribió una carta acusando el envío de un giro que solucionaba el problema
dental. Mi alegría fue inmensa. “¿Se lo puedo decir a mi madre?” pregunté a mi
marido. “No te lo habrás tomado en serio”, contestó.
Y
mi hermano Leandro trabajó horas extraordinarias en la refrigeración del Bar
Canaletas y me pagó la dentadura. Y pude hablar y sonreir tranquila. Un bello
gesto, ni mayor ni menor que el de mamá. A los dos gracias.
En
las Galerías había una sala donde estaban expuestas las porcelanas más
delicadas y pequeñas esculturas. Unos señores se prendaron de una frutera de
porcelana que era una verdadera preciosidad. Tenían los precios en las bases de
los objetos, no estaban visibles. Yo, con el deseo de atender a los posibles
clientes, cogí el objeto y al darle la vuelta para conocer el precio, se cayó
el cuerpo superior, rompiéndose. Yo no conocía la estructura del objeto pues
estaba en una vitrina de la cual no tenía la llave. Se la tuve que pedir al Sr.
Vilá el dueño, para enseñarlo, pero no me explicó que tenía tres cuerpos. Total
que al oír el ruido, acudió de inmediato, visiblemente disgustado. En tal
estado me riñó con sensible dureza y aquellos señores actuaron con una grandeza
de miras verdaderamente admirable. Se desvivían en palabras de consuelo para
mi, se quedaban con el objeto y pagaban además su restauración. En fin. Todo
parecía haberse resuelto correctamente bien.
Al llegar a casa de mi madre, lo conté a mi hermano
Juan. Me aconsejó ir al sindicato y
contar la verdad. Ellos me aconsejarían. Si algo funcionaba bien en la época de
Franco era el aspecto sindical. De modo que decididamente fui al Paseo de
Gracia, donde estaba situado, conté el caso y empezaron a hacerme preguntas:
“¿Está
Vd. Sindicada?”
“No”,
contesté.
“¿Cuánto
cobra Vd.?”
“Tres
mil pesetas mensuales”.
“Cual
es su ocupación o cargo?”
“Soy
la encargada”.
“¿Cobra
un tanto por ciento sobre la venta?”.
“No.
Nunca”.
“¿El
precio estaba a la vista o no lo estaba?”
“No.
Estaba en la parte inferior. Fue al darle la vuelta que se cayó, rompiéndose”.
“Bien,
-me dijeron- Váyase tranquila. Si Vd. quiere se les puede obligar a cerrar el
negocio. Ni cobra usted lo que ha de ganar, que son un mínimo de siete mil
pesetas mensuales, ni el diez por ciento sobre las ventas, y está además
absolutamente prohibido tener los precios escondidos: deben estar plenamente
visibles. Si le hacen firmar algún compromiso no firme sin leer. No firme si le
exigen algo a cambio, máximo cuando el cliente paga incluso la reparación.
Sobre todo no firme nada, y al final dígales que obedece órdenes del Sindicato
que actuará en consecuencia. Le agradeceremos nos diga el resultado.”
Naturalmente
fui. El Sr. Vilá me hacía firmar un papel en blanco a lo que naturalmente me
negué. Y cuando les dije que iba en nombre del Sindicato de deshacían en
promesas, palabras de cariño, de agradecimiento.
Su
propuesta había sido tan injusta que no la acepté. Quería cobrarse de mi escaso
sueldo setecientas pesetas mensuales hasta pagar la porcelana rota cuando la
vendía por el mismo precio y se le pagaba la reparación. No lo acepté.
Hubo,
además, una circunstancia que cambiaba en cierto modo la situación de nuestras
vidas. La madre de Enrique había sufrido una embolia y se hallaba en estado
grave. Me llamaron por teléfono a la Galerías para avisarme e inmediatamente
acudí a su lado. Estaba en casa de una amiga; pero quiso venir a casa de mi
madre. Tuvimos consulta con dos médicos, uno de los cuales aconsejó una
sangría. El otro que era nuestro médico de cabecera, el Dr. Sales Vazquez y
profesor de Medicina de la Universidad, no lo aconsejaba pues veía el caso
inminente y decía que para qué molestarla. Sin embargo, con la sana intención
de probarlo todo ante una posible esperanza, se le hizo sin resultado favorable
alguno. Permanecí a su lado, refrescándola de vez en cuando y suavizando la
sequedad de su boca con algodón mojado con agua fresca, pues tenía mucha sed;
suavemente la acariciaba y lentamente, sin aparente sufrimiento, acabó su vida.
Al
buscar en su libreta de notas las direcciones que precisábamos para dar aviso
de su muerte, hallé entre sus páginas la violeta que yo le había dado de un
ramo que me habían regalado a mi y del que aparté una para cada madre. Un
detalle que me confirmó su cariño hacia mi y que conservo con gratitud. Su hijo
estaba en casa; pero no la cuidó ni hizo compañía. Incomprensible.
Tuvimos
que ir a Menorca. El ambiente fue acogedor. Estuvimos en casa de unos tíos de
Enrique, ella hermana de su padre.
Fueron
días de ajetreo. Visitas, papeles, idas y vueltas de la finca que tenían en la
isla, muy extensa y rica, pues el único río de Menorca la cruza, lo cual
aumentaba en gran manera su valor. De ella cuidaban unos payeses, un matrimonio
con un hijo subnormal y otros colaboradores pues la finca era muy extensa.
Había vivienda para los payeses y aparte para nosotros. Allí a los payeses se
les daba el nombre de “amos” y a los dueños “señores”. El trato obedecía a esta
discriminación y, por regla general era muy humillante. En Mahón la madre
poseía además, tres casas espaciosas, bellas y muy bien situadas. Las tres las
tenía alquiladas. Una de ellas a una familia de Cartagena, con la que al
principio hubo serios problemas a resolver. En ausencia de la madre, se habían
apropiado de joyas de gran valor material y sentimental pues contenían
estimables recuerdos familiares. Se trató el asunto con la máxima humanidad y
conseguimos que no hubieran represalias, antes al contrario, ayudamos cuanto
estuvo a nuestro alcance y se estableció un sincero lazo de unión.
En
la finca, lo que aquí se llama “masía” y en Andalucía “caserío”, en Menorca es
“Es Lloc”. Era tan grande, que todo cuanto alcanzaba la vista era de nuestra
propiedad. El espectáculo unía a su belleza, una salvaje virginidad. Menorca no
es muy rica en espacios de abundante arboleda y era fantástica la exuberante
grandiosidad de aquel paraje que comunicaba tantos y tan variados matices.
Entre zonas de múltiple variedad de verdes de todas las tonalidades, aparecían
los trigales como extensos campos de plumaje que, azotado por el viento, era un
continuo aleteo semejante al oleaje del mar; pero matizado en ocre, amarillo
dorado, blanco marfil y grises plateados acariciadores. Y la paz, la paz beatífica
que descendía suave y bienhechora. Aquello era un ensueño, algo digno de ser
conservado, aprovechado y protegido como un tesoro para nuestro hijo
asegurándole, al menos, algo de bienestar. Hubiera sido un descanso, una justa
satisfacción, un deber de amparo ofrecido tan generosamente por la vida.
Pero
Enrique se hallaba como un niño a quien los Reyes le han dejado tantos
juguetes, que no sabe qué hacer con ellos y acaba por destruirlos. Recogimos
algunas cosas y regresamos a Barcelona para volver de nuevo y seguir ajustando
ideas, posibles soluciones y determinar proyectos. Entre sus familiares los
había que, además de disfrutar de una cómoda situación, tenían experiencia,
conocimientos y carácter para establecer confianza y compartir orientación.
Ya
en Barcelona me personé en Galerías Pallarés para decirles que, con todo lo
ocurrido, no quería entrar de nuevo en el trabajo con ellos toda vez que su
comportamiento había roto la confianza y ya no me era posible reconstruir el
estado total de entrega de mi inicial gratitud.
Durante
mucho tiempo, estuvieron llamándome, escribiéndome, rogándome y ofreciéndome
ventajosas oportunidades. Pero no volví. Había cumplido con el compromiso moral
con el Dr.Canalda, y mi deber estaba realizado.
Algunas
alumnas de la Escuela Academia Serra
vinieron a mi casa a clase de música. La ayuda a mis maestras continuaba
y era gratuita por mi parte; pero estas privadas eran correspondidas
materialmente.
Fuimos
continuando así hasta ir de nuevo a Menorca. Como la vez anterior, nos
albergamos en casa de los tíos. El tío era encargado de la fábrica Codina y el
director técnico en Barcelona era un químico ruso que se hospedaba también en
casa de los tíos. Era un hombre raro, muy observador, generoso; pero había algo
en él que promovía a cierta inquietud, a establecer un estado de atención, de
alerta. Su mirada quería ser hipnotizadora, como si tuviera la intención
dominadora de quien quiere conseguir algo de su interés y cifra en ello su
máxima atención. Algo en él me recordaba a Augusto Engelke, y me previne.
Notaba su influencia sobre mi mente y me estremeció una lucha de la que los dos
teníamos conciencia. El quería vencer; yo no quería sucumbir. Esa interna
percepción se hizo visible exteriormente con una especie de amenaza. Su mirada
fija en mi con intención dominadora, acompañó a unas palabras que no eran menos
agresivas: “Un día pensarás sólo en Juan”. Yo vencía esa voz sin violencia, con
serena pero fuerte inmutabilidad. Me di cuenta de que esta posición era mi
mayor ayuda y me mantuve en ella. Era muy importante mantener la paz y un buen
camino el de no concederle importancia alguna. Llegué a conseguir un total
desapego y me entregué a los problemas que exigían más fiel atención.
Ibamos
a la propiedad a menudo, pasábamos en ella días enteros y nos sentíamos
fortalecidos. Pero poco a poco Enrique empezó a pensar en vender; pesaban los
inconvenientes de vivir en Barcelona y no poder cuidar de aquello más
directamente y la ilusión de crear un negocio, tal vez de producir cosméticos,
influenciado por el Dr. Heiman, que así se llamaba el químico. La idea, al
principio discontinua y confusa, iba tomando cuerpo, revoloteaba como un
moscardón imponiéndose cada vez con mayor atractivo.
En
la isla, al estar en contacto con las tierras, la contemplación de su natural
belleza, el bienestar en su paz, la satisfacción de participar en la
recolección de sus productos, de comer la fruta cogiéndola directamente del
árbol, saborear su vida y traspasarla directamente al organismo, estableciendo
esta tan especial comunicación, esa participación gozosa con la naturaleza, era
de por sí una extraordinaria fuerza que actuaba positivamente contra las
influencias contradictorias que intentaban invadir el pensamiento y
transformarlo.
Yo
estaba cada vez más segura de que el afán de grandeza conseguiría al final que
Enrique cediera a los consejos del químico y se desprendiera de aquella suprema
realidad para embarcarse en una nave sin rumbo, poniendo aquella magnífica
oportunidad en el peligro de perderla. Y miraba la exuberancia de los espesos
bosques de almendros y olivares, de los ancianos y majestuosos castaños, con la tristeza de un
irreparable adiós. Y era un adiós mucho más cargado de indignidad, de desgarro
de algo que debía de haber sido una ofrenda al hijo que quedaba así desposeído
de algo que podía haber sido una legal seguridad.
Eso
era difícil y duro de aceptar, en contraste con la natural generosidad que
habría consolidado una unión y rehabilitado una posición que había sufrido
descalabro. Mi naturaleza, tan dada a la confianza y creadora de esperanzas se
veía amenazada en estos momentos. Momentos en que los recuerdos adquirían una
presencia real, sobre todo los más recientes.
Mientras
yo trabajaba en las Galerías Pallarés, Enrique estudiaba Farmacia y Ciencias
Químicas, en la Universidad. En un día de examen y con la sana intención de
ayudarle con mi compañía fui a la Universidad. No estuvo muy brillante. Le
esperé en el patio donde me encontré con el hijo del Sr. Juncal, el director de
la escuela Normal. Dimos un corto paseo al saludarnos, y nos paramos esperando
a Enrique, que estaba algo apartado. Salió una chica, se abrazaron y me vieron.
Nos reunimos y, para abreviar, unas palabras del joven Juncal aclaraban
impresiones distintas. Enrique hizo ademan de cogerme del brazo para salir;
pero Juncal exclamó:
“No,
Enrique. Yo acompaño a tu mujer. Tu acompaña a Fanny, como todos los días”.
Y
dirigiéndose a mi añadió: “Si yo hubiese sabido que eras la esposa de Fernández
los claustros de la Universidad no hubieran sido testigos de lo que han sido”.
Quizás
debí preguntar. Pero no. guardé silencio y procuré olvidar, borrar y lo había
casi conseguido. Otras fuertes impresiones apoyaban el recuerdo y fortalecían
posiciones. Cuando me daban a mi alguna golosina en el trabajo, yo se la daba a
Edmond, íbamos a la Universidad y le decía a mi hijo: “Anda, entra y dale esto
a papá”. Pero Enrique fingía no conocerle y el niño salía llorando. Y yo
entonces comprendía. ¿Qué hacer? De nuevo amontonaba en el silencio.
Habían
motivos que frenaban posibles dignas reacciones. La mujer, en aquella época,
carecía de protección. No era justo, pero era la Ley.
Ahora
esta nueva situación, de decisiones no pasajeras, sino de consecuencias
definibles, en uno u otro sentido, de nuestras vidas. Ahora se imponía saber
esperar, respirar hondo aquí que el aire era más puro y abrir el pecho al amor
y la mente a la confianza.
Como
que era verano, plena época de recolección, recogimos lo que pudimos y, entre
mi hermana Anita que vivía en Mahon y la familia de Barcelona, repartimos
algunos alimentos, pocos por lo que hubiera querido, pero lo suficiente para
darles una satisfacción.
De
nuevo en Barcelona, dado que Enrique se sentía ya más seguro en la reciente
posición, buscamos un hogar para encauzar nuestra vida. Entretanto vivimos con
nuestra familia. Mi hermano Juan había vuelto del campo de concentración de
Francia; pero vivía en casa de unos amigos para evitar complicaciones.
Sinesia
y Ceferina seguían trabajando como también Maria en el laboratorio. Mi madre
llevó la casa mientras pudo. Luego fue Sinesia quien se encargó de todo. Mi
madre empeoraba; pero resistía.
Enrique
seguía entrevistándose con el Dr. Heiman y yo pintaba y vendía lo que podía.
Generalmente era bajo encargo. El Dr. Heiman compró uno y de aquel siguieron
otros muchos que decía le pedían a él amistades suyas. Y, cuando menos lo
pensábamos Enrique vendió la propiedad. Nunca supe por cuánto. Intenté que
comprase una casa de cinco pisos en la calle de Llansa junto a plaza de España
y que la pusiera a nombre de Edmond. “¡Qué piensas, -me dijo- ¿qué es fácil
hacer un regalo como éste?” Y lo invertía en pagos por adelantado de cosas que
luego no se realizaban. Siempre cosas quiméricas, rodeadas de fantasías.
Hoteles con camareras vestidas de época, por ejemplo. Cosméticos que serían
inigualables y que luego no tenían aceptación, hasta que llegó a ver más claro
y se apartó de aquella influencia.